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—Será mejor que nos vayamos. Los Buscadores de Nieve nos llevan buena delantera.

—Taco...

—Lo sé. Lo sé. Vamos, anda.

Media docena de Hermanos del Árbol les aguardaban junto a las casas de madera. Sonreían, farfullaban y se­ñalaban los envoltorios.

—De acuerdo —dijo Hoja—. Adelante. Coged lo que queráis. Tomadlo todo si os parece.

Dedos afanosos deshicieron los hatos de ambos. Del de Sombra cogieron una cinta de brocado y una piedra llana, lisa y verde. Del de Hoja uno de los medallones de marfil, las dos monedas de cobre y una de sus botas. Tributo. Día tras día, los despojos del pasado se le iban escapando de las manos. Sacó la otra bota del saco y la alargó a los Hermanos del Árbol, pero éstos se limitaron a reír y a negar con la cabeza.

—Con una no hago nada —dijo. Pero no la cogieron. Arrojó la bota a los matorrales de la cuneta.

La carretera se curvaba hacia el norte y formaba una suave cuesta, siguiendo el flanco de las colinas bosqueñas en que los Hermanos del Árbol tenían sus casas. Ho­ja y Sombra caminaban mecánicamente sin hablar mu­cho. Las huellas de los Buscadores de Nieve podían ver­se en el suelo, pero estaban todavía muy lejos. Caía ya la tarde y el día se había vuelto luminoso, inesperada­mente cálido. Al cabo de una hora dijo Sombra:

—Tengo que descansar.

Le castañeteaban los dientes. Se tendió en la cuneta y se pasó los brazos alrededor del pecho. Por lo general, las Estrellas Danzarinas, gracias a su gruesa piel, no lle­vaban ropa salvo en los más crudos inviernos; pero la piel no parecía beneficiar mucho a Sombra en aquel mo­mento.

—¿Estás enferma?

—Ya se me pasará. Es la impresión. Taco...

—Sí.

—Y Corona. Me siento muy triste por Corona.

—Un loco —dijo Hoja—. Un asesino.

—No lo juzgues tan a la ligera. Es un hombre senten­ciado a muerte, y él no lo ignora; sufre por ello; cuando el miedo y el dolor se le hicieron demasiado insoporta­bles, descargó en Taco. No sabía lo que hacía. Necesita­ba desahogarse con algo, aliviar su tortura, eso es todo.

—Todos moriremos tarde o temprano —dijo Hoja—. Pero ésta no es razón para matar a los amigos.

—No hablo de tarde o temprano. Sino de que Corona morirá esta misma noche, tal vez mañana.

—¿Por qué?

—¿Qué puede hacer para salvarse?

—Puede ceder y cruzar la puerta a pie, tal como he­mos hecho nosotros.

—Sabes que nunca abandonará el carromato.

—En ese caso, puede enjaezar a las yeguas y volver hacia Theptis. Por lo menos tendrá una oportunidad de salir a la Pista del Ocaso de esa forma.

—Tampoco puede hacer eso —dijo Sombra.

—¿Por qué no?

—No puede conducir el carromato

—Ya no tiene a nadie que lo haga por él. Está cogido. Por una vez tendrá que tragarse su orgullo y...

—No he dicho que no quiera, sino que no puede. Es incapaz de hacerlo. No puede entrar en contacto mental con las yeguas. ¿Por qué crees que alquila siempre conductores? ¿Por qué insistió tanto en que condujeras tú durante la lluvia morada? Carece de fuerza mental. ¿Has visto alguna vez a un Lago Negro conduciendo yeguas?

Hoja la miró.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde el comienzo.

—¿Por eso dudaste en dejarlo en el portón? ¿Cuándo hablaste del compromiso que teníamos con él?

Ella asintió.

—Si los tres lo abandonábamos, lo condenábamos a muerte. No podrá escapar de los Hermanos del Árbol a menos que se obligue a sí mismo a dejar el carromato y no querrá hacerlo. Caerán sobre él y lo matarán, hoy mismo, mañana, de un momento a otro.

Hoja cerró los ojos, cabeceó.

—Me siento un tanto avergonzado. Ahora que sé que lo hemos dejado inerme. Podía habérnoslo dicho.

—Es demasiado orgulloso.

