Выбрать главу

7.- Los muchachos del cuarto trastero

Estaba ya harta de la ciudad, de la contaminación y de vidas estrechas y penosas. Cuando llegué a casa me puse unos vaqueros, llené un maletín, y me fui con la perra a pasar el fin de semana en Michigan. Pese a estar el agua demasiado fría y encrespada para nadar, pasamos dos días vigorizantes en la playa, corriendo, persiguiendo palos o leyendo, conforme a nuestras particulares preferencias. Cuando volví a Chicago a última hora del domingo tenía la sensación de haberme ventilado a fondo la cabeza. Entregué la perra al receloso Sr. Contreras, y me dirigí escaleras arriba a meterme en la cama.

Le había dicho al tipo de personal de Xerxes que le llamaría por la mañana, pero cuando desperté decidí personarme allí. Sí tenía las direcciones de Pankowski y Ferraro podría ir a verles y acaso aclarar aquel embrollo en una mañana. Y si se le había olvidado parar en el almacén de Stickney, una visita personal le haría reaccionar mejor que una llamada telefónica.

Había llovido por la noche, convirtiendo el patio de grava de Xerxes en un charco fangoso y grasiento. Aparqué tan cerca de la entrada lateral como me fue posible y avancé cuidadosamente por el barrizal. Dentro, el cavernoso corredor estaba frío; cuando llegué a la granulada entrada de vidrio del departamento administrativo tiritaba ligeramente.

Joiner no estaba en la oficina, pero su poco curiosa secretaria me dirigió jovialmente hacia un ancón de carga donde vigilaba un embarque. Seguí el corredor hasta el extremo del río del alargado edificio. Unas pesadas puertas de acero, difíciles de abrir, daban acceso al embarcadero. Al otro lado se hallaba un mundo de barro y algarabía.

Las puertas correderas de acero que cerraban el compartimento de carga estaban abiertas por dos de sus lados. Al fondo, frente a mí, el Calumet lamía suavemente las paredes, sus salobres aguas verdes y turbias a causa del chaparrón. Una barcaza de cemento yacía inmóvil en el agua turbulenta. Una cuadrilla de estibadores descargaba de ella grandes barriles, haciéndolos rodar por el suelo de hormigón con un traqueteo que retumbaba, intensificándose, en las paredes de acero.

La otra puerta daba paso a un cargadero de camiones. Allí había una falange de camiones-cisterna plateados colocados en fila, con aspecto de vacas amenazantes conectadas a una máquina ordeñadora de tecnología avanzada, mientras recibían disolventes desde un enrejado de tubos altos. Sus motores diesel vibraban, llenando el aire de un alboroto insistente y haciendo imposible entender los gritos de los hombres que se movían entre ellos.

Observé un grupo que deliberaba en torno a un hombre con una tablilla de notas. La luz era débil en exceso para distinguir las caras pero supuse que el hombre sería Joiner y me dirigí hacia él. Una persona salió disparada de detrás de una caldera y me cogió del hombro.

– ¡Zona de casco! -me vociferó en el oído-. ¿Qué hace aquí?

– ¡Gary Joiner! -vociferé yo-. Tengo que hablar con él.

Me acompañó de vuelta a la entrada y me pidió que esperara. Le vi acercarse al grupo confabulante y dar un golpecito en el brazo a una de las figuras. Sacudió la cabeza en dirección al lugar donde me encontraba. Joiner dejó la tablilla en un barril y vino hacia mí con paso vivo.

– Ah -dijo-. Es usted.

– Sí -asentí-. Estaba en el barrio y he creído mejor pasarme por aquí en lugar de llamar. Comprendo que es un mal momento para hablar con usted. ¿Quiere que le espere en su oficina?

– No, no. Esto… no he encontrado nada sobre esos hombres. No creo siquiera que trabajaran aquí.

Aun en aquella penumbra me di cuenta de que su piel a manchas se enrojecía.

– Seguro que el almacén es un caos -dije comprensiva-. Nadie tiene tiempo para ocuparse de archivos cuando tiene entre manos una fábrica.

– Sí -asintió con vehemencia-. Sí, eso desde luego.

– Soy investigadora de profesión. Si me diera algún tipo de autorización podría echar un vistazo por allí. Ya sabe, para comprobar si los documentos están fuera de sitio o algo así.

Pestañeó nerviosamente paseando la mirada por la habitación.

– No, no. El desorden no ha llegado a ese punto. Esos tipos no trabajaron nunca aquí. Ahora tengo que irme.

Se fue apresuradamente antes de que pudiera decir nada más. Empecé a seguirle, pero incluso si el capataz me dejara pasar, no sabía cómo arreglármelas para que Joiner me dijera la verdad. No le conocía, no conocía la fábrica, no tenía la menor idea de por qué me mentía.

Volví lentamente por el corredor hasta mi coche, pisando distraídamente un charco rezumante que me dejó el zapato derecho cubierto de una densa adherencia de fango. Blasfemé en voz alta; eran unos zapatos de vestir que me habían costado más de cien dólares. Al sentarme en el coche e intentar limpiar el barro, me manché la falda de cieno oleaginoso. Sintiéndome indignada con el mundo entero, arrojé el zapato petulantemente al asiento trasero y me calcé otra vez los deportivos. Aun cuando Caroline no me hubiera enviado a la fábrica, la hacía responsable de mi infortunio.

Mientras atravesaba Torrence en el coche, dejando atrás fábricas herrumbrosas de aspecto más cochambroso que nunca a causa de la lluvia, me pregunté si Louisa habría llamado a Joiner, pidiéndole que no me ayudara si aparecía por allí. Sin embargo, no me parecía que su cabeza funcionara de aquel modo: me había dicho que me ocupara de mis asuntos, y por lo que a ella atañía, eso era exactamente lo que yo estaba haciendo. Acaso los Djiak hubieran acudido a Xerxes llenos de santa indignación, pero pensé que eran miopes en exceso para intuir cómo podría yo conducir una investigación. Lo único que veían era el daño que Louisa les había hecho.

Por otra parte, si Joiner no quería hablarme de los dos hombres debido a que la compañía tenía algún conflicto con ellos -un pleito, por ejemplo- él lo habría sabido cuando estuve allí el viernes. Pero la primera vez que hablé con él era evidente que no sabía nada de ellos.

No lograba entenderlo, pero la idea de un pleito legal me sugirió otro sitio donde buscar a los dos hombres. Ni Pankowski ni Ferraro estaban en la guía telefónica, pero era posible que todavía existieran las antiguas listas de votantes de los distritos electorales. Giré a la derecha en la Calle Noventa y Cinco y me dirigí hacia el Sector Este.

Las oficinas del distrito electoral seguían en el aseado edificio de ladrillo de dos plantas de la Avenida M. Hay toda una serie de cuestiones que pueden llevarte a las dependencias del jefe local de tu partido, desde buscar solución para unas multas de tráfico hasta el modo de entrar en la plantilla municipal. Los policías del barrio salen y entran continuamente por esto o aquello, y aunque la zona de mi padre había sido la Avenida Milwaukee Norte, había venido con él aquí más de una vez. El cartel que cubría toda la parte visible de la fachada norte del edificio, en el que se afirmaba que Art Jurshak era concejal y Freddy Parma jefe de partido del distrito, no había cambiado. Y el local comercial contiguo seguía albergando la agencia de seguros que había proporcionado a Art Jurshak su primer asidero en la comunidad.

Sacudí gran parte del cieno de mi zapato derecho y volví a calzarme los tacones. Después de limpiarme la falda con un «Kleenex» lo mejor que pude, entré en el edificio. No reconocía a ninguno de los hombres que holgazaneaban en la oficina de la planta baja, pero a juzgar por sus edades y su aire de confundirse con el mobiliario, pensé que probablemente se remontaban hasta mi infancia.

Había tres. Uno de ellos, un hombre canoso que fumaba el puro corto y abultado que solía ser el distintivo de cargo de los políticos curtidos del Partido Demócrata, estaba enfrascado en las páginas deportivas. Los otros dos -el uno calvo, el otro con una mata de pelo blanca estilo Tip O'Neil- hablaban gravemente. Pese a sus diferentes peinados, tenían un extraordinario parecido, con los rostros rasurados rojizos y mofletudos y sus cuarenta libras de sobra colgando cómodamente sobre los cinturones de sus pantalones lustrosos.