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– Hola, Jim.

– Cohen…

El banquero trató de conducir las negociaciones según sus reglas. Que incluían una buena dosis de adulación.

– Me complace que hayas decidido reunirte conmigo. Significa que en última instancia eres el único listo de la familia. ¿Dónde está?

Jim sabía a qué se refería. No contestó a la pregunta y a manera de respuesta le planteó otra. Sin rodeos.

– ¿Era necesario matar a mi abuelo?

El otro se sorprendió, pero no intentó negarlo.

– ¿Cómo te has enterado?

– Eso no tiene importancia. Lo sé y punto. Y también lo sabe Alan.

– Mientes.

– No. Y usted lo sabe muy bien.

Jim se quedó mirándolo impasible. En el semblante de Cohen Wells se dibujó la desconfianza. Se veía con claridad que estudiaba la situación a la máxima velocidad que le permitía él pensamiento. Sin duda se preguntaba qué consecuencias podrían tener en su vida las últimas afirmaciones de Jim. Si no había corrido a denunciarlo a la policía, significaba que había margen para negociar. En su cabeza, Alan no constituiría problema alguno, porque tenía la certeza de que un hijo no se volvería contra su padre.

Se relajó. Decidió que no convenía poner excusas, sino quitarse la máscara.

– Richard Tenachee era un viejo testarudo. Lo que pasó no entraba en mis intenciones, pero había demasiados intereses en juego. No debo rendir cuentas a nadie, salvo a mí mismo. Hay otra gente en este asunto, gente a la que es mejor no contrariar…

Mientras hablaba, Cohen Wells se había colocado bajo el árbol. A causa de la resina que caía, la hierba terminaba donde comenzaba la sombra que daban las ramas sobre la tierra. El terreno oscuro estaba cubierto de agujas de pino. Aquí y allá surgían fragmentos de raíces centenarias.

Cohen ya no titubeaba, convencido de tener la solución en el puño, una vez más.

– Pero si estás aquí, de algún modo has entendido que no podía actuar de otra manera. Esto te convierte en una persona muy interesante. De modo que solo debemos acordar una cifra. Sé que no desprecias el dinero, y en este caso hay mucho sobre la mesa. Lo único que te pido es que me des ese documento. Si lo haces te convertirás en una persona muy rica.

El banquero subrayó la última frase. Jim se sintió perplejo ante la calma con que consiguió responder.

– No he venido por el dinero. Usted no lo sabe, pero han muerto personas, durante este tiempo. Personas que, salvo Jed Cross, no tenían más culpa que la de haber nacido. Y entre ellas se incluye su hijo.

– Pero ¿qué dices? He hablado con Alan hace un rato y no…

Jim lo interrumpió.

– No me refiero a Alan. Hablo de Curtis Lee.

Si el banquero acusó recibo del golpe, esta vez no lo dejó traslucir. Estaba acostumbrado al juego duro, y el juego duro no permitía traicionarse mostrando emociones. Pero Jim sabía que en su interior no había quedado indemne a sus palabras.

No le dio tiempo de contestar.

– Le parecerá un concepto banal, pero hay lugares y momentos en los que el dinero no sirve para nada.

Mientras hablaba, Jim había advertido una sensación conocida. Solo que esta vez no llevaba consigo una angustia de nubes oscuras, sino un extraño y antinatural sentido de paz. Miró a espaldas de Cohen Wells y un poco más allá, al borde del terreno sin hierba, vio cómo se dibujaba una huella. Lo aceptó como un hecho natural y se dijo que no podía ser de otra manera. Ahora que sabía, ya no sentía miedo. Ahora que sabía, en lugar de luchar solo podía pedir ayuda.

Jim volvió la mirada al hombre que se hallaba ante él. De un modo que no podía explicarse, Cohen Wells había leído en sus ojos una condena.

Y la voz de Jim la pronunció.

– Hay lugares y momentos en que se paga todo. Me alegra ser yo quien se lo diga, Cohen. Su momento es ahora y su lugar es aquí.

Cuando vio que las huellas se acercaban veloces, dio media vuelta y se marchó.

En su interior sintió un grito regocijado, casi en el mismo instante en que Cohen Wells empezó a lanzar alaridos. Subió al Ram, puso en marcha el motor y se marchó sin siquiera mirar atrás.

Cogió la ruta hacia Page y enfiló el corto camino de tierra bajo el dique. Nada parecía cambiado. Solo el agua del río era nueva, midiendo el tiempo que, según las piedras, parecía no pasar nunca. Echó al agua su absurda canoa de plástico y partió siguiendo la corriente, utilizando el remo solo para rectificar el rumbo, tal como había aprendido de su abuelo.

Un pez saltó del agua a su derecha. En el silencio ese sonido bastó para devolverlo al lugar y al momento. Volvió la mirada y vio que se dibujaban unos círculos grises sobre la tranquila superficie del río. Un segundo, y luego una ligera corriente desarmó esas geometrías perfectas.

Mientras viajaba bajo la protección de las rocas suspendidas por encima del río y el tiempo, en su cabeza resonaban claramente las palabras que le había dicho su abuelo en ese mismo lugar tantos años atrás.

«Hoy también tú debes superar una prueba, Táá' Hastiin. Lamentablemente, a veces no es posible elegir el momento de combatir. Solo podemos hacerlo con coraje cuando así se nos exige.»

Su abuelo no podía saber que él tardaría tanto en comprender. Pero ahora había regresado, comprendido y encontrado su camino.

Cuando llegó a Horseshoe Bend condujo la dócil canoa con el remo hasta tocar tierra con una ligera sacudida en la orilla arenosa bajo el muro de piedra. Todo le resultaba familiar, como si desde el comienzo de los tiempos esa masa imponente se reflejara en el agua verde del río a la espera de verlo arribar al fin.

Bajó y respiró la sombra y la humedad de la ribera.

Luego hizo lo que había visto muchas veces hacer a su abuelo.

Se quitó la camisa y se quedó con el torso desnudo. Rasgó la prenda, cogió una tira fina y se la envolvió alrededor de la cabeza, a la manera de los Antiguos. El sol calentaba mucho a pesar de la estación. El viento que desde siempre hacía rodar las matas y borraba las huellas de los humanos ahora corría silbando suavemente por el desfiladero. Era una voz que había querido olvidar pero que ahora escuchaba mientras le pedía coraje y una señal para seguir su camino.

Ya no era un indígena, pero tampoco era un blanco.

Solo un hombre en busca de lo que había perdido.

Desde lo alto de las rocas lo miraban los ojos de miles y miles de hombres. Eran los padres, y los padres de estos, y los padres de los padres, hasta que la mente ya perdía la cuenta. Los mismos que en su primera juventud habían iniciado la escalada de aquel muro y llegado a la cima con la conciencia de haber cogido el camino correcto para ser hombres.

Algunos no lo habían logrado y habían muerto. Pero tener coraje consiste en eso: la conciencia de que el fracaso significa de algún modo el fruto de un intento. Que a veces es mejor perderse en el camino de un viaje imposible que no partir nunca. Y que cada individuo, incluso cuando está solo, cuenta con su alma como compañera de viaje.

Levantó la cabeza y buscó con la mirada el mejor sendero.

El muro de roca era liso en su mayor parte, pero a la derecha había un trecho del que subía en diagonal el leve relieve de un saliente. Vio que aquí y allá se abrían fisuras que ofrecían asidero suficiente para intentar escalar. Se acercó, apoyó un pie y tendió un brazo. Su mano aferró una protuberancia de roca.

A partir de ese momento todo resultó fácil.