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—Sería justo —dijo al final el Hermano Vigilatorre—. Pero la verdad es que el Hermano Revocador tiene razón. No me imagino a un bástago presentándose aquí sólo porque el Hermano Portero cree que la dependienta de la verdulería lo mira mal. Sin ánimo de ofender.

—Y encima siempre me engaña en el peso —bufó el Hermano Portero—. Además…

—Sí, sí, sí —lo interrumpió el Gran Maestro Supremo—. Sin duda, las buenas gentes de Ankh-Morpork están bajo la garra de muchos opresores. El caso es que los reyes suelen aparecer en circunstancias un poco más especiales. Como una guerra, por ejemplo.

Las cosas iban muy bien. Sin duda, pese a toda su estupidez, alguno tendría la inteligencia necesaria como para hacer la sugerencia correcta.

—Antes había profecías antiguas, o cosas por el estilo —dijo el Hermano Revocador—. Me lo dijo mi abuelo. —Le brillaban los ojos por el esfuerzo de recordar—. «Vendrá el rey, trayendo Ley y Justicia, de su boca sólo saldrá la Verdad, para Proteger y Servir al Pueblo con su Espada.» No me miréis así, que no me lo estoy inventando.

—Bah, esa leyenda nos la sabemos todos. Para lo que sirve… —se burló el Hermano Vigilatorre—. A ver, para empezar, ¿qué hace ese tipo? ¿Llega a caballo con la Ley y la Verdad como si fueran los Cuatro Jinetes del Apocalipsis? «Hola a todos, soy el rey, y esa de ahí es la Verdad, que está dando agua al caballo.» No parece muy sensato. Naa, uno no se puede fiar de esas leyendas antiguas.

—¿Por qué no? —preguntó el Hermano Yonidea.

—Porque son legendarias. Por eso —replicó el Hermano Vigilatorre.

—Pues a mí me gustan las de princesas durmientes —intervino el Hermano Revocador—. Sólo un auténtico rey puede despertarlas.

—No seas burro —lo reprendió el Hermano Vigilatorre—. No tenemos ningún rey, así que tampoco puede haber princesas. Es de lógica.

—Claro, que en los viejos tiempos era más sencillo —dijo el Hermano Portero.

—¿Por qué?

—Lo único que tenían que hacer era matar a un dragón.

El Gran Maestro Supremo juntó las manos y ofreció una plegaria silenciosa al dios que le hubiera estado escuchando. Había estado en lo cierto sobre aquel puñado de imbéciles. Tarde o temprano, sus cerebros atrofiados los guiaban hacia donde él quería.

—Qué idea tan interesante —aplaudió.

—Pero no sirve de nada —replicó el Hermano Vigilatorre—. Ya no hay dragones grandes.

—Pero podría haberlos.

El Gran Maestro Supremo hizo crujir los nudillos.

—¿Volverán? —se interesó el Hermano Vigilatorre.

—He dicho que es posible.

Desde las profundidades de la capucha del Hermano Vigilatorre se oyó una risita nerviosa.

—¿Los de verdad? ¿Los que tienen alas y triangulitos en el lomo?

—Sí.

—¿Los que lanzan llamas por la boca?

—Sí.

—¿Los que tienen esa especie de uñas largas en las patas?

—¿Garras? Oh, sí. Todas las que quieras.

—¿Cómo que tantas como quiera?

—Creo que está bien claro, Hermano Vigilatorre. Si quieres dragones, puedes tener dragones. Puedes traer un dragón aquí. Ahora. A la ciudad.

—¿Yo?

—Todos vosotros. Es decir, nosotros —insistió el Gran Maestro Supremo.

El Hermano Vigilatorre titubeó.

—Pues la verdad, no sé si es buena idea…

—Y obedecería todas vuestras órdenes.

Eso los hizo guardar silencio. Eso los hizo pensar. Eso cayó sobre sus diminutos cerebros como un buen trozo de carne en una perrera.

—¿Te importa repetirlo? —pidió el Hermano Revocador.

—Podéis controlarlo. Podéis obligarlo a que haga lo que queráis.

—¿A un dragón de verdad?

En la intimidad de su capucha, el Gran Maestro Supremo puso los ojos en blanco.

—Sí, uno de verdad. No uno de esos dragoncitos de pantano que la gente tiene en casa. Uno de verdad.

—Pero yo creía que eran…, ya sabes, ritos. El Gran Maestro Supremo se inclinó hacia adelante.

—Eran mitos, y eran reales —dijo en voz alta—. Onda y partícula a la vez.

