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—Me gustaría ver a la profetisa —murmuró Corona.

—Tenía entendido —dijo Hoja— que los Invisibles no tratan con otras razas.

—Informamos sólo de lo que hemos sabido por el je­fe —dijo Taco encogiéndose de hombros—. Dijo que la bruja es en parte Invisible. Acaso esté equivocado, pero no parecía mentir. De esto estoy seguro.

—Yo también —dijo Sombra.

—¿Qué les pasa a quienes se niegan a pagar el tribu­to? —preguntó Corona.

—Los Hermanos del Árbol los consideran malbarata­dores de los designios del Alma —dijo Taco— y los con­denan a muerte. Luego se quedan con sus bienes.

Corona se movió en círculo frente al carromato, dan­do puntapiés a fragmentos de tierra y levantándolos. Al cabo de un rato dijo:

—Se columpian en lianas. Chapurrean como monos idiotas. ¿Para qué quieren las propiedades de la gente ci­vilizada? ¿Nuestras pieles, nuestras estatuillas, nuestras tallas, nuestras ropas, nuestras flautas?

—Al tener esas cosas quedarán al mismo nivel que las castas superiores; al menos ésa es su idea —dijo Taco—. Lo que les interesa no son las cosas en sí, sino su pose­sión; ¿comprendes?

—Pues no tendrán las mías.

—¿Qué haremos entonces? —preguntó Hoja—. ¿Sen­tarnos y esperar sus dardos?

Corona cogió a Taco por el hombro con energía.

—¿Nos pusieron algún límite de tiempo? ¿Cuánto nos queda antes de que se muestren hostiles?

—No nos dieron ningún ultimátum. El jefe no parecía muy dispuesto a presentarnos batalla.

—¡Porque tiene miedo de sus superiores!

—Porque piensa que la violencia degrada el decreto del Alma —dijo a su vez Taco—. Su intención es esperar a que entreguemos nuestras pertenencias de grado.

—¡Pues esperará cien años!

—Esperará unos cuantos días —dijo Sombra—. Si no accedemos, tendrá lugar el ataque. ¿Qué piensas hacer, Corona? Supón que están dispuestos a esperar cien años. ¿Tú también lo estás? ¿Podemos quedarnos aquí eterna­mente?

—¿Sugieres que les demos lo que piden?

—Sólo quiero saber qué se te ha ocurrido —dijo ella—. Has admitido que no podremos derrotarlos en caso de enfrentamiento. No nos ha salido nada bien la empresa de atemorizarlos. También has reconocido que cualquier intento de derribar el muro no nos acarreará otra cosa que sus flechas. Te niegas a dar la vuelta y buscar otra ruta hacia el oeste. Rechazas la alternativa de rendirte, Pues bien, Corona: ¿qué te propones?

—Esperaremos unos cuantos días —dijo Corona,

—Los Dientes están en camino —exclamó Taco—. ¿Va­mos a quedarnos aquí y dejar que nos cojan?

Corona negó con la cabeza.

—Mucho antes de que lleguen los Dientes, Taco, este lugar estará lleno de refugiados, muchos refugiados, que se negarán a su vez a entregar sus bienes a esta gente, igual que nosotros. Puedo intuirlos ya en camino, a unos días de marcha, quizá menos. Nos aliaremos con ellos. Nosotros cuatro somos pocos contra una horda de monos venenosos, pero con cincuenta o cien guerreros fuertes los obligaríamos a retirar sus palos.

—Nadie vendrá por este camino —dijo Hoja—. Nadie sino los tontos. Todo el que pasa por Theptis sabe lo que hay en esta pista. ¿Qué ayuda podemos esperar de los tontos?

—Pues nosotros vinimos por aquí —dijo Corona—. ¿Somos tontos nosotros?

—Me temo que sí. Se nos advirtió que no tomáramos la Pista de la Araña y la tomamos de todas formas.

—Porque no quisimos confiar en la palabra de los In­visibles.

—Bueno, pues ocurre que los Invisibles nos dijeron la verdad en esta ocasión —dijo Hoja—. Y las noticias han tenido que llegar a Theptis. Nadie en su sano juicio se aventurará a seguir este camino.

—Los oigo, sin embargo; oigo a cientos de viajeros que se acercan —dijo Corona—. A veces puedo experi­mentar cosas así. ¿Y tú, Taco? Tú puedes predecir al­gunas cosas, ¿no? ¿Verdad que se acercan? No temas, Hoja: tendremos aliados de aquí a un par de días y en­tonces nos las veremos con estos ladrones. —Corona hizo un gesto—. Hoja, suelta a las yeguas de la noche para que pasten. Y los demás, al carromato. Lo sellaremos y haremos turnos durante la noche. Vivimos tiempos de vigilancia y valor.

