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Como está llegando a la esquina, Leto gira la cabeza y mira hacia la plaza. La figura blanca del Matemático, que se ha separado de su interlocutor y ha proseguido en diagonal, llega a la esquina casi al mismo tiempo que Leto, a una cuadra de distancia. Y casi al mismo tiempo que Leto también, cruza la calle, internándose en la primera paralela, detrás de la casa de gobierno, y desaparece. A su vez, Leto llega a la vereda de enfrente. Ahora, aparte del edificio colonial del museo histórico, con su techo de tejas, su galería sostenida por columnas de madera labrada, su aljibe -lo llaman de esa manera- pintado de blanco, en el espacio de hierba rala que antecede la entrada, aparte del edificio del museo decíamos, o decía, mejor, como decía nomás hace un momento, ¿no?, un servidor, aparte del edificio del museo no hay ningún otro, y su parte delantera y sus espacios verdes ocupan toda la vereda, hasta la próxima calle, ancha y desierta, más allá de la cual, detrás de palos borrachos, de lapachos florecidos y de timbós en flor, se divisa la iglesia colonial, blanca como el museo y el aljibe -lo llaman así-, y también, como el museo, con su techo de tejas. Cuando llega a la esquina, como debe esperar en el borde de la vereda el paso de un gran ómnibus verde que va a Rosario, Leto observa un momento, en dirección al Este, el edificio del museo etnográfico, en falso estilo colonial que, tratando de parecerse a los otros, no consigue más que acentuar sus diferencias. El ómnibus pasa, tomando la curva del parque Sur, acelerando después de haber aminorado en la bocacalle y Leto alcanza a ver su costado metálico pintado de verde y una hilera de caras pálidas y fugaces, algunas de las cuales le devuelven la mirada a través de las ventanillas. Protegidos, restaurados, expuestos para preservar, contener, incluso representar y aún prolongar el pasado, la iglesia y los museos, envueltos por la ubicuidad insidiosa de la luz matinal, no escapan sin embargo a la extrañeza sin nombre del presente -que podría ser tal vez, y por qué no, el nombre para eso- expuesto y disperso en esa luz, y ya museo tal vez, o incluso desde el principio, con su disposición sempiterna de objetos sin uso específico, o cuanto más arbitrario, sometidos a la variación única y monótona, podría decirse, del latido fugitivo y repetitivo a la estabilidad mineral. Viendo alejarse el colectivo bajo la hilera curva de lapachos florecidos, de un rosa intenso, que bordea el parque, Leto cruza, caminando despacio, en pleno sol, pisando su propia sombra que lo acompaña, cada vez más encogida, sobre las grandes lajas de cemento, agrietado en partes, y salpicado aquí y allá de manchas de lubricante, que recubren la calle ancha y desierta y que Leto deja atrás al tocar, con la suela del zapato, el filo del cordón.

Avanzando por la vereda del parque, deja atrás el espacio de pasto y árboles que precede a la iglesia y empieza a bordear, bajo los primeros lapachos que se levantan en la vereda, la galería lateral del convento. La vereda está llena de flores rosa, aplastadas y podridas o frescas, casi intactas, como si acabasen de caer, y, alzando un poco la cabeza, ve en efecto algunas manchas rosa que, desprendiéndose de los árboles, atraviesan el aire de la vereda y se depositan, plácidas, sobre las baldosas. Las copas florecidas de los lapachos, sin hojas, compuestas enteramente de flores, hasta que la curva de la calle desaparece muchas decenas de metros más adelante, emiten una especie de luminosidad rosa, cuya proliferación desmedida pero contenida en copas de forma casi idéntica y regular que se confunden unas con otras, formando una especie de larga nube cilíndrica y curva, cuya proliferación desmedida, como decía, ¿no?, en lugar de despertar en él, en Leto, un sentimiento estético, le produce una especie de odio, fugaz sin duda, que lo sorprende, que le gustaría retener en la conciencia para examinarlo y del que cree entrever la causa, sin desde luego nada parecido a palabras, más allá de la inocencia de las plantas, en la servidumbre ciega que las hace, cada año. insignificante pelusa del todo, pueriles y repetitivas, florecer. Brusco, lanzando una risita ante lo absurdo de sus pensamientos, desvía de la vereda y, tomando por uno de los senderos de tierra se interna entre los árboles del parque en dirección al lago. Más allá de la sombra fresca que ahora atraviesa, la claridad de la mañana y el cielo azul relumbran sobre el espacio abierto del lago. De golpe, más frágil de lo que sus objetos de piedra, hierro, asfalto y revoque quieren aparentar, la ciudad, con su entrecruzamiento prolijo y casi primitivo de calles rectas y su estruendo difuso, parece desintegrarse a sus espaldas, entrar también ella, con todas sus presencias improbables en ese lugar sin nombre al que el nombre de pasado, de tal fácil pronunciación, parece cuadrar tan bien, sin que haya sin embargo en el reverso de los sonidos que se expelen al proferirlo o de los rastros de tinta que se dejan al escribirlo, ninguna imagen precisa para representárselo.

