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Brilló la muerte en los ojos de Corona. Hizo una se­ña a Hoja y se lanzó a su vez a la entrada. Hoja lo siguió. Taco, sollozando, en pie junto a la puerta, nada hacía por detener el paso de los Hermanos del Árbol que se cola­ban en el vagón. Hoja los vio saltar por encima de todos los objetos, examinándolos, inspeccionándolos, haciendo comentarios. Sí, como monos. En el pasillo delantero, Co­rona forcejeaba con cuatro de ellos, uno en cada mano, haciendo por sacudirse a los otros dos que se habían encaramado a sus piernas armadas. Hoja se enfrentó con una mujer en miniatura, una criatura de ojos brillantes de gnomo cuyo cuerpo delgado y desnudo relampagueaba cubierto de feo sudor; mientras se acercaba a ella, la hembra echó mano, no de la cerbatana, sino de una es­trecha y alargada espada que sacó del tubo que pendía de su cintura y dio un golpe a Hoja en pleno antebrazo. Brotó enseguida la sangre y al cabo de unos segundos sintió la mordedura del dolor. ¿Un cuchillo envenenado? Bueno, en ese caso, que el Alma cargue contigo, Hoja. Pero si había veneno no sintió sus efectos; de un mano­tazo arrebató el cuchillo de la mujer y lo tiró a la pared opuesta, cogió en volandas a la hembra y la arrojó por la escotilla abierta. Habían dejado de entrar Hermanos del Árbol. Hoja se topó con otros dos, los sacó al exte­rior, expulsó a un tercero y persiguió a un cuarto, en busca de los restantes. Sombra estaba junto a la escoti­lla y la bloqueaba con los frágiles brazos abiertos. ¿Y Co­rona? Ah. Ahí está. En la sala de los trofeos.

—Cógelos y llévalos a la escotilla —exclamó Hoja—. Vamos a echarlos de aquí.

—Monos de mierda —exclamó Corona.

Gesticuló con rabia. Los Hermanos del Árbol habían cogido algunos objetos valiosos del tesoro de Corona, en particular una vieja cota de malla, que, con inquietud infantil, habían despojado de sus frágiles broches. Coro­na, irritado, se lanzó sobre ellos, dejando caer la mano sobre sus cráneos.

—¡No! —exclamó Hoja, temiendo la venganza en for­ma de dardos.

Corona, empero, siguió golpeando y aplastándolos co­mo nueces. Apartó los cadáveres y manipuló su trofeo en un esfuerzo inútil por reparar lo roto.

—Buena la has hecho —dijo Hoja—. No hacían más que curiosear. Ahora tendremos guerra y nos matarán antes de que caiga la noche.

—Jamás —gruñó Corona.

Dejó caer la malla, miró a los Hermanos del Árbol muertos, los arrastró fuera del vagón y los tiró al campo abierto como si fueran basura. Permaneció entonces en la escotilla en actitud desafiante, invitando a los dardos. No se vio ninguno. Los Hermanos del Árbol que aún quedaban en el carromato, unos cinco o seis, fueron salien­do con las manos vacías, en silencio, y pasaron junto al inmenso miembro del Lago Negro. Hoja se reunió con éste. De su herida manaba todavía sangre; no quiso ven­dársela ni que se cerrase antes de limpiarla de cualquier veneno que pudiera contener. Del codo a la muñeca co­rría la brecha, delgada, profunda y dolorosa. Cuando la vio Sombra no pudo evitar un ligero grito y en el acto le cogió la mano. Su aliento cálido acarició los bordes.

—¿Es peligrosa? —susurró.

—No creo. Pero hay que saber si el cuchillo estaba envenenado.

—Sólo envenenan las flechas —dijo Taco—. Pero ha­brá que tener cuidado con la infección. Lo mejor será que Sombra cuide de ti.

—Sí —dijo Hoja.

