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— Magníficos suburbios — dijo sonriendo Bolótnikov —. Son mayores que las antiguas capitales. A propósito, yo estuve aquí la última vez exactamente hace cien años; ésta era una ciudad relativamente pequeña. Me refiero, claro está, a Poltava, no a Selena.

El sharex comenzaba a disminuir la velocidad. El potente zumbido que casi no se oía en el interior de los vagones, ahora parecía desaparecer por completo. Era posible que el aparato automático que dirigía el tren hubiera desconectado los motores, calculando que la inercia era suficiente para llegar al andén de la estación.

Selena había quedado atrás. Se acercaban rápidamente los grandes edificios de Poltava.

Los pasajeros más impacientes comenzaron a levantarse de sus sitios. El vagón no tenía divisiones ni departamentos. Formaba un solo local, cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra blanda y afelpada. Formaban su mobiliario pequeñas mesitas, aparadores y libreros, pantallas portátiles de televisión. Los sillones se podían colocar donde se quisiera según el deseo de los pasajeros.

Una voz metálica dijo:

– ¡Poltava!

– ¡Adiós, querido! — dijo Bolótnikov —. Me ha sido muy agradable conocerle.

– ¿Va a estar usted mucho tiempo en Poltava?

— Unas dos semanas.

— Entonces no adiós, sino hasta la vista. Yo estaré aquí dentro de tres días.

– ¿A recibir a la Sexta expedición?

— Precisamente para esto.

— Entonces, nos veremos, si usted no tiene inconveniente.

— Al contrario, con mucho gusto. A propósito ¿usted sabe que estará Guianeya?

— Lo sé y la quiero ver. Hasta ahora no he podido. Sólo la he visto en fotografía y en el cine.

– ¿Quiere usted conocerla personalmente?

— Tengo grandes deseos, ¿pero cómo hacerlo?

— Mi hermana acompaña como traductora a Guianeya. Acerqúese a ella, salúdela de mi parte y ella se la presentará.

– ¡Muchas gracias! Obligatoriamente lo haré. Me interesa mucho ver a Guianeya.

Dígame ¿éste es su verdadero nombre? Quiero decir ¿si suena así en su idioma?

— No exactamente. Su nombre suena aproximadamente así — Murátov pronunció lentamente alargando las sílabas —: Guiyaneia. De esta forma lo pronunció ella hace año y medio en su primera entrevista con las personas. La comenzamos a nombrar más sencillamente: Guianeya.

– ¿Y ella qué dijo?

— Inmediatamente comenzó a acostumbrarse a este nombre.

– ¿Conoce usted su idioma?

— Recuerdo varias palabras. Aproximadamente unas doscientas.

– ¿Es difícil el idioma?

— No mucho. Le va a asombrar lo que voy a decirle. Me parece que en este idioma hay algo conocido.

– ¿Cómo puede ser esto? Un idioma de un planeta extraño…

— A mí me parece esto raro. Pero no puede uno olvidar la impresión de que las palabras tienen un sonido conocido. Es posible que cuando conozcamos más cosas… Por ahora sabemos poco. Esta rara muchacha no quiere enseñarnos su idioma.

— No comprendo ¿por qué?

— A esto puede sólo responder la misma Guianeya. ¡Inténtelo!

El sharex se detuvo. La pared ciega del túnel de seguridad ocultaba el andén de la estación. En el suelo se abrió una escotilla (la alfombra que parecía de una pieza se separó en este sitio). De un lugar de la parte baja del vagón se deslizaron hacia abajo los escalones de una ancha escalera.

Bolótnikov se despidió una vez más de Murátov, una vez más le dio las gracias y salió.

Con él descendieron unas diez personas y subieron otros pasajeros.

Murátov no descendió al andén pues sabía que el sharex paraba sólo cuatro minutos.

Sonó la señal de salida. La escotilla del suelo del vagón se cerró. La alfombra se volvió a unir. Era imposible notar dónde se encontraba la juntura.

El vagón se balanceó casi imperceptiblemente. Pasaron hasta desaparecer las paredes del túnel y el tren salió a cielo raso. Cada vez pasaban más rápidamente las casas de Poltava, el sharex adquiría impetuosamente velocidad.

Pronto desapareció la ciudad tras el horizonte. Por ambas partes de la vía se extendían infinitos campos amarillos.

Se veían vechelectros por todos los sitios. Enormes y pesados en apariencia, se deslizaban lentamente en medio del mar de trigo, y parecía que eran innumerables. Era la segunda cosecha que se recogía este año.

Murátov sintió hambre. El aparador le «suministró» un vaso de café caliente y unos bocadillos.

Al regresar a su sillón Víktor se acordó de Bolótnikov.

«¡Magnífico anciano! — pensó —. Original, pero muy simpático. Es interesante saber cómo le tratará Guianeya».

La muchacha de otro mundo trataba de diferente forma a las personas, con una franqueza que era asombrosa para las personas de la Tierra. A unos les sonreía, les permitía estrechar su mano (ella misma no conocía esta costumbre), a otros les manifestaba inmediatamente su antipatía. A veces ocurría que volvía la espalda a algunas personas que le presentaban. Y nunca respondía a la pregunta por qué no le gustaba una u otra persona. Se pudo notar que frecuentemente trataba bien a las personas que eran de estatura alta, mientras que las personas pequeñas, casi como regla, no le provocaban simpatía.

En los primeros meses de estancia en la Tierra, Guianeya saludaba a las personas levantando la mano abierta hasta la altura del hombro, pero después dejó de hacerlo.

Callada extendía la mano para estrecharla, pero nunca correspondía de la misma forma.

«¿Se aburriría en la Tierra? — pensó Murátov —. ¿Sentiría nostalgia por su patria? ¿Por qué no quería conocer más profundamente la Tierra y a sus habitantes? ¿Qué fin perseguía Guianeya con su obstinado silencio?»

Murátov no tenía la menor duda de que Guianeya se comportaba así con fin determinado. Existía una causa y ésta era seria. ¿Pero en qué consistía?

A Murátov le sacaba de sí el secreto de Guianeya, y precisamente por esto abandonó inmediatamente a la huésped de la Tierra en cuanto la trajo aquí. No aguantaba los enigmas que no ofrecían solución. Y aquí no existía un enigma, sino un secreto inexplicable. Guianeya se encerró en sí misma desde el primer día, desde el primer momento de su aparición, siguiendo, al parecer, una línea de conducta trazada de antemano. Murátov sabía esto mejor que otros, ya que fue testigo de ello las primeras horas y días.

«¡Hay una causa, indudablemente la hay! — frecuentemente pensaba —. Y quién sabe, es posible, que esta causa sea más importante que lo que se esfuerzan por saber nuestros científicos de Guianeya».

El manuscrito que había leído y la conversación con Bolótnikov, una vez más le hicieron pensar en los acontecimientos del pasado.

Recordó, recordó todo, hasta los detalles más minuciosos, lo que precedió a la aparición de Guianeya…

Primera parte

1

«Querido Víktor:

Te ruego que vengas a verme inmediatamente. Se ha logrado hallar por fin en el espacio el objeto sobre cuya presencia en el Sistema solar se sospechaba ya desde el siglo pasado. Acuérdate de que te he hablado de él. Pero para mí no está todo claro. Hay algo raro. ¡No dejes de venir! Recordaremos los tiempos pasados y pensaremos juntos. El problema es interesante y no tendrás queja. ¡Ven sin ninguna dilación! ¡Me eres imprescindible!

Serguéi. Murátov leyó dos veces la carta de su amigo.

Se veía que cuando Sinitsin escribió la carta estaba emocionado o se encontraba en un estado de excitación nerviosa. Esto lo indicaba su estilo descuidado, impropio de él, y las muchas veces que repetía el ruego de que viniese. E incluso no era corriente la escritura desigual, apresurada. Esto era incompatible con el carácter siempre moderado y tranquilo de las palabras y gestos del astrónomo. Y además ¿para qué escribir cuando todo se puede decir con más rapidez y sencillez por el radiófono?