Pero Leto no está pensando en eso. Intrigado, tiende, como se dice, el oído hacia un punto preciso del parque, en la orilla del agua tal vez, aunque siga siendo siempre la Misma, ¿no?, de donde provienen quebrando, por decirlo de algún modo, el silencio, unos chillidos agudos y excitados. Cortando por uno de los canteros, Leto se desplaza en dirección de los chillidos y cuando descubre el origen se para, sorprendido, y se pone a observar. Unos pájaros de una especie que él nunca ha visto, entre diez o quince tal vez, bastante grandes, negros en el lomo y en la cola larga y erguida, amarillos en el vientre, con picos largos y negros, con una silueta bastante extraña que a no ser por el tamaño recordaría la de las pajaritas de papel, revolotean y chillan en un punto preciso del parque, entre la rama baja de un árbol, un arbusto que crece en el borde de la barranca y el espacio que se abre entre la barranca y la orilla del lago que Leto, desde donde está parado, no alcanza a ver. Los pájaros revolotean, se asientan, vuelven a levantar vuelo, se alejan y regresan, chillando, aleteando, planeando y volviendo a asentarse sobre las ramas del arbusto o del árbol o incluso en el borde de la barranca. Sus siluetas ridículas de pajaritas de papel no excluyen, a causa de la excitación creciente que los agita, algo de patético. A veces se lanzan en dirección al agua, pero casi en seguida reaparecen, más excitados todavía, más cerca del pánico que de la furia, con precipitación, como si aterrados por haberse atrevido a rozar lo que parece causar su agitación, se alejasen otra vez, contaminados por su esencia mortífera o quemados por su incandescencia. Para no espantarlos, Leto va acercándose despacio al borde de la barranca, tratando de descubrir lo que causa su revuelo. Pero los pájaros ni notan su presencia. Observándolos de más cerca, Leto verifica que se trata de una especie desconocida para él, desviada, quién sabe por qué razón, de su trayecto migratorio. Agitación, terror, pánico, el revoloteo incesante y febril y los chillidos rápidos, agudos, casi despavoridos, y el vuelo en picada, pero interrumpido una y otra vez por un cambio brusco en dirección contraria hacia el objeto que los motiva -Leto avanza y llega tan cerca de los pájaros que más de una vez tiene que hacerse a un lado para que no lo rocen en su vuelo o se lo lleven por delante. Ahora, desde donde está parado, puede ver por fin el objeto: es una pelota grande de playa, de plástico amarillo, que algún chico ha debido olvidarse el día anterior y que, abandonada en la orilla del lago, enredada entre plantas acuáticas, se mece, despacio, con cada olita imperceptible que llega, periódica, a sacudirla. Entre los chillidos cada vez más excitados y los aleteos frenéticos de los pájaros, indiferentes a su presencia, Leto contempla la esfera amarilla que concentra o expande radiaciones intensas, presencia incontrovertible y al mismo tiempo problemática, concreción amarilla menos consistente que la nada y más misteriosa que la totalidad de lo existente, y después, no sin compasión, viendo el revoloteo enloquecido de los pájaros acrecentarse a su alrededor, él, Leto, ¿no?, que está empezando a derribar los suyos, presiente cuánto les hace falta de extravío, de espanto y de confusión a las especies perdidas para erigir, en la casa de la coincidencia, que también podría ser otro nombre, ¿no?, el santuario, superfluo en más de un sentido, de, como parece que los llaman, sus dioses.