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Liberé el sapo y me volví a Bir-hurturre con él.

—Al parecer has olvidado tu comida en mi silla —dije—. Toma. Eres tú quien tiene que comérsela, no yo.

Lo sujeté por el pelo y acerqué el sapo a su boca. Bir-hurturre tenía diez años. Aunque no era más alto que yo, tenía unos hombros muy anchos y era extremadamente fuerte. Me sujetó por la muñeca, tiró de mi mano hasta que me obligó a soltar su pelo, y la hizo bajar hasta mi costado. Nadie me había hecho nunca antes algo parecido. Sentí que la rabia brotaba en mi interior como un torrente en invierno descendiendo hacia la llanura.

—¿No quiere compartir su asiento con su hermano? —preguntó Zabardi-bunugga, que nos miraba divertido.

Me liberé de la presa de Bir-hurturre y lancé el sapo contra el rostro de Zabardi-bunugga.

—¿Mi hermano? —exclamé—. ¡El tuyo! ¡Tu hermano gemelo! —Efectivamente, Zabardi-bunugga era sorprendentemente feo, con una nariz chata que parecía un botón y un recio y estropajoso pelo que crecía a ralos mechones en su cabeza.

Los dos se lanzaron a la vez contra mí. Me sujetaron con los brazos a la espalda y se burlaron y me abofetearon. Nunca había sido tratado tan afrentosamente en palacio, ni siquiera en los juegos más violentos: nadie se había atrevido a ello.

—¡No me toquéis! —grité—. ¡Cobardes! ¡(Cerdos! ¿No sabéis quién soy?

—Eres Bugal-lugal, hijo de Lugal-bugal —dijo Bir-hurturre, y ambos se rieron como si hubieran dicho algo sumamente ingenioso.

—¡Un día seré rey!

—¡Bugal-lugal! ¡Lugal-bugal!

—¡Os haré pedazos! ¡Y echaré los trozos al río para que se los coman los peces!

—¡ Lugal-bugal-lugal! ¡ Bugal-lugal-lugal!

Creí que el alma iba a estallar en mi pecho. Por un momento no pude ni respirar, ni ver, ni pensar. Me tensé, me debatí, di un puntapié, y oí un gruñido, y otro puntapié, y esta vez oí un gemido. Uno de ellos me soltó y me liberé del otro, y salí corriendo de la clase, no por miedo de ellos sino por miedo de que matara a alguno de los dos mientras me dominaba la locura. El maestro y su ayudante regresaban en aquel momento de comer. En la ceguera de mi furia corrí directamente hacia ellos, y me sujetaron y me retuvieron hasta que me hube calmado. Señalé hacia la clase, donde Bir-hurturre y Zabardi-bunugga me miraban y hacían muecas y me sacaban la lengua, y pedí que fueran ejecutados de inmediato. Pero el maestro se limitó a responder que yo había abandonado mi puesto sin permiso, le había hablado a él sin permiso; y me llevó al esclavo encargado de aquellos menesteres para que me diera unos varazos por mi indisciplina. Aquella no fue la última vez que esos dos me atormentaron, y ocasionalmente se les unieron algunos de los otros, los más grandes al menos. Descubrí que no podía hacer nada contra aquella persecución. El maestro y su ayudante se ponían siempre de su lado, y me dijeron que debía contener mi lengua, que debía dominar mi temperamento. De modo que escribí los nombres de mis enemigos, tanto mis compañeros de escuela como mis tutores, a fin de hacerlos desollar vivos cuando fuera rey. Pero cuando llegué a comprender las cosas un poco mejor, algún tiempo después, destruí aquellas listas.

Escribir y leer fueron las primeras cosas que aprendí. Es importante para un príncipe comprender esas cosas. ¡Imaginad confiarlo todo a la honestidad del escriba y de los ministros de uno cuando los mensajes van y vienen en el campo de batalla, o cuando se mantiene correspondencia con el rey de otro país! Si un gobernante no puede leer, puede engañársele de cualquier forma, y un hombre puede ser traicionado y arrojado en manos de sus enemigos.

Me gustaría poder afirmar con sinceridad que mi razón para dedicarme a esas artes era tan astuta y previsora como eso. Pero la verdad es que ninguna de esas nociones principescas había entrado en mi mente. Lo que me atraía de la escritura era la idea que tenía de que se trataba de algo mágico. Ser capaz de elaborar algún tipo de magia, ésa o cualquier otra, era algo tremendamente atractivo. Parecía milagroso que las palabras pudieran ser capturadas como halcones en vuelo, y aprisionadas en una tablilla de arcilla roja, y liberadas de nuevo por alguien que conociera el arte necesario para ello. Al principio ni siquiera creía que fuese posible algo así.

