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Caminaba encorvado. Es lo que le pasa a uno cuando se cría en una mina de oro explotada por enanos que piensan que un metro cincuenta es una buena altura para un techo.

Siempre había sabido que era diferente. Para empezar, siempre tenía más chichones que nadie. Y un día su padre se acercó a él, o mejor dicho se acercó a su cintura, y le dijo que, en realidad, no era como había creído siempre, un enano.

Es terrible tener dieciséis años y descubrir que te has equivocado de especie.

—No hemos querido decírtelo antes, hijo —suspiró su padre—. Pensamos que crecerías sin darte cuenta.

—¿Sin darme cuenta de qué? —inquirió Zanahoria.

—De que crecías. Pero ahora tu madre opina…, bueno, los dos opinamos que ya es hora de que vayas a vivir entre los tuyos. Es decir, no nos parece justo tenerte aquí acurrucado, privado para siempre de la compañía de los de tu propia altura. —Su padre se retorció la correa de cuero con que se sujetaba el casco, señal inequívoca de que estaba preocupado—. Eh… —añadió.

—¡Pero vosotros sois los míos! —exclamó Zanahoria, a la desesperada.

—En cierto modo, sí, claro —asintió su padre—. Pero en otro cierto modo, que por cierto es mucho más preciso, no. Es por cosas de eso de la genética, ¿entiendes? Así que lo mejor sería que te marcharas a ver un poco el mundo.

—¿Cómo, para siempre?

—¡Oh, no! No. Claro que no. Vuelve a visitarnos siempre que quieras. Pero bueno, un chico de tu edad, metido aquí abajo…, no está bien. Ya sabes. O sea. Ya no eres un niño. Tienes que pasarte la mayor parte del tiempo de rodillas, y todo eso. No está bien.

—Entonces, ¿cuáles son los míos? —preguntó Zanahoria.

El viejo enano respiró hondo.

—Eres humano —dijo.

—¿Qué? ¿Como el señor Varneshi?

El señor Varneshi tenía un carro de bueyes y subía por los caminos de la montaña una vez a la semana para venderles cosas a cambio de su oro.

—¿Soy de la Gente Grande?

—Mides un metro ochenta, hijo. Él sólo mide un metro cincuenta. —El enano volvió a retorcerse la correa de cuero del casco—. Ya ves.

—Si, pero…, pero quizá lo que pasa es que soy alto para mi altura —insistió Zanahoria a la desesperada—. Al fin y al cabo, si hay humanos bajitos, ¿por qué no puede haber enanos altos?

Su padre le dio unas palmaditas de consuelo en las rodillas.

—Tienes que enfrentarte a los hechos, hijo. Estarás mucho mas cómodo arriba, en la superficie. Lo llevas en la sangre. Además, el techo no está tan bajo.

Bajo el cielo no te seguirás dando esos golpes en la cabeza, añadió para sus adentros.

—Un momento —dijo Zanahoria, con su frente sincera fruncida ante el esfuerzo de sus cálculos—. Tú eres un enano, ¿no? Y mamá también es una enana. Así que yo debería ser un enano. Son hechos de la vida.

El enano suspiró. Había albergado la esperanza de esquivar aquel tema, tal vez aplazarlo durante unos meses e írselo insinuando poco a poco, pero se le había acabado el tiempo.

—Siéntate, hijo —indicó con amabilidad. Zanahoria se sentó.

—La cosa es que…, en fin… —tartamudeó cuando el rostro grandote y sincero del chico estuvo un poco más cerca del suyo—. Te encontramos en el bosque un día. Gateabas cerca de uno de los senderos…, mmm…

La correa de cuero se soltó. El rey tomó aliento y siguió hablando.

—O sea, que…, verás, había unos carros. Como ardiendo, como si dijéramos. Y gente muerta. Eso, mmm…, sí. Gente muy muerta. Por eso de los bandidos. Aquel invierno fue malo, y todos bajaban de las montañas… Así que te recogimos, claro, y bueno, fue un invierno muy malo, y muy largo, ya te lo he dicho, y tu madre se acostumbró a ti, y bueno, nunca nos decidimos a pedirle a Varneshi que hiciera averiguaciones. Eso es todo.

Zanahoria se lo tomó bastante bien, sobre todo porque no entendió ni la mitad. Además, que él supiera, encontrar a los niños gateando junto a los senderos era el sistema normal de reproducción. A los enanos[3] no se los considera lo suficientemente mayores como para explicarles el proceso técnico hasta que no llegan a la pubertad[4].

—Muy bien, papá —suspiró, inclinándose hasta quedar a la altura de la oreja del enano—. Pero…, bueno yo y… ¿conoces a Minty Machacarrocas? Es preciosa, papá, tiene una barba tan suave como…, como una cosa muy suave… y más o menos nos entendemos, y…

—Sí —replicó el enano con voz fría—. Lo sé. Su padre ha hablado conmigo.

Y su madre con tu madre, añadió para sus adentros, y luego tu madre habló conmigo. O más bien me habló a mí.

—No es que no les gustes, eres un buen muchacho, y un gran trabajador, serías un estupendo yerno. Cuatro estupendos yernos. Eso es lo malo. Además, la chica sólo tiene sesenta años. No es correcto. No está bien.

Había oído hablar de niños criados por lobos. Se preguntó si el jefe de la manada se habría visto en una situación tan violenta como aquélla. Quizá tenían que llevarse a los crios a algún claro tranquilo y decir, Mira, hijo, quizá te hayas preguntado por qué no eres tan peludo como los demás…

Lo había discutido con Varneshi. Un buen tipo, el tal Varneshi. También había conocido a su padre. Y a su abuelo, ahora que lo pensaba. Los humanos no duraban mucho, probablemente era por el esfuerzo de tener que bombear la sangre tan arriba.

—Pues tienes un problema, rey[5]. Un buen problema —le había dicho el anciano, mientras tomaban un trago en un banco junto a la boca del Pozo número 2.

Es un buen chico desde luego —suspiró el rey—. De carácter tranquilo. Honrado. No es lo que se dice inteligente, pero le mandas que haga algo y no para hasta haber terminado. Obediente.

—Podríais cortarle las piernas —sugirió Varneshi.

—Lo que nos causa problemas no son sus piernas —replicó el rey con voz sombría.

—Ah. Claro. Bueno, en ese caso podríais…

—No.

—No —asintió Varneshi, pensativo—. Mmm. Bien, en ese caso quizá debáis enviarlo fuera una temporada. Que se junte un poco con los humanos. —Se acomodó en el banco—. Lo que tenéis aquí, rey, es un pato —añadió con tono de entendido.

—No creo que deba decirle eso. Ni siquiera se quiere creer que es humano.

—Un pato criado entre gallinas. Un fenómeno científico que se da en las granjas. Se encuentran con que no pueden picotear el suelo y ni siquiera saben lo que es nadar. —El rey escuchó con educación. Los enanos no se interesan demasiado por la agricultura—. Pero lo mandas con los otros patos, dejas que se moje un poco, y ya no volverá a correr detrás de los gallos. Te lo digo yo.

Varneshi se acomodó de nuevo, bastante satisfecho consigo mismo.

Cuando te pasas una gran parte de la vida bajo tierra, desarrollas una mentalidad un tanto literal. A los enanos no les sirven de nada las metáforas y los símiles. Las rocas son duras y la oscuridad es oscura. Su lema es, si empiezas a liarte en descripciones como aquélla, te meterás en apuros. Pero, tras doscientos años de hablar con humanos, el rey había desarrollado más o menos un agotador instrumental mental que le iba bastante bien para comprenderlos.

—Claro que me lo dices tú, te acabo de oír —señaló con tono racional.

—Ya me entiendes.

Hubo una pausa, mientras el rey analizaba cuidadosamente las últimas frases.

—Lo que estás diciendo —empezó, sopesando cada palabra— es que deberíamos hacer que Zanahoria saliera y fuera un pato entre los humanos, porque tú lo dices.

—Es un gran muchacho. Hay muchas posibilidades para un chico fuerte como él —señaló Varneshi.

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3

Al decir «enanos», se habla de ambos sexos. Todos los enanos tienen barba y visten unas doce prendas, unas sobre otras. El sexo es más o menos opcional.

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4

Alrededor de los cincuenta y cinco años.

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5

Literalmente, dezka-knik, «supervisor de la mina».