—Sí. Sí. Tampoco él dijo nada. Todos tenemos respon­sabilidades para con los demás, pero hay límites. Tú, yo y Taco no teníamos ninguna obligación de morir sólo porque Corona no quisiera deshacerse de su bonito ve­hículo. Aun así... aun así... —cerró las manos prieta­mente—. ¿Por qué decidiste dejarlo entonces?

—Por la misma razón que acabas de dar. No quería que Corona muriera, pero tampoco creía que le pertene­ciera mi vida. Además, tú dijiste que te ibas y lo demás no importaba.

—Pobre Corona, pobre e idiota.

—Y cuando mató a Taco... vida por vida, Hoja. Todas las deudas están saldadas. No me siento culpable.

—Yo tampoco.

—Creo que me está bajando la fiebre.

—Descansa unos minutos más.

Pasó una hora antes de que Hoja considerase que Sombra se encontraba con fuerzas para proseguir. La carretera ascendía a la sazón en cuesta constante, no muy empinada pero sí lo bastante para obligarles a un gasto continuo de energías, por lo que se desplazaban con mu­cha lentitud. Cuando lo tórrido del día empezó a men­guar, alcanzaron la cresta de la cuesta y se detuvieron otra vez para descansar en un punto desde el que podían ver la carretera que seguía trazando curvas a lo largo de un valle agradable y verde. A lo lejos se veía a los Bus­cadores de Nieve, detenidos también junto a la ribera de un torrente de tamaño regular.

—Humo —dijo Sombra—. ¿No hueles?

—Habrán encendido fuego, supongo.

—No lo creo. Además, no veo ninguno.

—Se tratará entonces de los Hermanos del Árbol.

—Tiene que ser un fuego muy grande.

—Es igual —dijo Hoja—. ¿Puedes continuar ya?

—Oigo un ruido...

De sus espaldas, en la ladera, surgió una voz que dijo:

—Y así termina como de costumbre, en locura y muer­te, y aquello en que Todo-es-Uno se llena de inmensidad.

Hoja se volvió y se puso en pie de un salto. Oyó ri­sas en la ladera y vio ciertos movimientos en los matorrales; al cabo de unos instantes pudo ver una silue­ta apenas definida y se dio cuenta de que se le acerca­ba un Invisible, el mismo, sin duda, que había viajado con ellos desde Theptis.

—¿Qué quieres? —exclamó Hoja.

—¿Querer? ¿Querer? Nada quiero. Pasaba por aquí, nada más. —El Invisible señaló por encima del hom­bro—. Podéis verlo todo desde la cima de este cerro. Vues­tro amigo el gigante ha peleado como un valiente, ha ma­tado a muchos, pero los dardos, los dardos... —El Invi­sible rió—. Está agonizando, pero así y todo no quiere que le quiten el carromato. Qué hombre tan tozudo. Qué loco. Bueno, feliz viaje.

—No te vayas todavía —exclamó Hoja.

Pero la silueta del Invisible desaparecía ya. Sólo quedó la risa y también ésta acabó por desaparecer. Hoja hizo preguntas al aire y, al no recibir respuesta, dio la vuelta y emprendió el ascenso del cerro, sujetándose a los ma­torrales más gruesos. Diez minutos más tarde se encon­traba en la cima y permaneció boqueando, aguzando la vista en dirección del profundo valle que acababan de dejar. ¡Desde el lugar en que se encontraba podía verlo todo con mucha claridad: el pueblo de los Hermanos del Árbol en medio del bosque, la carretera, las cabañas jun­to a ésta, la muralla, el claro más allá de la muralla. Y el vagón. El techo había desaparecido y las paredes esta­ban volcadas. Brillantes lenguas de fuego ascendían a lo alto y una negra y densa nube de humo teñía el aire. Ho­ja contempló la pira de Corona durante largo rato antes de regresar junto a Sombra.

Descendieron hacia el lugar en que los Buscadores de Nieve habían acampado. Rompiendo un largo silencio, dijo Sombra:

—Tuvo que haber un tiempo en que el mundo fuera diferente, cuando todas las personas fueran de la misma especie, y todos vivieran en paz. Una edad de oro, muy remota. ¿Por qué cambió todo, Hoja? ¿Cómo ocurrió to­do esto?

—Nada ha cambiado —dijo Hoja—, salvo el aspecto de nuestros cuerpos. Por dentro todo sigue igual. Nunca hubo edad de oro.