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– Se fue a Palestina en busca de su hija.

– ¿A Palestina? Pensé que Hannah había ido a parar a un asilo para huérfanos en Inglaterra.

– Subestima a Jonas Stern -dijo Leibovitz-. Dejó a Hannah al cuidado de una familia judía en Londres, pagándoles con los diamantes que le habían dado Rachel y su padre. Ganó un montón de medallas combatiendo en Francia con los ingleses y después con la Brigada Judía. Después volvió a Palestina para expulsar a los ingleses y los árabes. Llevó a Hannah con él.

– Qué le parece. ¿Y Rachel los encontró?

– Con ayuda de Avram. Los dos viajaron de Suecia a Palestina en el invierno de 1945. Hannah vivía con Jonas y su madre en Tel Aviv.

– Dios mío. ¿Cree que Rachel y Stern eran amantes? Leibovitz sonrió:

– No lo sé. Compartieron la casa durante varios años y criaron a Hannah, pero no se casaron. Tengo entendido que Stern pasaba muchísimo tiempo en viajes a distintas partes del mundo. Era un combatiente nato. Pasó por todas las ramas de la inteligencia israelí. Rachel acabó por casarse con otro. Hannah ya es una mujer madura, ha pasado los cuarenta. Jan vive en Tel Aviv y es abogado, como su padre.

– ¿Y Avram?

– Murió hace veinte años, a los ochenta y seis.

Me perturbó la sensación del tiempo dislocado. En mi mente, Avram Stern tenía cincuenta y seis años; Hannah Jansen era una criatura de dos.

– ¿Cómo lo sabe? -pregunté-. ¿Mi abuelo se comunicaba con toda esa gente?

– Sí. No muy seguido, pero lo suficiente para estar al tanto de lo más importante. Cada dos o tres años recibía una carta de Stern. En general llegaba de algún confín de la Tierra.

En silencio meditabundo, traté de comprender todo lo que había escuchado. El hombre que me había criado -el abuelo que yo creí conocer toda mi vida- en realidad era alguien muy distinto. Leibovitz tenía razón. El relato cambiaría mi manera de ver las cosas. Cuántas canas había visto en la calle o en la sala de guardia del hospital, sin pensar que alguna vez habían pilotado un avión averiado en la oscuridad sobre Alemania o se habían ocultado en una zanja llena de agua helada mientras las tropas SS rastrillaban el bosque.

– El resto de la historia es menos feliz -prosiguió-. Menos de la mitad de las mujeres y los niños que escaparon en el camión sobrevivieron a la guerra. He tratado de rastrearlos durante años. La vida en los bosques de la Polonia ocupada era sumamente dura. Algunos se toparon con grupos de partisanos hostiles. Otros murieron de enfermedad o de inanición. Así eran las cosas. La fuga más espectacular de la guerra se produjo en el campo de condenados de Sobibor. Trescientos atravesaron las alambradas, pero apenas un puñado sobrevivió a las minas y ametralladoras de los SS.

– ¡Diablos! -Por fin comprendía la confusión de mi abuelo. -¿Valió la pena, rabino? ¿Se confirmaron las conjeturas de mi abuelo? ¿Hasta qué punto era cierto lo que les dijo el general Smith?

Leibovitz se enderezó en su asiento.

– La misión tuvo un costo muy alto, sí, pero a pesar de las vidas perdidas yo creo que valió la pena. Era verdad que Heinrich Himmler trataba de convencer a Hitler de que empleara gases neurotóxicos para repeler la invasión. Pero después de la incursión sobre Totenhausen, no le quedó más remedio que creer lo que el general Smith quería que creyera. Las pruebas estaban a la vista: los Aliados tenían gases neurotóxicos y los habían usado. Habían echado a perder el proyecto largamente acariciado por Himmler en la víspera de la gran demostración ante el Führer. Entonces, una de dos: informaba a Hitler sobre la devastadora incursión y aceptaba la humillación de reconocer un error, y para colmo que los saboteadores aliados habían penetrado en una instalación ultrasecreta de las SS, o bien…

– Ocultaba todo.

– Efectivamente.

– ¿Cómo lo hizo?

– Magnificó el efecto de las bombas lanzadas por los Mosquito. ¿Quién lo desmentiría? Del pueblo de Dornow quedaba apenas un cráter en la nieve. La usina estaba destruida. Al día siguiente de la partida de su abuelo, Himmler hizo demoler Totenhausen y enterrar los escombros.

– ¡Dios mío!

– Estuve ahí, Mark. Hace cuatro años, fui con un grupo de rabinos a conocer los campos de concentración. Me aparté del grupo para ir a Dornow y de allí fui al lugar entre las colinas y el río.

– ¿Qué encontró?

– Nada. Un campo baldío, accidentado, y el río que pasaba. Dije un kaddish y me fui. -Leibovitz se rozó el mentón con un dedo: -Algo de justicia hubo. El diario de Anna sirvió de prueba en los juicios de los infames médicos nazis. Uno de los asistentes de Brandt estaba ausente del campo el día del ataque. Lo condenaron a la horca, gracias en gran medida a las pruebas del diario.

– ¿Y los testimonios de las judías? ¿Rachel no pudo llevárselos?

Leibovitz sonrió con tristeza:

– Serla tan hermoso pensar que así fue. Pero en esa noche de horror, nadie pensó en otra cosa que la supervivencia.

– Si Frau Hagan hubiera estado viva…

– Tal vez. Pero quedaron otros testimonios escritos. Después de la guerra aparecieron diarios como ese ocultos en cacharros, frascos, enterrados bajo las tablas de las cuadras. Algunos…

Por primera vez los ojos del rabino se humedecieron. Echó la cabeza hacia atrás, parpadeó y se hundió en sus pensamientos.

Tomé la Cruz Victoria del piso.

– Creo que empiezo a entender -dije-. Lo que ocurrió en Totenhausen no tuvo nada que ver con la gloria.

– En el sentido convencional, no. Pero Winston Churchill sí lo creía. Le entregó la condecoración a Mac en un encuentro a solas al terminar la guerra. -El viejo juntó las manos con fuerza, luego tomó la copa de coñac y bebió un sorbo. -Me he preguntado si esa medalla es auténtica. Como le dije, el único norteamericano que la recibió anteriormente fue el Soldado Desconocido. Se supone que no se debe otorgarla a un civil. La más alta condecoración británica que se otorga en esos casos es la Cruz Jorge; Jonas Stern la recibió por la misión a Totenhausen. Pero tiene que ser auténtica. Estoy convencido de que Churchill estimaba a su abuelo, Mark. Creo que sentía un respeto profundo por él y por sus ideales. Veía en él lo mejor de Estados Unidos. Y Mac dio mucho de sí a Inglaterra. Fue allá en 1940, mucho antes del ataque japonés a Pearl Harbor. -Leibovitz dejó la copa. -A su vez, Mac respetaba a Churchill. Éste le pidió que conservara el secreto de CRUZ NEGRA, y como usted bien sabe, Mac respetó ese deseo hasta la muerte. Una vez me dijo que apreciaba la nota de Churchill mucho más que la Cruz.

El rabino se puso de pie y fue a la biblioteca de mi abuelo.

– En 1991 sufrimos una especie de conmoción -dijo, mientras recorría lentamente las hileras de libros-. Mac y yo estábamos en mi casa, mirando la CNN. Estaban por lanzar La Tormenta del Desierto, y vimos una escena en que instruían a los soldados para inyectarse con atropina si los atacaban con gases tóxicos. El locutor dijo que el arma más temida del arsenal iraquí era el Sarin.

– ¡Dios mío!