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Como mi memoria vaciló un momento en el umbral de la última estrofa, en donde había probado tantas palabras iniciales que la por fin fue elegida quedaba parcialmente camuflada por una impresionante colección de entradas falsas, oí que mi madre inspiraba entrecortadamente. Por fin terminé de recitar y la miré. Estaba sonriendo en éxtasis a través de las lágrimas que le corrían por las mejillas.

—Qué maravilloso, qué bonito —dijo, y con la ternura de su sonrisa cobrando aún fuerza, me pasó un espejito manual para que pudiese ver la mancha de sangre que tenía en el lugar de mi pómulo donde, en cierto momento indeterminado, había aplastado a un voraz mosquito mediante el acto inconsciente de apoyar la mejilla en el puño. Pero vi más cosas. Observando mis propios ojos, tuve la escandalizadora sensación de no encontrar más que los restos de mi yo corriente, retazos y material sobrante de una identidad evaporada cuya reconstrucción en el espejo le exigió a mi razón un verdadero esfuerzo.

CAPITULO DUODÉCIMO

1

Cuando conocí a Tamara —por darle un nombre que concuerde con su nombre real— ella tenía quince años, y yo uno más. El lugar era la accidentada pero bonita región (negros abetos, blancos abedules, turberas, henares y baldíos) que se encuentra justo al sur de San Petersburgo. Una guerra lejana continuaba acercándose poco a poco. Dos años después, ese trillado deus ex machinaque fue la Revolución Rusa, hizo que me alejase de ese inolvidable escenario. De hecho, ya entonces, en julio de 1915, ciertos borrosos agüeros y retumbos entre bastidores, y el cálido aliento de fabulosos cataclismos, estaban afectando a la llamada escuela «simbolista» de la poesía rusa, sobre todo a los versos de Alexander Blok.

Durante el comienzo de ese verano y a todo lo largo del anterior, el nombre de Tamara había estado aflorando (con esa fingida ingenuidad que suele adoptar el Destino, cuando va en serio) aquí y allá en nuestra finca (Prohibido el paso) y en las tierras que mi tío poseía (Estrictamente prohibido el paso) al otro lado del Oredezh. Lo encontraba escrito con un palo en la arena rojiza de alguna de las avenidas del parque, o a lápiz en un enjalbegado portillo, o recién grabado a navaja (pero sin terminar) en la madera de algún viejo banco, como si la Madre Naturaleza me estuviese dando misteriosos avisos de la existencia de Tamara. Aquella silenciosa tarde de julio en la que la encontré completamente quieta (sólo se movían sus ojos) en una arboleda de abedules, pareció que Tamara hubiese surgido allí por generación espontánea, entre aquellos árboles vigilantes, con la silenciosa cabalidad de una manifestación mitológica.

Mató de un manotazo el tábano cuyo aterrizaje había estado esperando, y procedió luego a alcanzar a las otras dos chicas, menos bonitas, que la estaban llamando. Más tarde, desde una cota elevada sobre el río, las vi cruzar el puente, golpeteando el piso con sus ágiles tacones altos, las tres con las manos metidas en los bolsillos de sus americanas azul marino y, por culpa de los tábanos, agitando de vez en cuando sus encintadas y floridas cabezas. Muy pronto encontré la pista de Tamara, que ocupaba con su familia una modesta dachka(casita de veraneo) de alquiler en el pueblo. Yo me iba a caballo o en bicicleta hasta cerca de allí, y con la repentina sensación de un fogonazo deslumbrante (tras el cual mi corazón necesitaba un buen rato para regresar del sitio a donde había ido a parar) me cruzaba con Tamara en una u otra de las abiertas curvas de la carretera. La Madre Naturaleza eliminó primero a una de sus amigas, y luego a la otra, pero sólo en agosto, el 9 de agosto de 1915, para ser petrárquicamente exacto, a las cuatro y media de la más bella tarde de aquella estación, y en el pabellón de irisados ventanales donde yo había visto entrar a mi intrusa, sólo entonces reuní el valor suficiente como para dirigirle la palabra.

