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—Han recibido golpes graves —dijo Hoja—. Han sido expulsados de su tierra. Saben lo que es mirar por en­cima del hombro y ver las hogueras en que se cuece la carne de la propia estirpe. Esto abate el ánimo belicoso de cualquiera Corona.

—No. Las pérdidas hacen que el fuego brille con mayor intensidad. Hace que hiervas de deseo de venganza.

—¿De veras? ¿Qué sabes tú de pérdidas? Jamás fuiste derrotado por ningún enemigo.

Corona lo miró fijamente.

—No me refiero a los duelos. ¿Crees que no me ha afectado la invasión de los Dientes? ¿Qué estoy hacien­do entonces en esta sucia carretera con todas mis pro­piedades metidas en un solo carromato? Pero no soy un muerto que anda como estos Buscadores de Nieve. No estoy huyendo. Voy a formar un ejército. Cuando lo ten­ga volveré al este y me vengaré. Mientras que éstos... que tienen miedo de los monos...

—Han caminado día y noche —dijo Sombra—. La llu­via morada tuvo que cogerles de lleno. Se han agotado mientras nosotros hemos marchado en tu vagón. Una vez hayan descansado, acaso...

—¡Tienen miedo a los monos!

Corona cabeceó con rabia. Se paseó arriba y abajo de­lante del carromato golpeándose los muslos con los pu­ños. Hoja temió que corriera hasta los Buscadores de Nieve y los forzara a aliarse con él. Comprendía el estado de ánimo de aquella gente: por muy agotados que estu­vieran, podían irritarse peligrosamente si Corona los tra­taba con excesiva dureza. Quizá después de algunas ho­ras, como Sombra había sugerido, se sintieran más dispuestos a ayudar a Corona a pasar por la muralla de los Hermanos del Árbol. Pero no todavía. No todavía.

Se abrió el portón de la muralla. Salieron por ella unos veinte hombres, entre los que se contaba el jefe de la tribu así como —Hoja contuvo el aliento al verla— la anciana vidente que mirara en su dirección, que le dedi­có otra de sus penetrantes e intranquilizadoras son­risas.

—¿Qué clase de criatura es ésa? —preguntó Corona.

—La bruja mestiza —dijo Hoja—. La vi al amanecer mientras estaba de guardia.

—¡Mirad! —exclamó Sombra—. Se desvanece igual que un Invisible. Pero su piel es como la tuya, Taco, y su forma la de...

—Me da miedo —dijo Taco con voz ronca. Tembla­ba— Significa muerte para nosotros. Nos queda poco tiempo de vida, amigos. Es la diosa de la muerte. —Se asió al codo de Corona, exento de toda armadura—. ¡Va­yámonos! Retrocedamos por la Pista de la Araña. Es me­jor arriesgarnos en el desierto que quedarnos aquí y mo­rir.

—Tranquilo —dijo Corona—. Nada de retroceder. Los Dientes están ya en Theptis. De aquí a un par de días se pondrán en camino por esta carretera. No tenemos más que una dirección.

—Pero está la muralla —dijo Taco.

—Antes de que caiga la noche, la muralla quedará re­ducida a escombros —dijo Corona.

El jefe de los Hermanos del Árbol conferenciaba con Firmamento, Espada y Escudo. Con toda evidencia, los Buscadores de Nieve conocían un tanto del idioma de los Hermanos del Árbol, pues Hoja pudo oír intercambios vocales, acompañados de pantomimas y habla cantarina. El jefe se señalaba a sí mismo, luego a la muralla, des­pués a la profetisa; señaló los equipajes de los Buscado­res de Nieve; indicó con irritado pulgar el carromato de Corona. La conversación duró cerca de media hora y pa­reció acabar en conclusión amistosa. Los Hermanos del Árbol se fueron, dejando la puerta abierta en aquella oca­sión. Firmamento, Espada y Escudo se deslizaron entre su gente dando instrucciones. Los Buscadores de Nieve saca­ron comida de sus equipajes —raíces secas, semillas, carne ahumada— y comieron en silencio. Luego, los que trans­portaban los recipientes del agua, fabricados con pellejos cosidos, fueron hasta el arroyo para abastecerse y el res­to de los Buscadores de Nieve se levantó, formó filas y caminó en estrechos círculos como si se dispusiera a reanudar la marcha. Corona ardía de impaciencia.

—¿Qué van a hacer? —preguntó—. ¿Qué trato habrán hecho?

—Creo que han aceptado las condiciones —dijo Hoja.

—¡No! ¡No! Necesito su ayuda —Corona, lleno de an­gustia, se golpeó con los puños—. He de hablar con ellos —murmuró.

—Espera. No te precipites, Corona.

—¿Qué más da? ¿Qué más da?

Los Buscadores de Nieve cargaban ya con los equi­pajes. No cabía ninguna duda; se iban. Corona echó a correr hacia ellos. Firmamento, ocupado en dirigir la mar­cha, se volvió hacia él.

—¿A dónde vais? —preguntó Corona.

—Hacia el oeste.

—¿Y nosotros?

—Venid con nosotros, si queréis.

—¿Y mi carromato?

—No cabe por la puerta, ¿no lo ves?

Corona retrocedió como si fuera a lanzarse sobre el Buscador de Nieve.

—Si nos ayudarais, derribaríamos la muralla. ¿Cómo voy a abandonar mi carromato? Lo necesito para llegar hasta mis parientes de los Llanos. Quiero reunir un ejér­cito; y volveré al este para devolver a los Dientes a las montañas a que pertenecen. He perdido ya demasiado tiem­po. Tengo que pasar. ¿No quieres ver destruidos a los Dientes?

—No es asunto nuestro —dijo Firmamento con sua­vidad—. Hemos perdido nuestras tierras para siempre. La venganza no tiene sentido. Mil excusas. Mi gente necesita guía.

Más de la mitad de los Buscadores de Nieve había cruzado ya la puerta. Hoja se unió a la comitiva. Descu­brió que del otro lado de la muralla se había aclarado un trecho considerable de la densa maleza que seguía la parte norte de la autopista y que en ella se levantaban edificios, posadas o almacenes, junto al camino. Veinte o treinta pasos más allá se veía un sendero secundario que se internaba en el bosque en dirección norte; era evi­dentemente la ruta que llevaba al pueblo de los Herma­nos del Árbol. Había un agitado trasiego en este sendero. Centenares de hombres se dirigían del pueblo a la auto­pista, donde tenía lugar una extraña y repulsiva escena. A medida que les llegaba el turno, los Buscadores de Nie­ve descargaban el equipaje y lo abrían. Tres o cuatro Hermanos del Árbol se lanzaban sobre éste, cogían de él lo que veían de valor —un cuchillo, un peine, una pieza de joyería, una capa delicada— y se alejaban triunfalmente con el despojo. Una vez terminado el saqueo, los Buscadores de Nieve ataban nuevamente el fardo, se lo ponían en el hombro y proseguían el camino, la cabeza gacha, el cuerpo inclinado. Tributo. Hoja sintió escalo­fríos. Aquellos orgullosos soldados, ya sin hogar, entrega­ban voluntariamente lo que les quedaba a —quiso evi­tar la palabra pero no pudo— una tribu de monos. Y pro­seguían la marcha sin ninguna queja. Era lo más triste que había visto desde que los Dientes habían fracciona­do el mundo.

Hoja se dirigió al carromato. Vio a Firmamento, Es­cudo y Espada en retaguardia. Sus rostros eran cenicien­tos; no se atrevieron a mirarlo cara a cara. Firmamento se las arregló para murmurar una especie de saludo asus­tado cuando pasó junto a ellos.

—Os deseo buena suerte en vuestro viaje —dijo Hoja.

—Os deseo mejor suerte que la nuestra —dijo Firmamento con voz hueca y siguió adelante.

Hoja se encontró con Corona plantado en mitad de la carretera, con las manos en las caderas.

—¡Cobardes! —exclamó con tono amargo—. ¡Saban­dijas!

—Ahora nos toca a nosotros —dijo Hoja.

—¿Qué quieres decir?

—Que ha llegado la hora de afrontar las verdades. Hay que entregarles el carromato.

—Nunca.

—Estamos de acuerdo en que no podemos dar la vuel­ta. Y no podemos continuar mientras esté la muralla donde está. Si nos quedamos, los Hermanos del Árbol acabarán liquidándonos, si es que no lo hacen antes los Dientes. Escucha lo que te digo, Corona. No vamos a darles todo lo que tenemos. El carromato, algunas ropas, algunas chucherías, los muebles del vagón, y quedarán satisfechos. Podemos cargar el resto en los animales y cruzar la puerta con seguridad como peregrinos que ca­minan a pie.