Выбрать главу

Una pequeña muchacha me trajo tímidamente el desayuno. Después vino a verme Eleazar. Con la confusión del día anterior, no recordaba cuan impresionante resultaba su presencia física. Me había parecido sólo grande, pero ahora me daba cuenta de que era un gigante, más alto que yo, incluso un palmo o más y probablemente sesenta minas más pesado. Tenía la tez rubicunda y una gran maraña de espesos rizos oscuros que le caía por los hombros. Había dejado a un lado su túnica egipcia y vestía al estilo romano, con una camisa blanca abierta por el cuello y unos pantalones caqui.

—¿Sabe? —dijo él—, nunca tuvimos ninguna duda de que usted era el hombre adecuado para este trabajo. Moisés y yo hemos comentado sus libros muchas veces y coincidimos en que nadie tiene una comprensión más sólida de la lógica de la historia, de la inexorabilidad del proceso que fluye de la naturaleza de los seres humanos.

Ante aquello no supe qué decir.

—Imagino lo irritado que debe de estar por haberlo traído aquí de esta forma. Pero usted resulta esencial para nosotros y sabíamos que nunca habría venido por propia voluntad.

—¿Esencial?

—Las grandes gestas necesitan grandes cronistas.

—Y la naturaleza de vuestra gesta…

—Venga —me dijo.

Me condujo a través de la aldea. Sin embargo, fue un paseo notablemente poco instructivo. Su actitud era mecánica y distante, como si estuviera siguiendo una ruta programada, y cuando le planteé una pregunta directa, se mostró vago e incluso evasivo. La gran construcción con techumbre metálica que se encontraba en el centro del campamento era la fábrica donde se estaban llevando a cabo los trabajos del Éxodo, me dijo, pero mi petición de más explicaciones fue desoída por completo. Me mostró la casa de Moisés, una choza rudimentaria, como todas las demás. A Moisés no llegué a verlo.

—Se encontrará con él más tarde —dijo Eleazar. Señaló una choza que era la sinagoga, otra que era la biblioteca y otra que alojaba el generador eléctrico. Cuando le pregunté si podíamos hacer una visita a la biblioteca, se encogió de hombros y continuó caminando. En el otro extremo vi un segundo grupo de burdas casas en la parte inferior de la ladera de una colina considerable que no había advertido la noche anterior.

—Tenemos una población de quinientas personas —me dijo Eleazar. Más de lo que yo había imaginado.

—¿Todos hebreos? —pregunté.

—¿Usted qué cree?

Me sorprendió que tantos de nosotros pudieran haberse trasladado a aquel asentamiento en el desierto sin que me llegara ninguna noticia. Es ciero que he llevado una vida recluida, dedicada al estudio, pero aun así, quinientos israelitas es uno de cada cuarenta de nosotros. Esto es un movimiento muy importante de población para los que somos. ¿Y no conozco a ninguno de ellos? ¿Ni siquiera al amigo de un amigo? Al parecer, no. Bueno, quizá la mayoría de los colonos de Beth Israel habían venido de la comunidad hebrea de Alejandría, la cual tiene relativamente poco contacto con aquellos de nosotros que vivimos en Menfis. Lo cierto es que no reconocí a nadie en nuestro paseo por la aldea.

De vez en cuando, Eleazar me hacía veladas referencias al Éxodo que se avecinaba, pero no había ninguna información en sus palabras. Era como si el Éxodo fuera un reluciente juguete que le gustara guardar en sus manos y a mí me permitiera, de tanto en tanto, contemplar su brillo pero no su forma. Preguntarle no servía de nada. Se limitaba a seguir andando con su imponente altura, diciéndome sólo lo que deseaba decirme. Había una grandiosidad muda en todo aquel proyecto misterioso que me desconcertaba a la vez que me irritaba. Si querían abandonar AEgyptus, ¿por qué no se marchaban simplemente? Las fronteras no estaban vigiladas. Habíamos dejado de ser esclavos del faraón hacía dos mil años. Eleazar y sus amigos podrían asentarse en Palestina o Siria o en cualquier otro sitio que les gustara, incluida la Galia, Hispania o Nova Roma, en el otro extremo del océano, donde podían tratar de convertir al pueblo de piel roja a la fe de Israel. A la República no le importaría que algunos exaltados hebreos quisieran marcharse allí. De manera que ¿a cuento de qué toda aquella pompa y misterio con semejante aura de secretismo conspiratorio? ¿Estaba aquella gente metida en algo realmente extraordinario? ¿O estaban locos, sencillamente?