Vista a través de los cuidadosamente limpiados lentes del tiempo, la belleza de su rostro resulta tan próxima y brillante como siempre. Era baja y estaba un tanto llenita, pero era muy airosa gracias a sus delgados tobillos y su flexible cintura. Una gota de sangre tártara o circasiana podía explicar la leve inclinación de sus alegres ojos oscuros y el tono moreno de sus frescas mejillas. Una leve pelusa, comparable a la que se encuentra en las frutas del grupo de las almendras, forraba su perfil de un fino borde de irradiación. Acusaba a su pelo castaño intenso de ser indomable y tiránico, y amenazaba con cortárselo a lo garçon, y así lo hizo un año más tarde, pero yo siempre lo recuerdo tal como lo vi por primera vez, fieramente trenzado en una gruesa cola recogida y sujeta por su extremo a la parte posterior de la cabeza con un gran lazo de seda negra. Su encantador cuello estaba siempre desnudo, incluso durante los inviernos de San Petersburgo, pues había conseguido que la autorizasen a renunciar al tieso cuello de los uniformes que llevaban las colegialas rusas. Cada vez que articulaba algún comentario gracioso o hacía tintenear algún verso de su amplio surtido de poesía menor, dilataba las aletas de la nariz de la forma más seductora, y soltaba un alegre bufido. De todos modos, yo no estaba nunca seguro de si hablaba o no en serio. El ondear de su siempre predispuesta risa, su rápida forma de hablar, el retumbar de su r, muy uvular, el brillo tierno y húmedo de su párpado inferior, y, ciertamente, todas sus características, me parecían igualmente fascinantes, pero, fuera por la razón que fuese, en lugar de pregonar su carácter tendían a formar un brillante velo en el que me enredaba cada vez que intentaba averiguar alguna cosa nueva acerca de ella. Cuando yo le decía que nos casaríamos a finales de 1917, en cuanto terminara mi último curso en la escuela, ella, tranquilamente, me llamaba loco. Visualicé su casa, pero sólo de forma vaga. El primer apellido y el patronímico de su madre (que eran todo lo que yo conocía de esa mujer) sonaban a familia de comerciantes o de clérigos. Su padre, que, según deduje, apenas se interesaba por su familia, era administrador de una gran finca situada en algún lugar del sur.

Aquel año el otoño se presentó pronto. Capas de hojas caídas se amontonaban hasta la altura de los tobillos a finales de agosto. Negroaterciopeladas antíopes de bordes cremosos navegaban por los claros. El preceptor a cuyos inconstantes cuidados habíamos sido confiados mi hermano y yo aquella época solía ocultarse entre los matorrales para espiarnos a Tamara y a mí con ayuda de un telescopio viejo que encontró en el desván; pero también el mirón fue a su vez observado por el anciano jardinero de mi tío, aquel Apostoloski de roja nariz (por cierto, gran volteador de escardadoras) que tuvo la amabilidad de contárselo a mi madre. Ella no toleraba los fisgones, y además (aunque jamás le hablé de Tamara) sabía todo lo que podía interesarle de mis amoríos gracias a los poemas que yo le recitaba con espíritu de laudable objetividad, y que ella copiaba cariñosamente en un álbum especial. Mi padre estaba lejos, con su regimiento; y se creyó en el deber, después de haber conocido todo aquel material, de hacerme algunas preguntas notablemente incómodas cuando un mes más tarde regresó del frente; en cambio, la pureza de corazón de mi madre la había impulsado, y seguiría impulsándola, a superar esas dificultades y otras incluso más graves. Ella se limitó a sacudir la cabeza como dudando, pero de forma no carente de ternura, y a decirle al mayordomo que dejara cada noche en la terraza un poco de fruta para mí.