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Todos se dieron cuenta en un segundo de qué significaban las palabras de April. Pero no lograron pronunciar siquiera una sílaba, porque fuera, en alguna parte, un perro empezó a aullar. Jim entendió enseguida lo que estaba sucediendo y se levantó de golpe, como si de repente se hubiera prendido fuego en el sofá.

– Ese es Silent Joe. ¿Dónde está Seymour?

También April se puso de pie de un salto.

– En su habitación.

– ¿Dónde queda?

– Por allí.

Se precipitó hacia el pasillo, al fondo de la sala, a toda la velocidad de que era capaz. Jim la siguió. Aquel breve trayecto por el interior de una pequeña casa le pareció la distancia más grande del mundo.

April llegó a una puerta y la abrió de par en par. Se asomó dentro para encender la luz. Jim, a su lado en el umbral, sintió en el mismo momento la protección y la presencia de Charlie a sus espaldas. Cuando consiguió mirar la habitación, por primera vez en su vida tuvo la certeza de que era posible enloquecer de angustia.

Ante sus ojos apareció el cuarto normal de un niño de diez años, con colores y carteles en las paredes, ruedas de patines a la vista, juguetes y ropas ordenadas en una silla. En la pared frente a la puerta, una cortina ondeaba ante una ventana abierta.

En el centro de la habitación, la cama de Seymour estaba vacía.

Fuera, el perro seguía aullando.

41

Mientras subía hacia el Ranch, Alan no podía dejar de pensar. Iba hundido en el asiento posterior del coche y a cada salto de la suspensión oía el tintineo metálico de las muletas al chocar la una contra la otra. Las había apoyado a un costado para poder tocarlas con solo tender la mano. Eran el recuerdo de su estado, su ser presente en sí mismo, sus apuntes de viaje.

Alrededor, la vegetación era un dibujo abstracto iluminado por el paso de unos pocos faros, cuya luz apenas era suficiente para crear penumbra y dejar espacio a la imaginación. Había fantasmas por todas partes, fuera y dentro de ese vehículo demasiado bruñido que dejaba una estela de polvo que pronto la oscuridad engullía. Y la verdad que poco antes le había revelado Jim acerca de lo ocurrido en el pasado no había hecho más que definirlos de nuevo.

Habían acontecido demasiadas cosas, y todas muy seguidas. Intentaba con esfuerzo poner su cerebro en condiciones de poder aceptar y catalogar. Por mucho que tratara de concentrarse solamente en una, su mente seguía abierta y víctima de hechos que se habían sucedido a un ritmo contra el cual parecía no haber defensa. Por momentos todo le resultaba tan absurdo, luego confuso y después increíble. Apenas había pasado una sensación, todo comenzaba otra vez. April y sus consejos de amiga y de mujer, el nuevo Jim angustiado por una inexplicable alarma de muerte, y su padre en el centro de esa conversación grabada.

Y además, Swan.

No cesaba de repetirse que lo que estaba haciendo era un error. Por la hora, por el hombre que era, por la mujer que era ella, por la ilusión que perseguía. Y sin embargo, durante ese trayecto, por primera vez después de tanto tiempo se sentía de nuevo vivo. Veía ante sus ojos el último encuentro de ambos con la claridad del presente. Oía en su mente las palabras pronunciadas como si estuvieran resonando en ese preciso instante en el interior del coche.

«Entonces ¿puedo regresar, alguna vez?»

«Swan, está todo bien. Éramos jóvenes y cometimos errores. Tú, Jim, yo. El único perdón que debes buscar es el que viene de ti misma. No hay nada por lo que debas pagar. No hay nada que te obligue a volver.»

«¿Y si lo hiciera porque me complacería?»

Recordaba sus ojos húmedos mientras daba media vuelta y se marchaba, cuando habría querido levantarse, seguirla, abrazarla y enjugar esas lágrimas para ahora y para siempre. Si levantarse no hubiera significado acercársele caminando a gatas con la humillación de un animal herido. Si levantarse no hubiera conllevado el riesgo de caer, todavía y de nuevo, en todos los sentidos.

