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—No quiero hacerte caso, Hoja.

—Ya lo sé. Y sé también lo que el carromato signi­fica para ti. Me gustaría que lo conservaras. Me gustaría incluso quedármelo yo. ¿Acaso no es mejor caminar en medio de comodidades que patear el barro entre la llu­via y el frío? Pero no podemos conservarlo. No podemos, Corona, ése es el meollo de la cuestión. Podemos volver al este en él y perdernos en el desierto; podemos que­darnos aquí y esperar a que los Hermanos del Árbol pierdan la paciencia y nos maten, o bien podemos darles el carromato y salir de aquí sanos y salvos. ¿Se puede elegir? No se puede. Te lo vengo diciendo hace dos días. Sé razonable, Corona.

Corona miró con frialdad a Taco y Sombra.

—Buscad al jefe y entrad en trance con él otra vez. Decidle que le daré espadas, armaduras, lo que escoja del interior del carromato. Siempre que desmonte parte de la empalizada y permita pasar el vehículo.

—Ya le hicimos ayer esa oferta —dijo Taco.

—¿Y?

—Insiste en el carromato. La vieja bruja se lo ha pro­metido para un palacio.

—No —dijo Corona—. ¡No! —Su brutal alarido halló eco en las colinas. Al cabo de un momento, ya más calma­do, dijo—: Se me ocurre otra idea. Hoja, Taco, venid conmigo. La puerta está abierta. Iremos al pueblo y nos haremos con la bruja. La raptaremos con rapidez, antes de que nadie se entere de lo que pasa. No se atreverán a tocarnos mientras esté en nuestras manos. Entonces, Ta­co, dirás al jefe que si no nos abre una puerta adecua­da, mataremos a la vieja. —Corona rió brevemente—. Una vez se dé cuenta ella de que hablamos en serio, les ordenará que lo hagan. Todos los viejos quieren vivir eternamente. Y la obedecerán. Podéis apostar a que sí. ¡La obedecerán! Andando. —Corona echó a andar con paso vigoroso hacia la puerta. Dio una docena de zanca­das, se detuvo y se volvió. Ni Hoja ni Taco se habían mo­vido.

—¿Bien? ¿Por qué no venís?

—No quiero hacerlo —dijo Hoja con voz cansada—. Es absurdo. Es una bruja, una parte suya es Invisible... a estas horas conocerá ya tus planes. Probablemente los supo antes que tú. ¿Cómo vamos a cogerla?

—Deja que me ocupe yo de eso.

—Aun si lo hiciéramos... No. No. No quiero tomar parte en eso. Es imposible. Aun si pudiéramos hacernos con ella. Nos mantendríamos con una espada puesta en su garganta, el jefe haría una seña y cientos de flechas caerían sobre nosotros antes de que pudiéramos mover un músculo. Es una locura.

—Te pido que vengas conmigo.

—Ya te he respondido.

—Entonces iré sin ti.

—Como quieras —dijo Hoja con calma—. Pero no volverás a verme.

—¿Eh?

—Voy a coger lo que me pertenece y dejaré que los Hermanos del Árbol cojan lo que les guste; con un poco de buena marcha podré alcanzar a los Buscadores de Nieve. En una semana aproximadamente habré llegado al Río Medio. Sombra, ¿quieres venir conmigo o pre­fieres quedarte y morir con Corona?

La Estrella Danzarina contempló fijamente el suelo em­barrado.

—No lo sé —dijo—. Déjame pensarlo.

—¿Taco?

—Me voy contigo.

Hoja se volvió a Corona.

—Por favor. Sé razonable. Por última vez: dales el carromato y larguémonos todos juntos.

—Me estás ofendiendo.

—Entonces nos despedimos aquí mismo —dijo Hoja—. Te deseo buena suerte. Taco, vamos por lo nuestro. ¿Som­bra? ¿Te vienes con nosotros?

—Tenemos un compromiso con Corona —dijo ella.

—Sí, ayudarle a conducir el carromato. Pero no mo­rir por él. Lo admita o no, Corona ha perdido ya su carromato. Si el vehículo deja de ser suyo, el contrato que­da anulado. Espero que vengas con nosotros.

Entró en el vehículo y fue hasta la cabina del centro, en uno de cuyos armarios guardaba las pocas posesio­nes que había podido llevar consigo. Un par de botas re­lucientes de cuero, dos antiguas monedas de cobre, tres medallones de marfil, una camisa de seda rojo oscuro, un cinturón ancho y ricamente labrado... no mucho, no demasiado, el salvamento de una vida. Lo empaquetó con celeridad. Cogió un pedazo de carne seca y algo de pan; le duraría un par de días y cuando se le acabara apren­dería de Taco y de los Buscadores de Nieve a buscarse el sustento en medio de la penuria.

—¿Listo?

—Listo como siempre —dijo Taco. Su paquete era muy pequeño: una muda, un hacha, un cuchillo, algo de pescado ahumado y nada más.

—Andando, pues.

Mientras se dirigían hacia la compuerta de salida, en­tró Sombra en el carromato. Parecía grave y circunspec­ta; tenía las aletas de la nariz brillantes, los ojos con­tristados. Sin decir una palabra pasó junto a los dos hom­bres y comenzó a hacer su equipaje. Hoja la esperó. Al cabo de unos minutos reapareció y le hizo una señal con la cabeza.

—Pobre Corona —susurró la muchacha—. No hay forma...

—Ya lo oíste —dijo Hoja.

Salieron del carromato. Corona no se había movido. Estaba como si hubiera echado raíces, a medio camino entre el vagón y la muralla. Hoja le lanzó una mirada in­quisidora, como preguntándole si había cambiado de idea, pero Corona no la advirtió. Encogiéndose de hombros, Hoja pasó por su lado, hacia la maleza, en cuyo borde se encontraban pastando las yeguas de la noche. Con afecto levantaba ya las manos para acariciar el cuello de la más cercana cuando Corona volvió a la vida súbita­mente y gritó:

—¡Son mis animales! ¡No les pongas las manos en­cima!

—Sólo les iba a decir adiós.

—¿Crees que voy a permitir que os llevéis alguno? ¿Crees que me he vuelto loco?

Hoja lo miró con tristeza.

—Vamos a hacer el viaje a pie. Sólo iba a decirles adiós. Las yeguas eran amigas mías. Pero no puedes en­tenderlo.

—Aléjate de los animales, ¡ aléjate!

—Como quieras.

Sombra, como de costumbre, tenía razón. Pobre Co­rona. Hoja se echó el hato al hombro y caminó hacia la puerta, Sombra a su lado, Taco un poco rezagado. Cuan­do él y Sombra alcanzaron el portón, volvió la vista y vio a Corona inmóvil todavía, vio a Taco que se detenía, de­jaba en el suelo su envoltorio y se arrodillaba.

—¿Te ocurre algo? —dijo Hoja.

—Se me ha desatado la bota —dijo Taco—. Seguid vosotros. Enseguida os alcanzo.

—Te esperamos.

Hoja y Sombra permanecían bajo el dintel de la puer­ta mientras Taco se ataba los cordones. Al cabo de unos segundos se incorporó, recogió su envoltorio y dijo:

—Tiene que durarme hasta la noche, ya veré luego si...

—¡Mira! —gritó Hoja.

Corona había salido de su quietud y, lanzando un gri­to de furia, corría velozmente hacia Taco. No tuvo éste oportunidad de dar uno de sus saltos: Corona lo atrapó, lo alzó por sobre su cabeza como un niño y, aullando de rabia, arrojó al hombrecillo al barranco. Agitando brazos y piernas, Taco surcó los aires trazando un elevado arco por encima del borde; pareció bailar en mitad de su tra­yecto y desapareció. Hubo al rato un crujido amortigua­do y enseguida el silencio. Silencio.

—Aprisa —dijo Sombra—. ¡Corona viene hacia aquí!

Corona había dado la vuelta y se lanzaba como una máquina de muerte hacia Hoja y Sombra. Sus salvajes ojos rojizos relampagueaban con ferocidad. Hoja no se movió; Sombra lo sacudió con premura y acabó por em­pujarlo y conseguir que se moviera. Entre los dos em­pujaron la pesada puerta y la cerraron en el instante mismo en que Corona se arrojaba contra ella. Hoja corrió los resistentes cerrojos. Corona gritó y golpeó la puerta, pero no pudo forzarla.

Sombra temblaba y sudaba. Hoja la atrajo hacia sí y la sostuvo un instante. Luego dijo: