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—No importa, el teniente quiere un informe mañana por la mañana. ¿Qué deberé decirle… que esta noche no me has dejado salir?

—No me importa lo que le digas…

—Lo sé, pero me importa a mí. Es mi trabajo, y tengo que hacerlo.

Se miraron el uno al otro en silencio, respirando agitadamente. Desde el otro lado del tabique llegó un grito estridente y un llanto infantil.

—Shirl, no quiero pelearme contigo —dijo Andy—. Tengo que marcharme, es mi obligación. Podemos hablar del asunto más tarde, cuando regrese.

—Si estoy aquí cuando regreses —Shirl tenía las manos fuertemente entrelazadas, y estaba muy pálida.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No sé lo que quiero decir. Lo único que sé es que algo tiene que cambiar. Por favor, resolvamos esto ahora…

—¿No puedes comprender que es imposible? Hablaremos de ello cuando regrese. —Agarró el pomo de la puerta y permaneció unos instantes completamente inmóvil, sin hacerlo girar, luchando consigo mismo para recobrar la calma—. No discutamos ahora. Regresaré dentro de unas horas, y entonces lo resolveremos todo, ¿de acuerdo?

Shirl no contestó, y después de esperar un momento Andy salió y cerró la puerta de golpe tras él. El nauseabundo olor del otro cuarto le golpeó en pleno rostro.

—Belicher —dijo—, tienen ustedes que limpiar este cuarto. Hay un hedor insoportable.

—No puedo resolver lo del humo hasta que consiga algo que sirva de chimenea —dijo Belicher, agachándose y acercando sus manos a una humeante briqueta de carbón marino. La briqueta reposaba en una vieja palangana llena de arena, de la cual brotaba una columna de humo acre y grasiento que llenaba la habitación. La abertura en la pared exterior que Sol había practicado para la chimenea de su estufa había sido tapada cuidadosamente con un pequeño trozo de plástico que se hinchaba y crujía cuando el viento soplaba contra él.

—El humo es lo que mejor huele aquí —dijo Andy.

¿Han vuelto a utilizar sus hijos el cuarto como retrete?

—No querrá usted obligar a los niños a que bajen las escaleras en plena noche… —se lamentó Belicher.

Sin más comentarios, Andy miró a su alrededor y hacia el montón de trapos en un rincón, donde la señora Belicher y los miembros más jóvenes de la familia se apretujaban en busca de un poco de calor. Los dos muchachos mayores estaban haciendo algo en la pared, vueltos de espaldas a Andy. La pequeña bombilla proyectaba largas sombras sobre los desperdicios que empezaban a acumularse contra el zócalo, iluminaba las recientes raspaduras en la pared…

—Será mejor que limpie el cuarto —dijo Andy, y cerró la puerta de golpe, dejando a Belicher con la palabra en la boca.

Shirl tenía razón, aquella gente era insoportable, y él tenía que hacer algo para terminar con esta situación. Pero, ¿cuándo? Tendría que ser pronto, Shirl no podría aguantarles mucho más tiempo. Andy estaba furioso con los invasores… y furioso con Shirl. De acuerdo, la situación era lamentable, pero hay que aceptar las cosas como vienen. El seguía trabajando de doce a catorce horas diarias, lo cual era mucho peor que permanecer sentado en el cuarto oyendo el griterío de los niños.

La calle estaba a oscuras, llena de viento y de aguanieve que el viento hacía aún más molesta. El suelo estaba encharcado, y en algunos lugares había pequeños montones de nieve contra las paredes. Andy avanzó chapoteando, odiando a los Belicher y tratando de no sentirse enojado con Shirl.

Las pasarelas y los puentes que conectaban los buques del Barrio de los Barcos estaban resbaladizos a causa del hielo, y Andy tuvo que recorrerlos con grandes precauciones, consciente de las negras aguas que se extendían bajo él. En la oscuridad todos los buques parecían iguales, y Andy utilizó su linterna para iluminar sus costados y leer los nombres. Estaba helado y mojado de pies a cabeza cuando encontró el Columbia Victory y empujó la pesada puerta de acero que conducía a la cubierta inferior. Mientras descendía por la escalerilla de metal un chorro de luz se derramó a través del pasillo, a pocos metros de distancia. Una de las puertas había sido abierta por un chiquillo de piernas esqueléticas; parecía el apartamento de los Chung.