—Ahí me he perdido —señaló el Hermano Revocador.

—En ese caso, os haré una demostración. Por favor, Hermano Dedos, el libro. Gracias. Hermanos, debo deciros que, cuando aprendía a los pies de los Maestros Secretos…

—¿De los qué, Gran Maestro Supremo? —preguntó el Hermano Revocador.

—¿Qué te pasa, por qué no escuchas nunca? ¡Ha dicho «Maestros Secretos»! —gritó el Hermano Vigilatorre—. Ya sabes, los venerables sabios que viven en no sé qué montaña, lo gobiernan todo en secreto, le enseñaron eso de la sabiduría y pueden caminar sobre el fuego y esas cosas. Nos lo dijo la semana pasada. Nos va a enseñar, ¿a que sí, Gran Maestro Supremo? —terminó, obsequioso.

—Ah, los Maestros Secretos —asintió el Hermano Revocador—. Lo siento. Es por estas capuchas místicas. Lo siento. Secretos. Ya me acuerdo.

Cuando yo gobierne esta ciudad, se dijo para sus adentros el Gran Maestro Supremo, se acabará todo esto. Fundaré una nueva sociedad secreta, llena de hombres astutos e inteligentes, aunque no demasiado inteligentes, claro, no demasiado inteligentes. Expulsaremos al tirano y habrá una nueva era de ilustración, fraternidad y humanismo, y Ankh-Morpork será una Utopía, y la gente como el Hermano Revocador arderá a fuego lento. Junto con sus lipasas.[2]

—Como decía, cuando estaba aprendiendo a los pies de los Maestros Secretos… —continuó.

—Fue cuando te dijeron que caminaras sobre papel de arroz, ¿verdad? —lo interrumpió el Hermano Vigilatorre, en tono coloquial—. Siempre me ha parecido un buen detalle. Desde que lo contaste la primera vez, guardo el papel que viene en las cajas de zapatos. Es realmente sorprendente. Puedo caminar sobre él sin problemas. Eso demuestra lo mucho que te ayuda estar en una buena sociedad secreta.

El Hermano Revocador no arderá solo, pensó el Gran Maestro Supremo.

—Tus pasos por el camino de la iluminación son un ejemplo para todos nosotros, Hermano Vigilatorre —dijo—. De todos modos, si me permitís proseguir, entre los muchos secretos que aprendí…

—… sobre la esencia del ser… —aportó el Hermano Vigilatorre, aprobador.

—… sobre la esencia del ser, como dice el Hermano Vigilatorre, estaba la ubicación exacta actual de los dragones nobles. Es erróneo pensar que todos murieron. Sencillamente, encontraron un nuevo camino de evolución. Y podemos invocarlos. —Blandió el libro—. Aquí tenemos las instrucciones concretas.

—¿Y están en un libro, así como si tal cosa? —se asombró el Hermano Revocador.

—No es un libro cualquiera. Es el único ejemplar que existe. He tardado años en localizarlo —dijo el Gran Maestro Supremo—. Está escrito del puño y letra de Tubal de Malaquita, un gran experto en el tema de los dragones. Es su propia caligrafía. Él invocaba dragones de todos los tamaños, y vosotros podéis hacer lo mismo.

Hubo otro largo silencio de asombro.

—Mmm —dijo al final el Hermano Portero.

—A mí es que eso me parece como…, bueno, ya sabes, cosa de magia —señaló el Hermano Vigilatorre, con el tono nervioso de quien acaba de ver bajo qué va-sito está la bola, pero no quiere decirlo—. O sea, no quiero cuestionar tu sabiduría suprema ni nada por el estilo…, pero…, no sé…, eso de la magia…

Su voz se apagó.

—Exacto —asintió el Hermano Revocador, incómodo.

—Es…, es por los magos, ¿sabes? —intervino el Hermano Dedos—. A lo mejor no te enteraste porque estabas con los venerables venerados en esa montaña, pero aquí a los magos no les hace gracia que hagas nada mágico, se te ponen en contra, y no es buena cosa.

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2

Según el Diccionario de las palabras desternillantes, una lipasa es un «biocatalizador o enzima orgánica del grupo de las hidrolasas». Al Gran Maestro Supremo le hubiera servido de gran ayuda este diccionario cuando se sentó a redactar los juramentos de la sociedad, ya que incluye otras palabras como osazonas («compuestos caracterizados por el grupo divalente H2N.N:C.C:N.NH2»), chiscarra («roca caliza de poca coherencia que se divide fácilmente en fragmentos pequeños») o pendolista («persona de buena letra»).