Выбрать главу

– -¿Bennie?

Me di media vuelta y me dirigí hacia la puerta. No iba a discutir más. Lo único que quedaba entre Mark y yo era un acuerdo empresarial y él tenía derecho a darlo por terminado. Que se vaya por su lado, que todo se acabe. Yo seguiría adelante sola, como siempre lo había hecho. Salí de la biblioteca y cerré la puerta.

Los remos cortaban el agua con un chasquido. Me agachaba y los empujaba contra mi estómago con un movimiento lento y fluido, lo más controlado y parejo que podía, deslizándome hacia atrás sobre el duro asiento de madera, con las rodillas estiradas sobre los raíles.

El agua negra se resistía, pero sólo ligeramente. El viento había amainado y todo estaba quieto. Yo continuaba remando sobre un espejo de cristal ahumado.

La superficie del agua reflejaba las luces que delineaban las casetas de botes en la orilla, luego las farolas de las calles, a medida que me alejaba de la civilización.-No había luces en medio del río; la oscuridad era completa.

Los remos golpeaban el agua y yo los empujaba imaginando su líquida oscuridad como si fuera melaza, demorándome en cada palada y ganando en concentración. Sentía que el bote avanzaba poco a poco con cada una de las paladas. Todo fluía a un ritmo lento, lánguido y oscuro, suspendido. Todo sobre el agua negra. Lo único que me conectaba con el río o con cualquier otra cosa eran las empuñaduras de los remos, ásperas y astilladas bajo mis manos callosas. Me aferraba a la pala, que era mi conexión con el mundo.

Apreté los remos y di otra larga palada. Me deslicé bajo el escarpado puente de piedra donde siempre estaba más fresco, más oscuro, incluso ahora, a medianoche. Cruzaba la parte más ancha del río, de modo que los pocos coches que había a cada lado parecían lejanos, con sus faros como linternas no lo bastante potentes como para iluminar el camino.

Di otra palada y sentí que el agua me salpicaba el antebrazo cuando golpeaba el agua demasiado fuerte con el remo. Tranquila, muchacha. Me agaché casi sobre las puntas de los pies para la próxima palada, estirándome, extendiendo casi cada centímetro de mi cuerpo. Una palada poderosa pero controlada, siempre controlada. Seguí remando así unas diez veces más.

Una, dos, tres, nada de paladas poderosas, sino mesuradas, sin pensar en otra cosa que en el control. La palada, la respiración, el ritmo. La velocidad del bote y el sonido que hacía al deslizarse sobre el agua. El chirrido del aparejo. El olor a pescado y la frescura verde de los árboles. La sensación de llovizna fresca, la sacudida al echarse hacia adelante. La ciudad estaba a lo lejos. La ciudad había desaparecido. Cuatro, cinco, seis paladas.

Llegó un momento en que solo se oía el sonido de mi propia respiración en breves y rápidos jadeos, que solo sentía la humedad del sudor entre los pechos y bajo los brazos. Me estaba esforzando y ya no era una jovencita. Tenía gotas de sudor en las rodillas, pero se evaporaban cuando el bote tomaba velocidad apenas flotando sobre el agua porque las paladas eran muy ajustadas. Finalmente encontré el ritmo y nada podía ir mal. Siete, ocho, nueve, diez.

En medio del río, en medio de la noche.

7

Decidí no llorar cuando llegué a casa. Nunca me había hecho bien y se me hinchaban los ojos como si fuera un pez. En cambio, me duché, me sequé y me dispuse a acostarme. Bear, mi perra, echada en el suelo, me veía ir y venir del cuarto de baño. Tenía el color exacto del caramelo y huesos largos, como yo.

– Hora de dormir, nena -dije, y saltó sobre el colchón, dio dos vueltas y se aposentó en el medio. Eso siempre había indignado a Mark. Ahora ya no. Las cosas mejoraban.