Miró al claro. Los Hermanos del Árbol, como aturdi­dos por la violencia desplegada tras su invasión del ca­rromato, permanecían en la carretera, inmóviles, en grupos de nueve o diez, guardando cierta distancia. Los dos muertos yacían intocados donde los había arrojado Co­rona. La inconfundible silueta del Invisible, transparente pero claramente siluetada por un perímetro oscuro, po­día verse a la derecha, junto a la espesura: sus ojos bri­llaban con ferocidad y sus labios permanecían curvados en una extraña sonrisa. Corona lo miraba con aturdi­miento. Todo parecía estar en suspenso, flotando inmó­vil en el crisol del tiempo. La escena era para Hoja un cuadro fantástico en que sólo la sensación del suceder quedaba sustituida por el palpitar de su brazo herido. Permanecía en el centro de todo, esperando, esperando, incapaz de hacer nada, atrapado como todos los demás en aquella ausencia de tiempo. Mientras duraba la pausa eterna advirtió que había aparecido otra figura que a la sazón permanecía tranquilamente a unos diez pasos apro­ximadamente a la izquierda del sonriente Invisible: era un Hermano del Árbol, más alto que los demás, afecta­do también por muecas y carantoñas pero innegablemen­te lleno de prestancia y majestad.

—Ha llegado el jefe —dijo Taco con voz ronca.

Rompióse la  inmovilidad.  Hoja respiró  y relajó  su cuerpo mantenido en rigidez. Sombra le dijo:

—Deja que te limpie la herida.

El jefe de los Hermanos del Árbol sacudió en el aire tres dedos estirados, señaló el carromato y pronunció cin­co sílabas cortantes y jubilosas; con lentitud comenzó a caminar derecho al vagón. En aquel mismo momento, el Invisible relampagueó brillantemente, como sol a punto de ponerse, y desapareció por completo. Corona, volvién­dose a Hoja, dijo con voz espesa:

—El mundo se ha vuelto loco en este lugar. Me pareció ver hace un instante a uno de los Invisibles de Theptis merodeando por entre los matorrales.

—No te pareció ver nada —le dijo Hoja— Lo viste realmente. Ha venido viajando secretamente con nosotros desde Theptis. Esperando a ver qué ocurría cuando lle­gáramos a la muralla de los Hermanos del Árbol.

Corona pareció irritarse.

—¿Cuándo lo descubriste? —preguntó.

—Déjalo en paz, Corona —dijo Sombra—. Ve y habla con el jefe. Voy a limpiar la herida de Hoja, de lo con­trario. ..

—Un momento. Necesito saber la verdad. Dime pues: ¿cuándo supiste lo del Invisible?

—Cuando fui a relevar a Taco. Estaba en la cabina del conductor. Riéndose de mí, a su manera.

—No me lo comunicaste. ¿Por qué?

—No hubo ocasión. Me estuvo dando la lata un rato y luego desapareció; luego estuve ocupado en la conduc­ción, llegamos al muro enseguida, y a continuación los Hermanos del Árbol...

—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó Corona con aspereza, cercano su rostro al de Hoja.

Hoja advirtió que le subía la fiebre. Se tambaleó y se apoyó en Sombra. El cuerpo rígido y menudo de ésta lo sujetó con sorprendente firmeza. Hoja dijo con cansan­cio:

—No lo sé. ¿Sabe alguien lo que puede querer un In­visible?

Mientras tanto, el jefe de los Hermanos del Árbol se había acercado a ellos y había pasado varias veces la palma de la mano por el lateral del carromato, como si estuviera tomando posesión del mismo. Corona se vol­vió. El jefe habló con frialdad, con entonación e inflexio­nes estudiadas. Corona negó con la cabeza.

—¿Qué dice? —ladró—. Taco. ¡Taco!

—Ven —dijo Sombra a Hoja—. Por favor.

La hembra lo condujo al castillo de pasajeros. El hom­bre se tendió en las pieles mientras ella buscaba afano­samente su botiquín; se acercó luego con un frasco alar­gado y verde en la mano y dijo:

—Voy a hacerte daño.

—Espera.

Se centró en sí mismo y, lo mejor que pudo, rompió toda comunicación con la red del aparato sensitivo que transmitía los mensajes dolorosos del brazo al cerebro. Notó en el acto que su piel se volvía más fría y, por pri­mera vez desde el altercado, que la herida le dolía mu­chísimo: tanto que había perdido la capacidad de pre­venirse al respecto. Libre de emociones observó que Som­bra, toda eficiencia, tocaba su herida, abríalos labios de ésta sin remilgos y limpiaba el interior rojizo. Todo cuan­to sintió fue una leve presión, muy desagradable, pero en modo alguno dolorosa. La hembra alzó la mirada al cabo del rato y dijo: