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– ¡Mi querido general, bienvenido! -exclamó Churchill. Se adelantó y le estrechó la mano con auténtico entusiasmo norteamericano. Su bata roja, negra y dorada contrastaba con el sencillo uniforme verde oliva del general norteamericano.

– Señor Primer Ministro -respondió Eisenhower-. Qué placer inesperado.

Los ojos de ambos hombres intercambiaron mensajes. Las conferencias del mes anterior en El Cairo y Teherán habían sido tensas. A menos de cinco meses de la fecha fijada para la invasión, Churchill aún tenía dudas sobre la conveniencia de invadir Francia a través del Canal de la Mancha; él prefería atacar Alemania a través de lo que llamaba el "vientre blando" de Europa. Eisenhower, flamante comandante supremo de la fuerza expedicionaria aliada, aún no se acostumbraba a las prebendas del poder y a imponer su voz en materia de estrategia.

– Espero que no haya tenido problemas en el trayecto desde Londres.

Eisenhower sonrió.

– La niebla en Chesterfield Hill era tan espesa que Butcher tuvo que bajar del auto y guiarnos con su linterna. Pero llegamos, como ve.

Cruzó la oficina para estrechar respetuosamente la mano del general Smith, a quien conocía desde 1942. Presentaron a todos menos al mayor de inteligencia norteamericano, callado y rígido como la armadura medieval que flanqueaba la puerta.

Churchill tomó su habano semiconsumido del cenicero y fue a su escritorio. No se sentó. Estaba en su ambiente -su medio parlamentario-, de pie, hablándole a un auditorio cautivo pendiente de sus palabras. Tomó un objeto pequeño y lo sostuvo en la palma de la mano. Parecía una figura de vidrio.

– Señores -dijo-, el tiempo es escaso y el asunto, grave. Seré breve. Los nazis -pronunció la palabra en un tono que trasuntaba desdén y a la vez la gravedad de la amenaza- resucitan algunos de sus viejos trucos. Y están inventando algunos nuevos. En momentos en que la marea parece volcarse inexorablemente en favor de nosotros, incluso diría en el mismo umbral de la invasión, el bárbaro alcanza nuevas cimas de espanto. Aparentemente, en su intento de evitar la catástrofe, ha resuelto que ningún horror científico es demasiado pavoroso.

Aunque estaba acostumbrado a la retórica florida de Churchill, Eisenhower lo escuchaba absorto. Venía del norte de África, pasando por Washington, y le interesaba cualquier novedad sobre el teatro europeo.

Churchill jugaba con el objeto de vidrio que tenía en la mano.

– Antes de continuar, debo recordar que esta reunión oficialmente no sucedió. Nadie debe mencionarla en su diario íntimo. Incluso violaré mi regla inviolable. Nadie firmará el libro de huéspedes al salir.

Eisenhower estaba harto de prólogos.

– Señor Primer Ministro, ¿de qué diablos está hablando?

Churchill alzó el objeto de vidrio. Era una ampolla diminuta.

– Señores, si yo rompiera esta ampolla, en menos de un minuto todos los presentes estaríamos muertos.

Así era Churchilclass="underline" el gesto dramático, la voz apocalíptica.

– ¿Qué diablos es eso? -preguntó Eisenhower.

El Primer Ministro mordió el habano y bajó su cabeza redonda con gesto desafiante:

– Gas.

– ¿Gas tóxico? -preguntó Eisenhower, entrecerrando los ojos.

El Primer Ministro asintió lenta, deliberadamente, y se quitó el habano de la boca.

– Y no esa porquería que nos sofocaba durante la última guerra, aunque ya era bastante malo. Esto es totalmente nuevo, absolutamente monstruoso.

Eisenhower se preguntó si Churchill, al mencionar los ataques con gases tóxicos, aludía veladamente al hecho de que no había combatido durante la Primera Guerra Mundial. En esa época era instructor de tanquistas en Pennsylvania. Si Churchill quería meter el dedo en la llaga, lo había conseguida.

– ¿Qué clase de gas? -preguntó secamente.

– Lo llaman Sarin. Y es un milagro que estemos enterados. Eso se lo debemos a Duff Smith. -Churchill miró al jefe manco del SOE, quien se paró al instante. -Adelante, general.

Duff Smith, veterano curtido del regimiento Cameron Highlanders, habló serenamente:

– Hace treinta días -empezó, con un deje del cantarín acento escocés-, confirmamos nuestras peores sospechas sobre el desarrollo de la química alemana. No sólo realizan investigaciones intensas desde antes de la guerra, sino que han producido gases nuevos y los almacenan por todo el país.

– Un momento -interrumpió Eisenhower-. Nosotros hacemos lo mismo, ¿no?

– Sí y no, general. Nuestros proyectos no empezaron en serio hasta que descubrimos cuánto habían avanzado los alemanes entre las dos guerras. Y le digo francamente que nos llevan ventaja.

– ¿Son agentes neurotóxicos? -preguntó el mayor de inteligencia, que abría la boca por primera vez-. Hace tiempo que sabemos sobre el Tabun.

– Hablamos de algo cualitativamente peor -contestó Smith con cierto fastidio-. El indicio más grave es que los nazis acaban de reanudar los experimentos con estos gases. Usan prisioneros en los campos de concentración de la SS en Alemania y Polonia. Estos experimentos han provocado la muerte del cien por cien de los sujetos utilizados. Creemos que los alemanes se preparan para usar el gas contra nuestras tropas de invasión.

Eisenhower miró rápidamente al capitán de fragata Butcher.

– ¿Dijo que la tasa de mortalidad es del cien por cien? -preguntó el mayor del ejército-. ¿Y que las muertes se debieron exclusivamente al gas?

– Cien por cien -asintió Smith-. Hace treinta días, la resistencia polaca pudo sacar una muestra de Sarin de un campo en el norte de Alemania. Dos días después entregamos la muestra a uno de los especialistas en armas químicas de Lindemann en Oxford.

Esta vez interrumpió Eisenhower.

– Creía que el laboratorio de armas químicas inglés estaba en Portón Down, en la llanura de Salisbury.

– Las instalaciones principales están ahí -respondió Smith-. Pero tenemos científicos en otros laboratorios. Es una manera de asegurar la integridad del personal.

– Me parece que el profesor Lindemann es el más idóneo para informarnos sobre los detalles técnicos. Profe, por favor.

El célebre científico lidiaba con una vieja pipa que se negaba obstinadamente a encenderse. Lo intentó por última vez y, para su sorpresa, lo consiguió. La chupó varias veces con expresión reconcentrada antes de mirar a los norteamericanos.

– Esteee… sí. Ustedes recordarán que durante la Gran Guerra, los alemanes clasificaban sus agentes químicos con un sistema de cruces. Cada garrafa o proyectil de gas llevaba una cruz, cuyo color correspondía al tipo de gas que contenía. Había cuatro colores. La cruz verde indicaba los gases asfixiantes, sobre todo el cloro y el fosgeno. La blanca correspondía a los irritantes o lacrimógenos. La cruz amarilla se usaba para los gases que provocan ampollas como el mostaza, y la azul para los que bloqueaban la respiración molecular: cianuro, arsenamina y monóxido de carbono.