—Inventas las palabras a medida que finges leerlas —le dije al maestro—. Pretendes que tienen significado, ¡pero simplemente te las inventas!

Tendió fríamente la tablilla a su ayudante, que leyó en ella todo lo que había dicho el maestro, palabra a palabra. Luego llamó a uno de los chicos mayores de otra clase, e hizo lo mismo; y luego fui azotado en los nudillos por dudar. Ya no dudé más. Esa gente —simples mortales, ni siquiera dioses— tenían alguna forma de hacer que las palabras brotaran de la arcilla y vivieran. Así que presté mucha atención mientras el ayudante del maestro me mostraba cómo preparar las blandas tablillas de arcilla, cómo hacer un estilo con una caña afilando en cuña una de sus puntas, cómo hacer las marcas que son la escritura apretando el estilo contra la tablilla. Y me esforcé en comprender las marcas.

Comprenderlas resultó enormemente difícil al principio. Las marcas eran como las huellas que deja una gallina en la arena. Aprendí a descubrir en ellas las diferencias que les daban su significado. Algunas de las marcas representaban sonidos, na y ba y ma y cosas así, y algunas otras significaban ideas, como dios o rey o arado, y algunas mostraban cómo había de interpretarse una palabra en relación con las otras palabras que la rodeaban. Finalmente capté la esencia de aquella magia maravillosa. Descubrí que podía hacer casi sin esfuerzo que las marcas conservaran su significado a mis ojos, de modo que luego pudiera mirar la tablilla y leer de ella una lista de cosas: “oro, plata, bronce, cobre”, o “Nippur, Eridu, Kish, Uruk”, o “flecha, jabalina, lanza, espada”. Por supuesto, nunca podría leer como lee un escriba, recorriendo rápidamente las columnas de una tablilla y extrayendo toda su riqueza de significados y matices: esa es tarea de la devoción de toda una vida, y yo tenía otras tareas. Pero aprendí bien mis signos escritos, y los conozco bien, y jamás podré ser engañado por algún subordinado traidor que intente hacerme creer otra cosa.

Aprendimos también sobre los dioses, y la forma en que fue hecho el mundo, y el descubrimiento de la Tierra. El maestro nos dijo cómo los cielos y la tierra habían surgido del mar, y el cielo había sido puesto entre ellos, y habían sido modelados la luna y el sol y los planetas. Habló del brillante y resplandeciente Padre Cielo An, que decreta lo que debe hacerse, y de Ninhursag la gran madre, y de Enlil el señor de las tormentas, y del sabio Enki y el radiante sol Utu, la fuente de la justicia, y la fría y plateada Nanna, la que gobierna la noche; y por supuesto habló mucho de Inanna la dueña de Uruk. Pero cuando habló de cómo había sido creada la humanidad me entristeció y me irritó: no porque fuéramos creados para ser los siervos de los dioses, lo cual dudo, sino porque la obra fuera realizada de una forma tan cruel y torpe.

¡Porque mirad, mirad cómo fue hecho el trabajo, y cómo sufrimos a causa de la estupidez de nuestros creadores!

Hubo un tiempo en que los dioses vivían como mortales en el planeta, cultivando el suelo y cuidando sus rebaños. Pero puesto que eran dioses no se dignaban trabajar en sus tareas, y así el grano se marchitó y el ganado murió, y los dioses empezaron a sentir hambre. A raíz de lo cual la madre mar Nammu acudió a su hijo Enki, que moraba ociosamente en la feliz región de Dilmun, donde el león no mata y el lobo no ataca a la oveja, y le contó la tristeza y los apuros de sus compañeros dioses.

—Levántate de tu jergón —le dijo— y utiliza tu sabiduría para crear servidores que realicen nuestras tareas y cuiden de nuestras necesidades.

—Oh madre mía —respondió Enki—, puede hacerse. —Le dijo que penetrara en el abismo y recogiera un puñado de arcilla de las profundidades del mar; y.entonces Enki y su esposa la madre tierra Ninhursag y las ocho diosas del nacimiento tomaron la arcilla y la modelaron, y crearon el cuerpo y los miembros del primer ser mortal, y dijeron: