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—No —dije—. Sólo un carro, y animales para tirar de él. Un sólo auriga. No necesito más que esto. Los dioses me protegerán, Shulutula, como siempre lo han hecho. Iré solo.

Le costó comprender aquello. No podía ver que yo no deseaba entrar en Uruk a la cabeza de un ejército de soldados extranjeros: quería entrar en mi ciudad del mismo modo que la había abandonado, solo, sin temor. Mi pueblo me aceptaría como su rey porque era su rey, no porque quisiera reimponerme por la fuerza. Cuando los hombres son dominados por la fuerza de las armas, no someten sus almas, simplemente doblegan sus cuerpos porque no tienen otra elección. Pero cuando los hombres son dominados por el poder del carácter ceden hasta lo más profundo de sus corazones, y se someten de forma absoluta. Cualquier rey inteligente sabe estas cosas.

Así que acepté de Shulutula de Eridu solamente lo que le había pedido: un carro, un auriga. También me dio algunas provisiones y un carcaj de espléndidas jabalinas, en caso de que encontrásemos leones o lobos a lo largo del camino; pero, aunque no dejó de dar vueltas a mi alrededor intentando ansiosamente persuadirme de que aceptar a una escolta algo más imponente de sus hombres, no cedí.

Permanecí en Eridu cinco días más. Había purificaciones que debía hacer ante los santuarios de Enki y An, y un rito privado en honor de Lugalbanda. Esos asuntos me ocuparon tres días; el cuarto, según los conjuradores de Shulutula, era un día nefasto, así que me quedé hasta el quinto. Partí hacia Uruk al despuntar el alba. Era el duodécimo día del mes du'uzu, cuando el pleno calor del verano empieza a caer sobre la Tierra. El auriga que me dio era un hombre corpulento llamado Ninurta-mansum, que tendría quizás unos treinta años, con los primeros flecos grises asomando en su barba. Llevaba cruzando su pecho la banda escarlata que anunciaba que había jurado su vida al servicio de Enki. De una forma curiosa, me hizo recordar la gruesa cicatriz rojiza que había marcado el cuerpo del viejo Namhani, que había conducido mi carro hacía mucho, cuando yo era un joven príncipe al servicio de Agga de Kish. Lo cual era sorprendentemente apropiado, puesto que el único auriga que haya llegado a conocer nunca que pudiera igualarse en habilidad a Ninurta-mansum fue Namhani: parecían hermanos gemelos en eso. Cuando sujetaban las riendas, era como si sujetaran en sus manos las almas de sus animales. A la hora de mi partida, abracé a Shulutula y le juré una vez más que protegería su ciudad contra las ambiciones del rey de Ur; él sacrificó una cabra y derramó una libación de sangre y miel en la puerta principal para asegurar mi feliz paso hasta casa; y luego salí en la mañana. Abandonamos la ciudad por la Puerta del Abismo y cruzamos las altas dunas y un gran bosquecillo de espinosos árboles kiskanu, casi un auténtico bosque: cuando miré hacia atrás, vi las torres del palacio y los templos de Eridu alzarse como los castillos de los príncipes demonio contra el pálido cielo de primera hora de la mañana. Luego cruzamos un tosco puente de piedra y descendimos al valle, y la ciudad se perdió a nuestras espaldas.

Ninurta-mansum sabía muy bien quién era yo y qué sería lo más probable que ocurriera si caía en manos de algún escuadrón de en patrulla de hombres de Ur. Así que dio un amplio rodeo a esa ciudad y se adentró en la desierta y desolada tierra de la parte occidental de Eridu. Todo era yermo allí, y soplaba un áspero y deprimente viento: la arena se elevaba en grandes torbellinos y tomaba la forma de tenues fantasmas cuyos melancólicos ojos no me abandonaban a lo largo de todo el día. Pero no sentía miedo. No eran más que torbellinos de arena.

Los asnos parecían incansables. Avanzaban hora tras hora, y no parecían conocer ni hambre, ni sed ni fatiga. Puede que estuvieran encantados, o quizá fueran demonios bajo un conjuro, tan incansables eran. Cuando se detenían al anochecer, apenas parecían cortos de aliento. Me pregunté cómo los animales iban a obtener agua en aquella sequedad; pero Ninurta-mansum empezó de inmediato a cavar, y al cabo de pocos momentos un fresco y suave manantial aparecía burbujeando entre la arena. Sin duda la bendición de Enki estaba sobre aquel hombre.

Cuando ya no corríamos riesgo de encontrarnos con guerreros de Ur, el auriga empezó a guiarnos más cerca del río. Estábamos en el lado de poniente del Buranunu, y en algún punto tendríamos que cruzarlo para alcanzar Uruk; pero eso no significaba una gran tarea para Ninurta-mansum. Conocía un lugar donde, en aquella época del año, el río era poco profundo y el fondo era firme, y nos llevó a través de él. Pasamos un mal momento cuando el asno delantero de la izquierda perdió pie y cayó, lo cual creí que iba a hacer volcar el carro. Pero Ninurta-mansum aferró fuertemente las riendas y reunió todas sus fuerzas para mantenernos erguidos. Los otros tres asnos aguantaron firmes. El que había caído salió del río bufando y escupiendo agua, y volvió a equilibrarse en su sitio; y salimos sanos y salvos a la orilla de levante del río. Quizá ni siquiera Namhani hubiera sido capaz de aquello.

Ahora nos hallábamos en tierras tributarias de Uruk. La ciudad en sí estaba todavía a algunas leguas hacia el nordeste. No sabía en qué región habíamos entrado, si era de Inanna o de An o de algún magnate de la ciudad —incluso podía ser mía, porque poseía grandes extensiones en aquel distrito—, pero fuera de quien fuese, tierra del templo o tierra privada, era tierra de Uruk. Tras mi larga ausencia sentí una tal alegría al ver aquellos ricos y fértiles campos que estuve a punto de saltar del carro y besar el suelo. En vez de ello me contenté con una libación y los breves ritos del regreso a casa. El auriga se arrodilló a mi lado, pese a que era un extraño en Uruk. Ese auriga era un hombre santo; más santo que algunos sacerdotes y sacerdotisas que he conocido.

Ahora nos encontrábamos con gente campesina, y por supuesto me reconocían como su rey, aunque sólo fuera por mi altura y prestancia. Corrían al lado del carro gritando mi nombre: yo agitaba la mano, sonreía, les hacía los signos de los dioses. Ninurta-mansum refrenó los asnos y avanzamos a un trote corto, a fin de que la gente pudiera mantenerse a mi lado. Fueron aumentando de número, llegados de este campo y de ese otro y del de más allá a medida que la noticia se extendía, hasta que estuvimos rodeados por cientos de ellos. Esa noche, cuando nos detuvimos, nos trajeron lo mejor que tenían, fuerte cerveza negra y esa cerveza roja que tanto les gusta, y vino de dátiles, y carne asada de ternera y cordero. Y fueron llegando uno a uno a lo largo de las horas, llorando de alegría, para arrodillarse ante mí y expresar su alegría de que aún estuviera vivo y pudiera seguir gobernándoles. Me han agasajado de formas más ricas y solemnes, pero no creo que ninguno de esos agasajos haya llegado a emocionarme tanto como aquél.

Por supuesto, la noticia de que me aproximaba a la ciudad me precedió a Uruk. Eso era lo que pretendía. Estaba seguro de que Inanna había utilizado mi ausencia para acumular el máximo de poder en sus manos; deseaba que ese poder empezara a escapársele, hora tras hora, a medida que los ciudadanos susurraban entre ellos acerca del inminente regreso de su rey.

Luego, finalmente, un día en que el calor danzaba en el cielo como las olas del océano, divisé las murallas de Uruk alzándose en la distancia, brillando como el cobre resplandeciendo al sol. ¿Hay alguna visión más espléndida en todo el mundo que las murallas de Uruk? Creo que no. Creo que hubiera oído hablar de ello, si existiera algo comparable. Pero no existe, porque la nuestra es la ciudad de las ciudades, la diosa entre las ciudades, la ciudad que se halla en el corazón y en el centro del mundo.

Cuando estuve más cerca, sin embargo, vi algo poco familiar. En la llanura exterior de la ciudad, en la franja de tierra desnuda y arenosa que se extiende entre la Puerta Alta y la Puerta de Nippur, capté destellos de brillante color que brotaban como flores bajo las murallas: macizos escarlatas y negros, amarillos y azules brillantes. Constituyeron un misterio para mí hasta que estuve más cerca; entonces me di cuenta de que en aquel lugar habían sido erigidos tiendas y pabellones. En celebración de mi regreso, pensé. Pero estaba equivocado. En vez de ver a mis buenos y leales Bir-hurturre y Zabardi-bunugga cabalgar hacia mí para recibirme con las tropas y escoltarme al interior de la ciudad, como había esperado, vi a tres mujeres de Inanna salir a pie de aquellos pabellones. Así comprendí de inmediato que iban a presentarse dificultades. No las conocía por sus nombres, pero las había visto en los ritos: eran altas sacerdotisas. Llevaban ricas túnicas escarlatas y el emblema de la serpiente en bronce enroscado en torno a sus brazos izquierdos. Cuando estuve a distancia de oído de la del centro, que era alta y majestuosa, con el pelo negro apretadamente tensado, ésta hizo los signos de la diosa en mi dirección y exclamó: