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– Ya le dije que yo me encargo de este lugar mientras regresan los legítimos dueños. ¿No haría usted lo mismo?

– No hay tal lugar. Está quemado. Los dueños no van a regresar. Usted no se va a quedar a educar a nadie. De repente la educan a usted primero, miss Winslow, y de una manera poco agradable.

Ella lo miró con asombro.

– Parecía usted un caballero, señor.

– Lo soy, señorita, le juro que lo soy, y por eso mismo voy a protegerla.

La barrió como a una muñeca, la levantó del parqué destruido a sus hombros viejos pero fuertes y la sacó ahogada del asombro, multiplicada como por un sueño de plata reverberante en el bosque de espejos; la sacó de la burbuja de música y vidrio tan misteriosamente respetada, salvada del fuego que el general mandó prender, y los dos gringos se fueron en medio de las burlas y los aullidos y la alegría del organillo de la victoria: ella luchando y pataleando en el aire frío del desierto entre las fogatas y el humo de estiércol y tortillas.

– Tú ocúpate de ella, general indiano.

Se dio cuenta de que el único refugio para él mismo era la protección ofrecida por el oscuro y ensimismado general Arroyo. El gringo había caído en la trampa del joven revolucionario. Había estado a punto de llevar a Harriet Winslow al fastuoso carro del ferrocarril, al burdel privado de un guerrillero analfabeto, con la cabeza llena de memorias de la injusticia, pero de todos modos un hombre que ni siquiera sabía leer y escribir. Miró a Harriet Winslow, preguntándole lo que se preguntaba a si mismo. ¿Tenía razón la mujer?

La depositó cuidadosamente sobre la tierra y la abrazó antes de mirar a su alrededor a los hombres y mujeres del ejército revolucionario de Chihuahua, envueltos en sus sarapes alrededor de las fogatas.

Harriet y el gringo se miraron desconsolados, reflejando cada uno su desolación en los ojos del otro. El desierto de noche es una gran bóveda al aire libre: la recámara abierta más grande del mundo. Abrazados los dos, sintieron que se hundían en el fondo de un gran lecho: el del océano que alguna vez ocupó este plato de grava y luego se retiró, dejando el páramo habitado por todos los espectros del agua: los mares, los océanos, los ríos que aquí fueron o pudieron ser.

– Harriet: ¿te viste en el espejo del salón de baile cuando entramos hoy en la noche?

– No sé. ¿Por qué?

Ella quería preguntarle: ¿Tú estás en esto luchando también? ¿Cuál es tu lugar aquí? Antes de quemar la hacienda todos dijeron que ésta era una campaña urgente, tenían que hacer las cosas de prisa, sin miramientos, o perderían la revolución. Colgaron de los postes a todos los federales que encontraron. Están silbando, ¿los oyes? lEs terrible! ¿Estás con ellos? ¿Tú luchas con ellos? ¿Estás en peligro de morir aquí?

El viejo sólo repitió la pregunta, ¿te viste en el espejo…?

Ella no pudo contestar porque una mujer pequeña envuelta en rebozo azul, su cara tan redonda como la de la luna ausente, sus ojos como almendras tristes, salió del carro del general y dijo que la señorita debía dormir con ella. El general estaba esperando al viejo. Mañana iban a pelear.

VII

– ¿Qué hace ella ahora?

– Ahora se sienta sola y recuerda.

– No. Ahora ella duerme.

– Ella sueña y ya no tiene edad.

– Ella cree cuando sueña que su sueño será su destino.

– Ella sueña que un hombre viejo (¿su padre?) va a darle un beso mientras ella duerme y antes de que él se vaya a la guerra.

– Nunca regresó de Cuba.

– Hay una tumba vacía en Arlington.

– Quisiera llegar a la muerte desprovista de humillación, resentimiento, culpa o sospecha; dueña de mí misma, con mis propias opiniones, pero nunca santurrona o farisea.

– Tu padre se fue a Cuba y ahora tú te vas a México. Qué manía de los Winslow con el patio trasero.

– Mira el mapa del patio trasero: Aquí está Cuba. Aquí está México. Aquí está Santo Domingo. Aquí está Honduras. Aquí está Nicaragua.

