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– -¿Por qué estoy haciendo esto? --dijo él, y cogió el vaso.

– -¿Recuerdas a Leo Melly, el travestido que quería desfilar el día de Colón? De los viejos tiempos, cuando luchabas por cosas que importaban, como el derecho a vestirse de mujer a plena luz del día.

Un relámpago de reconocimiento cruzó los magníficos ojos castaños de Mark; me pasó el vaso.

– -¡Melly! Lo recuerdo muy bien, Bennie. Pero no estropees el invento. Fue algo original.

– Anímate. -Estiré la mano para coger el vaso, pero se me resbaló de entre los dedos y cayó dando vueltas como una pelota de rugby.

– ¡Ay! -exclamé con un tono más agudo de lo necesario. Me lancé a por el vaso, pero con tanta pericia que también volqué la jarra. El agua fría y los cubitos de hielo se derramaron como un manantial de montaña, rebasaron el vaso errante y aterrizaron con ruidoso chapoteo en medio del regazo de Mark.

– ¡Ay! -gritó Mark poniéndose de pie-. ¡Dios santo! ¡Está frío! -Con los ojos desorbitados se alejó de un salto de la mesa pisoteando los cubitos de hielo en un baile frenético.

– ¡Oh, no! -grité, y dejé caer la jarra sobre su pie-. ¡Ay, se me ha resbalado!

– ¡Ay, ay! -Mark se cogió el pie-. ¡Por todos los santos!

– ¡Oh, lo siento! ¡Lo siento! -Agité los brazos como una cría de foca y traté de parecer indefensa, lo que no me resulta fácil. No he estado indefensa un solo minuto en mi vida.

Mientras, se armó el caos. Un miembro del jurado de la primera fila hacía señales. Los de la última, en su mayoría mujeres, se pusieron a reír. Eve se dio la vuelta y se quedó con la boca abierta. El juez Thompson se quitó las gafas en medio de su interrumpido discurso.

– ¡Alguacil! ¡Agente! -gritó-. ¡Traiga toallas de papel! ¡No permitiré que se manchen mis mesas!

– Sí, Su Señoría -contestó el oficial de justicia, que ya se acercaba a toda prisa con unas toallas de papel. Me echó una mirada asesina mientras secaba el agua de la mesa, que goteaba sobre la alfombra azul.

– -¿Me permite unas cuantas? --le preguntó Mark. Las cogió y empapó su pantalón con ellas, lo que provocó otra oleada de risitas entre el jurado.

El juez Thompson suspiró sonoramente.

– Hagamos el descanso matinal, señoras y caballeros. Señorita Howard, escolte al jurado, ya que el agente está ocupado. -Y dio un mazazo. Se levantó y abandonó el estrado sacudiendo la cabeza.

– Es culpa vuestra -nos dijo el agente-. Y será mejor que lo sequéis todo. -Puso un montón de toallas sobre la mesa y se dirigió a la taquígrafa, que flexionaba los dedos.

La sala se vació rápidamente. Los abogados se reían mientras salían. El abogado del demandante cogió su portafolios y se retiró pasando al lado del doctor Haupt, que se demoraba en la puerta. Sus severas facciones solo dejaban vislumbrar un mínimo de disgusto. Mi actuación había sido tan buena que lo había engañado. Valía más así. No sería la primera vez que hiciera el papel de idiota por la causa.

– Muchísimas gracias, Bennie -dijo Mark mientras se secaba la mancha inmensa y húmeda que se extendía como una mala noticia sobre su bragueta.

– Lo siento, socio -le dije sorprendida por sentir una levísima pizca de remordimiento. Los cubitos de hielo se derretían sobre la alfombra. Eve pasó delicadamente sobre ellos para llegar a nosotros.

– -¿Estás bien, cariño? --preguntó en voz baja. Le acarició la espalda con una preocupación tan solícita que casi lancé una risotada.

– Solo es agua -señalé.

– Podrías haber tenido más cuidado -me dijo frunciendo el entrecejo-. Estaba a punto de replicar.

Solté un bufido.

– ¿Crees realmente que fue un accidente? Tiré el agua para…

– Basta ya, Bennie -me interrumpió Mark con una toalla mojada en la mano-. Ya me ocupo yo.

– -¿Lo harás?

– -Sí --dijo, nervioso.

– -Será mejor que lo hagas. Tengo que irme. Tengo un nuevo cliente. Mucha suerte, chicos. -Di media vuelta para evitar el charco y traspasé las pesadas puertas de caoba. Cuando se cerraban, oí la risa de Eve seguida de la de Mark. La masculina, más sonora.

Recordé su risa, lo recordé todo.

Ahora, lo que tenía que hacer era olvidarme.

2

El hematoma del primer golpe estaba acentuado por un rojo virulento y un tajo profundo había partido la ceja rubia del adolescente. El ojo izquierdo había sufrido una hemorragia; el blanco se había vuelto carmesí y ese lado de la cara estaba moteado de contusiones y magulladuras. Por suerte, la piel de la frente no estaba abierta, de modo que supuse que el arma había sido una porra y no la culata de una pistola. A algún miembro de la fuerza policial no le caía muy bien el joven Bill Kleeb.

El juez me había asignado el caso, ya que Kleeb y su amiga Eileen Jennings habían presentado una denuncia por abuso policial, lo cual se estaba convirtiendo rápidamente en mi especialidad. En los últimos dos años, Filadelfia había desembolsado unos veinte millones de dólares en juicios por mala conducta policial y gran parte de ese dinero había ido a parar a mis clientes. Mis casos abarcaban una gran gama, que iba desde asalto policial, excesivo uso de fuerza y falso arresto hasta el oficial «disparo equivocado», como el estudiante graduado que resultó herido de bala porque tenía puesta una gorra verde de los Phillies igual a la de un delincuente que huía por las inmediaciones. El policía, que había estado bebiendo, se olvidó transitoriamente de que todo el mundo en Filadelfia usa gorras verdes de los Phillies, en especial cuando el equipo juega en casa.

El caso había sido noticia, así como las denuncias que presenté contra la comisaría 39 cuando un agente confesó que había traficado con objetos robados y falsificado pruebas en casos de drogas, lo cual había hecho que un cliente mío, un sastre de sesenta años, pasase doce años en prisión. Y el sastre era inocente. El caso es que tuvieron que pagarle dos millones, con lo cual me pagó la minuta y me hizo un traje a medida. Me gustaba mi trabajo; tenía un sentido. Tal como yo lo veía, mi ciudad no me necesitaba para decirle que tenía un problema con el Departamento de Policía, sino para recordárselo de vez en cuando. A cambio de ello, sólo cobraba una compensación modesta. Mi minuta por ser una molestia.

– Ahora, dime, Bill. ¿Por qué no pediste un médico a los policías? -Yo tomaba notas incongruentes durante la entrevista para evitar contemplar su rostro tumefacto. Escribí en mi bloc: DOCTOR, DOCTOR DAME LAS NOTICIAS.

– Les dije que no necesitaba un médico. Me pusieron hielo. Fue suficiente.

– Tendrías que haberlo llamado. Siempre que uno se queda inconsciente, hay que hacerlo.

– -De acuerdo.

Escribí: TENGO UN MAL CASO DE AMOR CONTIGO.

– -¿Cómo tienes las costillas? ¿Están bien?

– -Sí.

– -¿Te duele cuando respiras?

– No, ¿ve? -Lanzó una bocanada de humo del cigarrillo.

– Muy impresionante. -Tenía el pelo rubio grasiento, una frente manchada de pecas y una nariz pequeña sobre los labios hinchados. Sus dientes eran como los de los chicos pobres, espaciados y de tamaño irregular. Era sorprendente que no le hubieran saltado alguno durante la pelea-. ¿Patadas en el pecho? ¿O quizá te han pegado con la porra?