Tin, tin…

El ruido de las muletas borró el rostro de Swan y la sensación de vacío que experimentaba cada vez que la miraba y pensaba en ella. Llegaron las palabras de April, con su angustia encerrada en una línea telefónica, que habían producido, en su sencillez, un vacío aún más grande, una insaciable hambre de aire, como al asomarse jadeante al borde de un precipicio cuando las rocas del fondo son una llamada y un aviso de peligro al mismo tiempo.

«No cometas el error contrario. No confundas el amor con la compasión.»

Realmente habían ocurrido demasiadas cosas. Demasiadas cosas y demasiadas heridas. Necesitaba creer en las palabras de April y en lo que habían visto sus ojos, que por temor no se habían atrevido a juzgarlo posible. Lo necesitaba aun cuando todo durara solo el tiempo de ese trayecto. En aquel momento y en aquel coche se sentía más vivo al pensar en Swan que en todos los años transcurridos sin verla.

Cuando llegaron ante el cartel del Ranch, Jonas condujo el gran Bentley Continental hasta la bifurcación de la derecha sin perder velocidad ni adherencia.

Tin, tin…

– ¿Todo bien, señor Wells? ¿Prefiere que disminuya la velocidad?

Alan intuyó, más que vio, los ojos de su chófer que lo espiaban por el espejo retrovisor.

– No, Jonas. Así está perfecto.

El hombre sentado al volante no añadió nada más y volvió a concentrarse en el camino. Alan se quedó un instante observando su silueta robusta en la penumbra del coche. Era una persona valiosa, tanto como chófer cuanto como ayuda para un hombre en sus condiciones. Además de la habilidad y la experiencia de su pasado de enfermero, poseía la suficiente sensibilidad para entender cuándo podía hablar y cuándo debía callar.

Era un don valioso, y aquella, una ocasión en la que se apreciaba.

Todavía faltaba un tramo más de aquel caminó que parecía sin fin pero que encerraba el terror de que terminara. De que llegara el momento de encontrarse frente a Swan, sin saber en realidad qué decir ni qué hacer.

Sin saber, sobre todo, qué diría o haría ella.

Llegaron a las cercanías del Ranch y la valla empezó a correr al costado del coche. Hacía mucho tiempo que Alan no iba por allí, y le asombró comprobar cuánto lo habían ampliado.

Realmente, Cohen Wells hacía las cosas a lo grande.

«Tanto en el bien como en el mal.»

Jonas aminoró la marcha y detuvo el Bentley Continental en el aparcamiento reservado al personal. Se apeó del vehículo, sin apagar los faros, y fue a abrir la puerta del lado de Alan para ayudarlo a bajar. Alan apenas se había puesto en pie, cuando una hombre salió de la sombra para apostarse junto al capó del coche.

– Buenas noches, señores. ¿En qué puedo ayudarles?

Alan se dio cuenta de que era uno de los vigilantes del servicio de seguridad. En el campamento nunca había habido ningún problema, pero a los huéspedes les agradaba pensar que había alguien que velaba sus sueños. El hecho de que el sujeto hubiera aparecido en cuanto llegó el vehículo significaba que el servicio bien valía el gasto.

Alan se acomodó las muletas bajo los brazos y avanzó hacia el hombre, poniéndose entre este y Jonas.

– Buenas noches. Soy Alan Wells y…

El agente no le permitió concluir.

– Discúlpeme usted, señor Wells, no lo había reconocido. ¿En qué puedo serle útil?

Alan lo miró mejor, bajó la luz de los faros. Tenía más o menos su edad y los rasgos propios de un chico sano de Arizona. Era alto, de pelo claro, y la chaqueta oscura del uniforme dejaba adivinar un físico atlético. A un costado llevaba una funda con una pistola automática que en la penumbra Alan no supo reconocer. Su voz rebosaba de auténtica admiración. Alan tuvo la clara impresión de que se debía a su pasado de soldado y no al hecho de ser el hijo del dueño.

Tomó esta impresión como una señal de buen augurio.

– ¿Cómo te llamas?

– Alan, señor. Como usted.