Выбрать главу

Con el torso desnudo volvió a su cuarto, una habitación sin vida. Una cama, un armario, un montón de raíles desmontados y trenes en miniatura, en un rincón. La radio-despertador cuya melodía no había oído desde hacía una eternidad indicaba las 3:07.

Pronto sería la hora.

Sentado con las piernas cruzadas, se situó en medio del colchón y esperó. Sus párpados temblaban. Su mirada estaba clavada en las cifras rojas y agresivas.

3:08… 3:09… Sharko llevó contra su voluntad la cuenta atrás de los segundos mentalmente: 60, 59, 58, 57… Un ritual del que le era imposible deshacerse, que se repetía cada noche, como una ola. El infierno en lo más hondo de su cerebro quemado.

La cifra de los minutos cambió.

3:10. La impresión de una explosión, del final del mundo.

Un año y dieciséis días antes, a esa misma hora, había sonado su teléfono. Aquella noche tampoco dormía. Recordó entonces la voz masculina, procedente del laboratorio de la policía científica de Poitiers, que le anunció lo peor. Unas palabras surgidas de ultratumba, que restallaron como el viento de un tornado: «Los resultados son concluyentes. Los análisis comparativos del ADN de Lucie Henebelle y de la víctima carbonizada en el bosque son positivos. Se trata por tanto de Clara o de Juliette Henebelle, pero de momento no tenemos manera de saber más. Lo lamento».

Con gesto fatigado, Sharko se deslizó bajo las sábanas y se las subió hasta el mentón, con la triste esperanza de tratar de dormir dos horas, tal vez tres. Lo suficiente para sobrevivir. Sólo quienes verdaderamente sufren de insomnio saben lo largas que son las noches y cómo gritan los fantasmas. Los ruidos de la noche que resuenan… Y luego, los pensamientos que arden en el cerebro… Para vencer esa tortura, el veterano policía lo había probado casi todo, en vano. La inmovilidad, los somníferos, la sincronía respiratoria, incluso la práctica de deporte hasta desfallecer de fatiga. El cuerpo se doblegaba, pero no la mente. Y se negaba a ver a un psiquiatra. Estaba harto de todos esos médicos que ya lo habían tratado durante muchos años por su esquizofrenia.

Nunca, nunca tendría paz.

Cerró los ojos e imaginó unos balones amarillos que se dejaban arrastrar por la cresta de las olas. Eran sus propias imágenes para tratar de dormir. Al cabo de un rato, percibió por fin la resaca del mar, el murmullo del viento, el crujir de los granos de arena. Sus brazos se abotagaron y la torpeza se adueñó de él, incluso oía como su corazón alimentaba sus músculos agotados. Pero, como siempre cuando llegaba ese adormecimiento, la espuma de las olas se volvió de un rojo como la sangre y arrojó los balones medio deshinchados sobre la playa por la que se arrastraban las sombras negras de unos niños.

Y pensó en ella, otra vez, como siempre. Ella, Lucie Henebelle, cuya imagen se resumía en un rostro, una sonrisa, unas lágrimas. ¿Qué había sido de ella? Sharko había averiguado discretamente que había presentado su dimisión, unos días después de la detención del asesino y del drama que hubiera llevado a la tumba a cualquiera. ¿Había conseguido luego sacar la cabeza fuera del agua o se había hundido, como él, en un pozo? ¿Cómo eran sus días y sus noches?

Su gran corazón de policía enfermo comenzó a latir con más fuerza. Demasiado rápido como para que pudiera confiar en dormirse. Así que Sharko se dio la vuelta y volvió a empezar. Las olas, los balones, la arena caliente…

El lunes 6 de septiembre, su teléfono sonó a las 7:22, mientras bebía un descafeinado, solo, frente a la cuadrícula de un crucigrama del que sólo había completado un tercio. En la definición «Dios de la violencia y del mal», había anotado «Set», y luego abandonó el pasatiempo en silencio, con la mente demasiado confusa. Tiempo atrás, no le hubiera supuesto esfuerzo alguno completar aquella cuadrícula, pero ahora…

Al otro extremo de la línea, Nicolas Bellanger, su nuevo jefe, le pidió que se dirigiera rápidamente al centro de primatología de Meudon, a cuatro kilómetros de París. Acababan de hallar a una mujer muerta en una jaula, agredida y mutilada por un chimpancé, según parecía.