Aquella tarde, Miriam me trajo mi ropa lavada y planchada, y se ofreció a presentarme a algunos de sus amigos. Fuimos a la aldea, que se veía muy tranquila. Casi todos estaban trabajando, me explicó Miriam, pero había algunos hombres y mujeres jóvenes en el porche de uno de los edificios.

—Ésta es Deborah —dijo ella—, y ésta es Ruth, y Reuben, e Isaac yjosephy Saúl.

—Todos me saludaron con gran respeto, incluso reverencia, pero casi inmediatamente regresaron a su animada conversación como si se hubieran olvidado de que estaba allí. Joseph, que era moreno, pulcro y delgado, trataba a Miriam con una familiaridad que rozaba la intimidad, acabando las frases por ella, tocándole ligeramente el brazo en una o dos ocasiones para subrayar algún matiz de lo que estuviera diciendo. Aquello, inesperadamente, me afectó.

¿Era su marido? ¿Su amante? ¿Por qué me importaba? Los dos eran lo bastante jóvenes como para ser mis hijos. Oh, Dios mío, ¿por qué tenía que importarme?

Inesperadamente y con asombrosa rapidez, mi actitud hacia mis captores empezó a cambiar. Lo cierto es que los inicios de mi relación con ellos fueron un tanto problemáticos (la altiva pomposidad de Eleazar, la brutal franqueza de Di Filippo, las malas maneras con que me secuestraron y me trajeron hasta aquí), pero cuando conocí a los demás, en general los encontré encantadores, elegantes, corteses, atractivos. Aunque puede que fuera un prisionero, en seguida empecé a tenerles simpatía.

Durante los primeros dos días no se me permitió saber nada, excepto que aquélla era una gente ocupada y resuelta, jóvenes la mayoría de ellos y todos, evidentemente, inteligentes, que trabajaban con un celo tremendo en alguna tarea colosal que estaban convencidos de que iba a sacudir el mundo. Eran apasionados de la manera en que yo imaginaba que lo habrían sido los primeros hebreos de aquel primer y desventurado Éxodo: despectivos hacia la sociedad estéril y ajena en la que habían sido confinados, luchando por la libertad y la luz, empeñados en la creación de un nuevo mundo. Pero ¿cómo? ¿Con qué medios? Estaba seguro de que ellos me contarían más cosas cuando lo creyeran oportuno, y también sabía que ese momento aún no había llegado. Me estaban observando, poniendo a prueba, asegurándose de que podían confiarme su secreto.

Cualquiera que fuera aquella sorpresa con la que ellos pretendían sacudir la República, yo esperaba que estuviera fundamentada y les deseaba éxito. Soy viejo y quizá tímido, pero estoy lejos de ser conservador. El cambio es la única manera de crecer, y el Imperio, en el que yo incluía a la República que tan ostensiblemente lo había reemplazado, es enemigo del cambio. Durante veinte siglos, Roma ha estrangulado a la humanidad con sus garras benignas, la civilización que ha construido está vacía, la vida que llevamos la mayoría de nosotros es un errar sin sentido que carece de valor o propósito. Mediante la astuta aceptación y absorción de los dioses desconocidos y de las formas de vida de los pueblos que ha conquistado, Roma lo ha homogeneizado todo, convirtiéndolo en una masa amorfa. Los grandes e inútiles templos de la vía Sacra donde todos los dioses eran aceptados e igualmente insignificantes, eran el mejor símbolo de ello. Al rendir culto a todos indiscriminadamente, los administradores del Imperio habían convertido lo sagrado en un simple instrumento de gobierno. Y, últimamente, su cinismo había llegado a pervertirlo todo: la relación entre el hombre y la divinidad se había destruido, no quedaba nada que venerar excepto el propio statu quo, la sagrada estabilidad del gobierno mundial. Yo tenía el convencimiento de que hacía ya mucho tiempo que tendría que haber habido alguna gran revolución, mediante la cual todas las relaciones anquilosadas, fosilizadas con su colección de opiniones y prejuicios antiguos y venerables, hubieran sido barridas; una revolución en la que todo lo que es sólido se disipara en el aire, en la que todo lo sagrado se profanara y, por fin, el hombre se viera obligado a enfrentarse, con todas sus facultades despejadas, a sus auténticas condiciones de vida. ¿Era eso lo que de alguna manera provocaría el Éxodo? Mi deseo profundo era que así fuera. Pues el Imperio había muerto y ni él mismo lo sabía. Como una bestia inmensa, el Imperio yacía sobre el alma de la humanidad asfixiándola con su peso. Una bestia tan enorme que a sus miembros aún no les había llegado la noticia de su propia muerte.