—Vivimos tiempos de cavar tumbas —murmuró Taco con aire sombrío mientras subía con los demás al ca­rromato.

Corona y Sombra hicieron el primer turno de guardia mientras Hoja y Taco dormitaban en el fondo. Hoja se durmió enseguida y soñó que vivía en una inmensa y brutal ciudad del este —sus calles y edificios le eran des­conocidos pero la arquitectura era definidamente orien­tal en lo que al estilo respectaba, pesada y gris, llena de cornisas y parapetos— que sufría el ataque de los Dientes.

Veía todas las cosas desde un balcón con muchas venta­nas, en lo alto de una enorme torre cuadrada de ladri­llo que parecía superviviente de alguna remota época his­tórica. De la parte norte venía el sonido de las canciones guerreras de los invasores, zumbido sordo e intolerable, penetrante e intenso, semejante al chirrido de ruedas pu­lidas que girasen a toda velocidad sobre láminas metá­licas. Aquella odiosa música obligaba a los habitantes de la ciudad a salir y desperdigarse por las calles: y veían­se allí todas las razas, Dadores de Flores, Formadores de Arena, Cristales Blancos, Estrellas Danzarinas y has­ta Hermanos del Árbol, todas ellas absurdamente embu­tidas en ropas de comerciante, como si se tratase de gor­dos Dedos; sin embargo, nadie podía escapar, pues eran tantos, tropezando y cayendo, empujándose y molestan­do, que bloqueaban todas las avenidas y callejones.

En medio de aquel caos se adentró la vanguardia de los Dientes; arrastrándose hacia delante en su peculiar posición acuclillada, atropellando a los que habían caí­do. Parecían mitad bestias, mitad demonios: criaturas acurrucadas, de gran fortaleza y cabeza aplastada, de morro alargado, desnudos, peludos, de piel de color de arena, los ojos relampagueando con apetitos insaciables. La mente de Hoja agrandaba y distorsionaba a estos se­res con sutileza tal que se adentraban saltando en la ciudad como una partida de gigantescas ranas dotadas de dientes, rompiendo, rompiendo, pies carnosos y des­nudos sacudiendo el pavimento entre ecos siniestros, brazos poderosos y cortos agitándose casi cómicamente tras cada serie de saltos. La humanidad no significa nada para aquella estirpe carnívora. Habían permanecido en­cerrados demasiado tiempo en la fría y montañosa tie­rra del norte lejano, viviendo en guaridas semejantes a las de los animales de los bosques, y consideraban a los humanos mero alimento que el Alma había puesto a su disposición aquel día de venganza. Comenzaban ya con eficacia a cercar la ciudad recién conquistada, abalan­zándose sobre todo aquel que se ponía a tiro, amonto­nando a los prisioneros aturdidos en zahúrdas diferentes: a éstos nos los comeremos esta noche en el banquete de la victoria; a éstos los dejamos para la cena de mañana; estos otros los pondremos en conserva para que nos ali­menten durante el viaje; a éstos los matamos por deporte; a éstos los dejamos vivos para que sean esclavos. Hoja les veía alzar sus inmensas parrillas y preparar sus feroces fogones. Equipos investigadores se apresuraban a copar los arrabales. Nadie iba a escapar. Hoja se remo­vía y gruñía, cruzaba los umbrales del despertar, volvía a caer en el sueño. ¿Acabarían por encontrarlo en su to­rre? Humo grisáceo y grasiento brotaba de cien puntos de la ciudad. Llamas que se agitaban. Por las calles co­rrían riachuelos de sangre. Estaba anonadado. Sueño te­rrible. Pero ¿era sólo un sueño? ¿Era esto lo que había ocurrido realmente en Ciudad Santa horas después de que Corona, Sombra, Taco y él emprendieran la fuga? De cualquier modo, no cabía la menor duda de que se trataba de lo ocurrido en todas las ciudades sembradas a lo largo de la zona costera y muy probablemente era lo que estaba a punto de ocurrir en... ¿dónde? ¿En Puerto del Hueso? ¿En Ved-uru? ¿En Alsandar? Hasta él llega­ba el penetrante olor de la carne asada. Podía oír el pe­sado ruido de una patrulla de los Dientes subiendo las escaleras de su torre. Iban por él. Sí, allí, en aquel mo­mento, en aquel momento mismo, una docena de Dientes penetraba repentinamente en su escondrijo, sonriendo con saña: Pura Sangre, ¡Habían cogido a un Pura San­gre! ¡Qué bocado! Bestias. Bestias. Pinchándole; proban­do su carne. No es bastante regordete, ¿eh? Está más bien flaco. De todas maneras lo coceremos. La carne de un Pura Sangre engrandece el alma, hace que uno se sienta de manera distinta. Venga, bajadlo de una vez. ¡A la parrilla! A la parrilla, a la parrilla, a la...