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Jim sonrió. El Bellagio era uno de los hoteles con casino más lujosos de Las Vegas, una perfecta reproducción de un rincón del lago de Como, Italia. Probablemente iban a Nevada a pasar unos días de sex-craps-and rock'n roll, si bien, a juzgar por su aspecto, lo más seguro era que el rock no les importara un ardite.

Las Vegas era un lugar donde cada pie encontraba la horma de su zapato, y viceversa. Incluso el más grande entraba en la más estrecha. Bastaba con disponer del lubricante adecuado.

El dinero.

Jim ya no sufría la obsesión del dinero. Para él no representaba poder, conquista, o una vida colmada de lujos. Sin embargo, era el único modo que conocía para poder comprar la libertad.

Y para él la libertad, en cierto momento, había significado marcharse de allí, de esa vida estancada que terminaba a las nueve de la noche, de las canciones llenas de monturas y vaqueros, de la ropa que olía a humo de las barbacoas, del polvo del desierto que entusiasmaba a los turistas y amargaba la existencia a los que se hallaban obligados a vivirlo.

Se había dado cuenta de que ese lugar siempre había sido su prisión. Pero había logrado salir y ahora vivía en Nueva York, pilotaba el helicóptero privado de un hombre de negocios por el cielo de Manhattan y conducía por las carreteras un flamante Porsche Cayman S.

Llegó a la terminal y pasó por las puertas de vidrio. Dentro, aire acondicionado y penumbra. Mientras atravesaba el vestíbulo, se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo de la camisa Ralph Lauren. A su derecha había una fila de personas que hacían cola para el check-in. Un niño de unos cinco años, que se hallaba de pie junto a su madre, levantó la cabeza y lo miró a la cara. Su voz tenía el tono agudo del asombro infantil.

– Mira, mamá, ese hombre tiene un ojo verde.

La madre, una mujer alta y guapa, con los mismos ojos y cabellos oscuros del hijo, se volvió de golpe y se agachó frente al niño:

– Dickie, no queda bien señalar a las personas con el dedo.

Y mucho menos gritar así en medio de la gente.

Tras reprender al hijo, la mujer volvió la mirada hacia Jim. Se encontró ante un hombre de unos treinta y cinco años, físico atlético, rostro bronceado, rasgos perfectos y largo pelo negro.

– Disculpe usted. Yo…

Las palabras se quedaron en su garganta. Los ojos que miraba eran uno de esos caprichos de la naturaleza que a veces surten un efecto perjudicial en el aspecto físico de una persona, pero en aquel caso resultaban extremadamente fascinantes. Jim Mackenzie tenía de nacimiento el ojo izquierdo negro, y el derecho de un verde azulado que recordaba el agua de ciertos mares tropicales.

La mujer se levantó, un poco incómoda. Su expresión de culpa era evidente, aunque quizá ni siquiera se diera cuenta. Su mirada era la de una persona que se halla de repente ante un intento de hipnosis.

– Le pido disculpas. Verá, Dickie es un niño muy vivaz, y a veces…

– No hay problema, señora. ¿No es así, Dickie?

Sonrió al niño sin prestar mucha atención a la madre. El niño recobró la confianza y devolvió la sonrisa. Jim se sintió autorizado a seguir su camino. Se alejó mientras sentía a sus espaldas la mirada punzante de la mujer. Un juego viejo como el mundo, pero para algunos todavía agradable de jugar.

Jim estaba acostumbrado desde hacía tiempo al efecto que causaba en las representantes del otro sexo. Desde que tomó conciencia de ello, era su arma, una pequeña revancha por su condición de niño nacido y criado al borde de una reserva navajo, hijo de un padre blanco y una madre perteneciente a la más numerosa etnia indígena de Estados Unidos.

Alguien en algún lugar había dicho que los ojos son el espejo del alma. Tal vez en su caso había acertado de lleno. Su mirada era en esencia el reflejo de su existencia. Desde que tenía memoria se sentía un ser dividido, que caminaba por el centro del río sin experimentar verdadero interés por ninguna de las dos orillas. Se sentía atraído por las dos, y al mismo tiempo rechazado, sin pertenecer realmente a ninguna.

Un hombre que no era blanco ni rojo, un hombre en el cual ni siquiera los ojos lograban ser del mismo color.

Abrió la puerta de vidrio que daba al exterior y dejó sus pensamientos en la frescura y la penumbra del edificio.

Fuera volvió a encontrar el sol y a Charles Owl Begay.

El viejo navajo estaba de pie al lado de un Voyager blanco que llevaba en un costado el logotipo del Cielo Alto Mountain Ranch. Cuando lo vio, su cara, surcada por las arrugas del tiempo y la intemperie, no cambió mucho de expresión.

Solo los ojos oscuros y hundidos revelaban que le agradaba verlo.

– Bienvenido a casa, Táá' Hastiin.

Jim sonrió al oír su nombre indígena pronunciado por el viejo con el sonido gutural y aspirado del lenguaje navajo. En realidad, entre los diné, como se autodenominaban los navajos, había desaparecido la costumbre de tener un nombre indígena, como antaño. Ahora ya no había halcones ni águilas ni osos. Nombres como Agua Que Corre o Lluvia En La Cara o Caballo Loco pertenecían ya a la literatura, a la cinematografía, a la fantasía de algún niño o a la curiosidad insaciable de algún turista.

En su caso, las cosas habían ido de un modo algo distinto. El día en que nació, su abuelo lo cogió de los brazos de la madre y lo observó largo rato. Después, lo alzó un instante en el aire, frente a sí, como en ofrenda a quién sabe cuál de los antiguos dioses, y predijo que en ese niño habría tres hombres: un hombre bueno, un hombre fuerte y un hombre valiente. Tal vez la profecía no se había cumplido, pero el nombre había quedado.

Táá' Hastiin.

Tres Hombres.

Jim abrazó al hombre que se hallaba de pie frente a él y respondió en la misma lengua:

– Yá' át'ééh, bidà’í.

Bidá'í era una palabra que en el complicado lenguaje de los navajos designaba al tío materno. Y era el modo como Jim llamaba desde niño al viejo amigo que había ayudado a su abuelo a criarlo. Al oírlos hablar, unos ancianos que bajaban de un autocar para entrar en el vestíbulo del aeropuerto los miraron con curiosidad. Hasta a eso estaba acostumbrado Jim. No obstante, si se hubiera quedado allí, habría sido siempre una persona difícil de catalogar, alguien a quien la gente de fuera habría mirado como a un pez en un acuario. En cambio, en el lugar donde vivía ahora, su ascendencia indígena añadía una exótica diferencia a los ojos de ese mismo tipo de gente.

– ¿Has tenido un buen viaje?

– Sí, el vuelo de Nueva York a Las Vegas ha sido bueno. Después conseguí un viaje gratis con uno de los chavales de abajo, en Quartermaster.

– Ayóó tó adhdleehí. Qué bien.

El viejo respondió mientras hacía deslizar la puerta lateral del Voyager. Jim arrojó la bolsa de viaje sobre el asiento posterior, abrió la puerta y se sentó en el lugar del acompañante. Mientras tanto Charlie había pasado al otro lado para ponerse al volante. Aquel, para Jim, era sin duda el día de sentirse pasajero.