—Un momento —dijo Andy, parando la puerta antes de que el chico pudiera cerrarla. El niño alzó la mirada hacia él, silencioso y con los ojos muy abiertos.

—Este es el apartamento de los Chung, ¿no es cierto? —preguntó Andy, pasando al interior.

Reconoció inmediatamente a la mujer que estaba allí de pie. Era la hermana de Billy, la había visto antes. La madre estaba sentada en una silla junto a la pared, con la misma expresión de asombrado temor que su hija, cogiendo por la cintura al hermano gemelo del chiquillo que había abierto la puerta. Nadie le respondió.

Aquella gente quería realmente a la policía, pensó Andy. En aquel mismo instante se dio cuenta de que todos volvían su mirada hacia la puerta de la pared del fondo, para apartarla rápidamente de allí. ¿Cuál era el motivo de su actitud?

Andy alargó la mano hacia atrás y cerró la puerta que daba al pasillo. No era posible… pero la noche en que Billy Chung había estado aquí había sido tormentosa como ésta, perfecta para que un fugitivo pasara inadvertido. ¿Había dado por fin en el clavo?, se preguntó. ¿Había elegido la noche más indicada para venir aquí?

Incluso mientras los pensamientos se estaban formando la puerta del dormitorio se abrió y apareció Billy Chung, empezando a decir algo. Sus palabras quedaron ahogadas por los estridentes chillidos de su madre y los gritos de advertencia de su hermana. Billy alzó la mirada y se quedó helado y con la boca abierta, inmovilizado por el asombro al ver a Andy.

—Quedas detenido —dijo Andy, acercando una mano a su cinturón para coger las esposas.

—¡No! —gritó Billy con voz ronca, empuñando el cuchillo que llevaba en la cintura.

Lo que siguió fue de locura. La anciana no dejaba de chillar, una y otra vez, sin pararse a tomar aliento, y la hija se precipitó sobre Andy, tratando de arañarle los ojos. Clavó sus uñas en la mejilla del detective antes de que este lograra agarrarla y mantenerla apartada de él toda la longitud de su brazo… todo esto sin dejar de vigilar a Billy, que agitaba la larga y reluciente hoja ante él mientras avanzado agachado, en la típica postura de los luchadores a navaja.

—Suelta eso —gritó Andy, y apoyó su espalda contra la pared—. No puedes salir de aquí. No te busques más problemas.

La mujer descubrió que no podía llegar al rostro de Andy, de manera que trazó líneas de fuego en el dorso de su mano con sus uñas. Andy la empujó fuertemente y apenas vio como caía, concentrado en sacar su revólver.

—¡Alto! —gritó, y apuntó el revólver al aire. Quería efectuar un disparo de advertencia, pero se dio cuenta de que el compartimiento era de acero y cualquier proyectil podría rebotar en sus paredes: y en el compartimiento había dos mujeres y dos niños—. Alto, Billy, no puedes salir de aquí —gritó, apuntando con el revólver al muchacho, que seguía avanzando y agitando salvajemente el cuchillo.

—Déjeme salir —sollozó Billy—. ¡Le mataré! ¿Por qué no puede dejarme en paz?

Andy comprendió que no iba a detenerse. El cuchillo era muy afilado y Billy sabía utilizarlo. Si quería complicar las cosas iba a conseguirlo.

Andy apuntó a una de las piernas de Billy, y apretó el gatillo en el preciso instante en que el muchacho tropezaba.

El estampido del arma calibre .38 llenó el compartimiento, y Billy cayó hacia adelante, y la bala se incrustó en su cabeza, y quedó tendido en el suelo de acero. Un impresionante silencio siguió al sonido del disparo, y el aire se impregnó de un acre olor a pólvora. Nadie se movió excepto Andy, que se inclinó sobre el muchacho y tocó su muñeca.