Sharko colgó bruscamente. Se acercaba al fin de su carrera y le hacían investigar a unos monos. Podía ver perfectamente a sus colegas escaqueándose y dejándole a él el muerto. Imaginaba las bromas, las miradas de reojo, los «¿Qué, comisario, ahora flirteas con los macacos?».

Sumido en la tristeza, se dijo que había caído muy bajo.

2

Tras pasar junto al observatorio de Meudon, Sharko circulaba despacio por una carretera, en medio del bosque, acompañado por su nuevo colega del equipo de Bellanger, Jacques Levallois, de treinta años. Con cara de ser el primero de la clase y torso musculoso, Levallois había entrado en la Criminal un año antes, tras obtener excelentes resultados en las oposiciones a teniente y gracias al enchufe del subjefe de la brigada de estupefacientes, que era tío suyo.

Aquella mañana, el comisario no estaba muy hablador. Ambos hombres nunca habían trabajado juntos y Levallois, como todos, conocía el turbulento pasado de su nueva pareja. Las persecuciones sin fin de asesinos violentos… La inmersión en los casos más retorcidos… Su esposa y su hija fallecidas en trágicas circunstancias, unos años antes… Y esa extraña enfermedad que se había desencadenado en su cabeza y que luego había desaparecido… Levallois lo consideraba un superviviente nato, uno de esos héroes caídos a los que sólo cabe admirar o detestar. De momento, el joven teniente aún no sabía por qué decantarse. Sólo tenía una certeza: Sharko había sido un buen investigador.

El lugar por el que circulaban los policías, a pesar de su proximidad a la capital, parecía aislado del mundo: árboles por doquier, una luz dulzona y una vegetación exuberante. Un rótulo discreto indicaba «Centro de primatología, UMR 6552 EEE».

– EEE significa Etología-Evolución-Ecología -dijo Levallois para romper el hielo.

– ¿Y qué significa Etología-Evolución-Ecología?

– Para ser sincero, lo ignoro.

Sharko giró en una bifurcación y estacionó en un aparcamiento donde ya había una decena de vehículos del personal y uno del servicio urgente de la policía. Situado en el corazón del bosque, el centro parecía un pequeño campamento fortificado, protegido por altas y sólidas empalizadas de madera que formaban un muro circular. Se accedía por una verja que, en aquellas circunstancias, estaba abierta de par en par. Sin decir palabra, los dos oficiales, el viejo y el joven, penetraron en el enclave y se dirigieron hacia los hombres y mujeres que conversaban al final de una avenida de tierra batida.

El centro no tenía nada verdaderamente espectacular. A uno y otro lado, unos inmensos espacios acondicionados ofrecían una impresión de libertad a los animales, pero éstos se hallaban rodeados por una discreta reja y las ramas altas de los árboles estaban cubiertas con redes verdes. Monos de todos los tamaños jugaban o se colgaban de la cola a la vez que gritaban y unos lémures observaban a los dos intrusos con sus grandes ojos de jade. La pálida copia de una selva amazónica, adaptada a la moda parisina.

Una mujer de cabello oscuro, de rasgos cansados, se separó del grupo y se aproximó a ellos. Debía de tener unos cincuenta años, con un lejano parecido a Sigourney Weaver en Gorilas en la niebla. Levallois desenvainó con orgullo su carnet tricolor.

– Policía Criminal de París. Soy el teniente Levallois y éste es…

– Comisario Sharko -dijo Shark, tendiéndole la mano.

Se dieron un sólido apretón de manos. La mujer tenía una fuerza inusual.

– Clémentine Jaspar. Soy primatóloga y también la responsable del centro. Lo que ha sucedido es terrible.

– ¿Uno de sus monos ha atacado a una empleada?