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También este detalle insignificante fue catalogado en la columna de los elementos a su favor.

– Tengo que ver a una persona que se aloja aquí.

Si pensó en la hora avanzada, «Alan como usted» no lo dejó traslucir. Y menos aún objetó nada.

– ¿Sabes cuál es la cabaña de la señorita Gillespie?

– Pues claro. Acaba de llegar.

– ¿Acaba de llegar?

«Alan como usted» se encogió de hombros.

– Fue al aeropuerto de Phoenix a recoger a su prometido, que volvía de Los Angeles en el vuelo de medianoche. El señor Freihart le propuso mandar un vehículo del Ranch, pero ella insistió en ir personalmente.

Hizo una pequeña pausa, justo el tiempo para considerar qué rara era la gente del cine.

– Tal vez no me incumba, pero cuando llegaron discutían bastante acaloradamente. Tuve que pedirles que bajaran la voz, para que no molestaran a los demás huéspedes.

Alan permaneció en silencio. Luego se dirigió a Jonas.

– Creo que será mejor que regresemos a casa.

El chófer se acercó un paso, para ponerlo al resguardo de la mirada del vigilante.

– Señor Wells, ¿puedo permitirme unas palabras?

– Por supuesto.

Jonas bajó el tono de voz lo suficiente para que solo lo oyera Alan.

– Tal vez me cueste el empleo, pero debo decirle lo que pienso. Hemos recorrido varios kilómetros para llegar hasta aquí. Supongo que un hombre como usted no querrá dejarse intimidar por unos pocos pasos más.

Alan dedicó un momento a sopesar las palabras de su chófer. Luego se descubrió sonriéndole en la penumbra. Jonas tenía razón. No había hecho todo ese camino para dejarse intimidar. Además, pensándolo bien, no se sentía intimidado en absoluto.

– Creo que seguiré tu consejo, Jonas. Lo que significa que no te costará el empleo.

El hombre respondió con otra sonrisa en la oscuridad.

– Muy bien, señor Wells. No esperaba menos de usted.

Alan se volvió hacia el vigilante, que aguardaba de pie el final de la conversación, que para él solo era una serie de murmullos indefinidos.

– ¿Sabes cuál es la cabaña de la señorita Gillespie?

– Pues claro.

– ¿Te molestaría acompañarme?

– En absoluto. Es un poco lejos. Por motivos que usted comprenderá, a la señorita Gillespie se le ha dado la cabaña más grande y aislada, para garantizarle la máxima intimidad.

Se volvió y se encaminó hacia el campamento.

– Por favor, sígame usted.

Cruzaron en silencio el patio que se extendía frente a la Club House, iluminado solo por unas débiles luces colgadas encima de las puertas de los bungalows. Avanzaban con calma, porque los dos hombres que lo acompañaban habían adecuado el paso a la marcha de Alan. Mientras las veía pasar a los costados, Alan pensó que cada puerta cerrada era un dormir y cada dormir era un sueño. Y que para cada sueño había un despertar. Se preguntó cómo sería el suyo. Subieron, pasaron el grupo de hogan y pocos minutos después llegaron a una cabaña situada sobre una elevación que de día ofrecía una espléndida vista de la montaña.

Dos ventanas estaban iluminadas. Y desde el interior se filtraban voces que superaban la barrera de los cristales y la puerta de madera.

Alan fue hacia la entrada de la elegante construcción, diseñada con esmero para darle un aspecto primitivo. Sus dos acompañantes lo dejaron en el límite del terreno delimitado a los lados por una valla de madera, y a partir de ahí continuó solo. Llegó a la puerta a fuerza de muletas, al tiempo que oía cómo los sonidos indistintos aumentaban de volumen hasta convertirse en palabras. Se quedó en el umbral, a la espera y escuchando, avergonzado por lo que hacía, aunque permaneció allí.

Era la voz de un hombre la que se oía dentro. Pronunciaba entre dientes palabras llenas de ira y resentimiento.

– Vendrás a Los Angeles conmigo. Ya he invertido demasiado dinero en este asunto. No permitiré que un estúpido capricho eche por la borda meses de trabajo.

Precisa y puntual, una respuesta. Esta vez era la voz de Swan. Alan, desde fuera, la sorprendió cargada de determinación.

– Ya te he dicho que no iré.

De nuevo la voz masculina.

– Pero vendrás, aunque tenga que llevarte a rastras. Tienes un contrato conmigo y lo respetarás. No me interesan para nada tus motivos. Pero no cometas el error de ponerme en medio. Si quieres follarte a ese hombre a medias, en lo que a mí respecta eres libre de hacerlo, pero…

La voz se interrumpió de golpe, callada por el sonido seco de una bofetada. Luego otra frase entre dientes.

– Furcia de mierda.

Y al final la reacción violenta. Swan soltó un gemido sofocado y poco después se oyó el ruido de un cuerpo que caía arrastrando consigo una silla.

Alan se apoyó en la muleta izquierda y con la mano derecha tanteó el picaporte. La llave no estaba echada. Empujó la puerta, que se abrió con violencia, hasta golpear con un ruido seco contra la pared.

Vio a Swan caída en el suelo, protegiéndose la cara con una mano, y a un hombre inclinado sobre ella que le tiraba de un brazo tratando de ponerla en pie. Era Simon Whitaker, a quien Alan había visto muchas veces en los periódicos. Y en sus peores pensamientos, desde que era la pareja de Swan.

Alan dio un par de pasos y entró en la sala.

Cuando lo vio, el semblante de Swan se iluminó.

– ¡Alan!

Whitaker soltó el brazo de la muchacha y avanzó para encararse a él.

– Sólo nos faltaba este tullido.

Se acercó a Alan echando espuma por la boca.

– Vete ahora mismo de aquí, cabrón inútil.

De repente, Alan le pegó. Se apoyó en la muleta izquierda, dejó caer la derecha y con toda la furia de que era capaz propinó un puñetazo en medio de aquella cara congestionada de ira que tenía delante. Todos aquellos meses de ejercicio usando exclusivamente los brazos lo habían robustecido y aumentado su fuerza. Sintió que su puño se hundía en la carne y oyó el ruido seco de la nariz al partirse. Vio que el hombre se tambaleaba, se llevaba las manos a la cara y caía hacia atrás.

Alan no pudo frenar su ímpetu y perdió el equilibrio. La muleta se le resbaló del brazo y se desplomó sobre el cuerpo del hombre al que acababa de golpear. Había actuado por instinto, sin razonar. Rogó que el otro no tuviera la posibilidad ni la voluntad de reaccionar, pero pronto se desengañó. Simon Whitaker era un hueso duro de roer. Pese a que el puñetazo le había quitado el aliento, encontró fuerzas para levantarse. Se puso a horcajadas sobre el cuerpo de Alan y le bloqueó los brazos bajo el peso de las rodillas. Sin darle la menor oportunidad de defensa, le asestó un terrible revés.

Luego apretó sus manos alrededor del cuello. Alan sentía el calor de su aliento y las gruesas gotas de sangre que caían de la nariz rota y le ensuciaban la cara.

– Ahora se te pasarán las ganas de hacerte el héroe, maldito capullo.

Oyó la voz de Swan que llegaba desde muy lejos.

– ¡Simon, suéltalo! ¡Déjalo en paz!

A Alan le costaba respirar. Si no hacía algo, pronto ya no sería capaz de reaccionar. Arqueó la pelvis hasta donde podía y forcejeó hasta liberar el brazo derecho. Levantó la mano hacia la cara de Simon y cogió entre los dedos índice y medio la nariz fracturada. Apretó con toda su fuerza, al tiempo que imprimía una rotación a la derecha y luego a la izquierda. Lo que quedaba del cartílago se deshizo, mientras con un grito el hombre se echaba hacia atrás y lo liberaba del todo.

Simon Whitaker se puso en pie tambaleante. La sangre le salía a chorros de la nariz y empapaba su camisa. El dolor debía de ser muy fuerte, pero la ira lo anestesiaba. Recorrió el lugar con la mirada hasta encontrar lo que buscaba. Sobre una mesa de madera situada a sus espaldas había una botella de whisky. La cogió y la rompió contra el borde. En la sala hubo una explosión de vidrio y líquido. Luego Alan vio que avanzaba hacia él con el pedazo de botella afilado y cortante centelleando en el puño.