– Qué vecinos incomprensibles tenemos. Los invitamos a cenar y luego se niegan a quedarse a lavar dos platos.

– Miren el mapa, niños. Aprendan.

– La soledad es una ausencia de tiempo.

– Despierta, Harriet, despierta. Es tarde.

Su madre le dijo siempre que era una muchacha terca como una mula, pero poco realista, y ésta era una mala combinación para una señorita sin dote, si sus maneras, por lo menos, no eran siempre frías e impecables.

Cuando leyó el anuncio en el Washington Star, su corazón latió más de prisa. ¿Por qué no? Dar clases en la primaria se había vuelto una rutina, igual que ir a misa los domingos con su mamá, o los paseos chaperoneados con su novio, que acababa de cumplir cuarenta y dos años, durante los pasados ocho.

– Después de cierta edad, la sociedad acepta lo que es, a condición de que nada cambie y no haya más sorpresas.

¿Por qué no?, se dijo mordiéndose la corbata de su atuendo de Gibson Girl, casi un uniforme para las muchachas con ocupación a principios de siglo: blusa blanca de manga ampona y cuello abotonado; corbata, faldas de lana largas y anchas; botines altos. ¿Por qué no? Después de todo, gracias a ella era feliz su madre, que no se sentía abandonada en la vejez y apreciaba que su única hija continuara durmiendo bajo el mismo techo con ella y la acompañara todos los domingos a la iglesia metodista de la calle M, y era feliz Delaney, su novio, quien no se sentía obligado a dejar sus cómodas habitaciones del club, los servicios a los que allí estaba acostumbrado y los gastos nimios de su existencia de soltero. Aparte de la independencia que requería un procurador de intereses especiales ante el gobierno norteamericano.

– Todo el mundo se ha vuelto peligroso -dijo Delaney cuando leyó los encabezados constantes sobre las nubes de guerra en Europa.

– ¿Por qué sigues aquí conmigo? -le dijo su madre con una sonrisa dulcemente maliciosa-. Ya cumpliste treinta y un años. ¿No te aburres?

Besaba entonces la mejilla de su hija, obligándola a inclinarse hasta tocar la piel abandonada de la madre. Y capturada así en el abrazo filial, ella tenía que oír la queja de la madre, sí, podría imaginar el dolor de una muchacha joven que pudo crecer rica en Nueva York y en cambio tuvo que quedarse esperando, igual que su madre; esperando noticias que nunca llegan, toda la vida, ¿habremos heredado algo?, ¿habrá muerto papá en Cuba?, ¿vendrá algún muchacho a invitarme?, no, no era fácil, porque ellas no aceptarían caridades, ¿verdad, hijita?, y los muchachos no vendrían a visitar a la hija sin peculio de la viuda de un capitán del ejército de los Estados Unidos, obligada a dejar Nueva York y cursar estudios normalistas en Washington, D. C., para estar cerca de ¡Dios sabe qué!, el fondo de pensiones del ejército, la memoria del padre que estuvo estacionado aquí todos esos años, el cementerio de Arlington donde debió ser enterrado con todos los honores, pero nadie sabia dónde estaba, dónde cayó en la campaña de Cuba.

Sitiada por Washington en el verano, cuando bastaría dejar de vigilar un segundo a la vegetación para que la selva lo invadiese todo, y se tragase a la ciudad capital entera con un crecimiento lujoso de plantas tropicales, enredaderas y magnolias podridas.

– La respuesta humana a la selva tropical de Washington ha sido construir un panteón grecorromano.

Alargó la mano y tomó la de su madre cuando decidió marcharse, y su madre murmuró, una señorita cultivada, pero terca como una mula y poco realista; a pesar de todo -suspiró-, ojalá que prevalezca la felicidad, a pesar de todo -repitió-: a pesar de nuestras diferencias de opinión.

– No me estás escuchando, mamá.

– Cómo no, hija. Lo sé todo. Toma. Llegó esta carta para ti.

Era un sobre enviado desde México. Decía claramente Miss Harriet Winslow, 2400 Fourteenth Street, Washington, D. C., Estados Unidos del Norte.