Me eché al lado de Bear y la aparté; luego apagué la luz. Ella bostezó teatralmente y yo sonreí mientras le acariciaba la piel suave del cuello. De inmediato empezó a dormitar con un ligero ronquido, pero seguí acariciándola. Aún tardaría en dormirme.

En el dormitorio del apartamento de abajo mi madre estaba en la cama y tampoco dormía. Había ido a verla antes de subir y daba vueltas en la cama. Le leí hasta que se durmió, pero se había vuelto a despertar para cuando salí de la ducha. La podía oír a través del cielo j raso. Hablando consigo misma y con otros que ella se] imaginaba.

Pero tampoco pensé en eso. Teníamos que hacer algo. Yo tendría que hacer algo.

Pero no esta noche. Tenía demasiadas cosas en las que no pensar.

– -¿No come nada? -le pregunté a Hattie, que se disponía a servirnos una taza de café a la mañana siguiente. Hattie Williams era la mujer negra que vivía con mi madre y cuidaba de ella. Se levantaba temprano y a esta hora ya estaba vestida con pantalones negros y una camiseta que ponía TAJ MAHAL y que lucía brillantes mezquitas. Era muy baja, muy ancha y su cabello estirado tenía una tonalidad naranja indefinible, pero a mí nada de eso me importaba.

– Se saltó el almuerzo y la cena de ayer. Ni siquiera se tomó la sopa.

– -¿Bebió algo?

– Solo un poco de agua, pero no se está quieta. -Hattie sacudió la cabeza-. Está demasiado asustada para dar su paseo. Hace tres meses que no ve la luz del sol y cada vez habla más a solas. ¿La oíste anoche?

– -¿Su charla con el demonio? ¿Cuándo va a corregirse ese chico y va a portarse bien?

Pero Hattie no sonrió como solía. La piel de alrededor de sus ojos, aunque extraordinariamente arrugada para su edad, tenía una tonalidad más oscura que el resto de su cara y parecía aún más oscura esa mañana. Yo quería que se riera un poco, aunque fuera por un momento.

– Al menos ha dejado de dar órdenes a la televisión, Hat. Estaba realmente preocupada. Hubiéramos tenido que asustarla y entonces te habrías perdido Loving.

– Está bien, está bien, cállate. -Me hizo callar con una sonrisa de mala gana, de modo que cogí la cafetera y me senté a la mesa de cocina del apartamento lleno de cosas de mi madre. La mesa era una imitación de estilo colonial, el servilletero era de un acrílico rayado y las tazas y platos de plástico oscuro. Eran los restos de nuestra vieja casa y los había traído aquí ante la insistencia de mi madre. Me costó dos mil dólares transportar doscientos dólares de porquerías sintéticas.

– ¿Por qué, Hattie? -Tomé un sorbo de café y moví la cabeza con disgusto-. ¿Por qué no puedo preparar un café decente? Cada mañana es lo mismo. ¿Qué hago mal?

Hattie tomó su café e hizo una pausa.

– -Demasiada agua.

– -¿Qué? El lunes me dijiste que ponía demasiado café.

Se rió con ganas.

– -Puedes ponerte delante de un jurado, puedes salir en las noticias de la tele. Hasta puedes argumentar en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Tengo la pluma para probarlo. -Se refería a la pluma blanca que los magistrados del Supremo daban corno premio de consolación, en mi caso, a los letrados que argumentaban delante de ellos-. Pero no puedes preparar un café que no sea una porquería.

Ambas nos reímos, luego nos callamos de golpe.

– Hattie, no me mires de ese modo. Sé lo que piensas.

– Ya era hora, nena. No puedo hacer que tome su Prozac; la mitad de las veces piensa que la estoy envenenando. Me arma tales escándalos que un día despertará a toda la ciudad. Se pone ansiosa, hecha un manojo de nervios. Ayer caminó toda la mañana de un lado a otro. Está siempre intratable debido a ese maldito Prozac.