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Corona apareció en aquel momento, figura voluminosa que entró precipitadamente a través de las cortinas de cuentas que aislaban el castillo de pasajeros. Miró malé­volamente a Hoja. Aun en sus momentos más apacibles, Corona parecía irritado, efecto tal vez causado por sus ojos, de un tono rojo brillante allí donde en Hoja y en casi todos los humanos dominaba el blanco. El cuerpo de Corona era un saco de carne, dos veces más ancho que Hoja y medio cuerpo más alto, aunque Hoja no pro­cedía de una raza corta de estatura. La piel de Corona era de color verde purpúreo y brillante, acaso como bron­ce reluciente; era lampiño de pies a cabeza y parecía más la estatua descomunal de un gladiador aceitoso que un ser vivo. Los brazos le llegaban más abajo de la rodilla, tenía más articulaciones de lo normal y acababan en ma­nos que parecían palas de hornero; se dijeran perfec­tos instrumentos de matarife. Hoja le dedicó su mejor sonrisa. Sin devolverle el saludo, dijo Corona:

—Harías mejor en coger las riendas, Hoja. El camino se ha vuelto pantanoso. Los caballos se ponen nerviosos. Es la lluvia morada.

Durante aquellos nueve días Hoja se había acostum­brado a obedecer las bruscas órdenes de Corona. Iba a obedecer esta vez y a dejar sola a Sombra cuando, abrup­tamente, llegó al límite de la paciencia:

—Mi turno ha terminado hace un momento —dijo.

—Ya lo sé —dijo Corona—. Pero Taco no puede con­ducir el carromato en este terreno. Y yo acabo de car­garme un buen puñado de arañas. Si no nos damos pri­sa habrá muchas más.

—¿Y?

—¿Qué te propones, Hoja?

—No tengo ganas de ponerme delante otra vez tan pronto.

—¿Crees que Sombra va a poder dominar las rien­das en medio de esta tormenta? —preguntó fríamente Corona.

Hoja se tensó. Vio que la rabia subía al rostro de Co­rona. El gigante estaba conteniendo su violencia con bas­tante esfuerzo; si Hoja mantenía su actitud desafiante habría jaleo. La rebeldía iba contra todos los principios de Hoja, y sin embargo mantuvo.su oposición y hasta sintió cierta complacencia en ello. Decidió arriesgarse a un enfrentamiento y ver hasta dónde llegaba la firmeza de Corona. Dijo con tenacidad:

—Muchacho, puedes coger tú las riendas esta vez.

—¡Hoja! —susurró Sombra, pálida.

El rostro de Corona adquirió matices criminales. Sus oscuras y relucientes mejillas temblaron y se pusieron rígidas; sus ojos relampaguearon como pepitas fundidas; sus manos se abrieron y cerraron, se abrieron y cerra­ron atenazando el aire con furia.

—¿Qué bicho te ha picado? Hicimos un trato A me­nos que ahora pienses que un Pura Sangre no tiene ne­cesidad de cumplirlo...

—Ahórrame prejuicios de clase, Corona. No pongo mi condición como excusa para no trabajar. Estoy cansado y me he ganado un buen descanso.

—Nadie te niega el descanso. Hoja —dijo Sombra con suavidad—. Pero Corona tiene razón al decir que yo no puedo conducir bajo la lluvia morada. Lo haría si pu­diera. Tampoco puede hacerlo Taco. Sólo quedas tú.

—Y Corona —dijo Hoja con obstinación.

—Sólo tú —murmuró Sombra. Era propio de ella el no tomar partido, el servir siempre de mediador—. Va­mos, Hoja. Antes de que haya problemas serios. No es digno de ti crear este tipo de altercados.

Hoja quiso seguir lo iniciado, aunque resultase peli­groso. Negó con la cabeza.

—Tú, Corona. Conduce tú.

—Estás yendo demasiado lejos —dijo Corona con voz ahogada—. Hicimos un trato.

Todo el comedimiento del Pura Sangre había desapa­recido ya.

—¿Trato? Estuve de acuerdo en participar en la con­ducción, no en que se me fastidiara el descanso cuando...

Corona dio un puntapié a un asiento de mimbre y lo rompió. Su ira comenzaba a aflorar. Gruesas venas se le hincharon en el cuello. Dominándose todavía, dijo:

—Ve allí ahora mismo, Hoja, o por el Alma que te mando a donde Todo-es-Uno.

—Magnífico, Corona.  Mátame si es que quieres hacerlo. Pero en ese caso, ¿quién conducirá tu podrido ca­rromato por ti?

—Me quejaré cuando llegue el momento.

Corona dio un paso adelante tragando aire y con los puños apretados.

Sombra codeó a Hoja en las costillas.

—Esto está fuera de toda lógica —le dijo.

Él estaba de acuerdo. Había probado a Corona y ha­bía obtenido una respuesta; Corona no iba a volverse atrás, de eso estaba casi seguro; pero por el momento era suficiente porque Corona era capaz de matarlo. El gigante del Lago Negro se alzó sobre él y levantó sus tre­mendos brazos como si fuera a machacar la cabeza de Ho­ja. Éste elevó las manos, más en son de sometimiento que de autodefensa.

—Espera —dijo—. Tranquilízate, Corona. Conduciré.

Los brazos de Corona descendieron. Detuvo el impul­so homicida en mitad del acceso, perdió el equilibrio y se arrojó contra un lado del carromato. Se enderezó pe­sadamente. Sacudió la cabeza con lentitud. Dijo con voz amenazadora:

—No vuelvas a hacer nada parecido, Hoja.

—Es la lluvia —dijo Sombra—. La lluvia morada. Todo el mundo hace cosas raras cuando cae la lluvia mo­rada.

—Aun así —dijo Corona, dejándose caer sobre la pila de pieles mientras Hoja se levantaba—. La próxima vez habrá jaleo del bueno. Ahora, andando. Conduce.

Asintiendo, dijo Hoja:

—Ven conmigo, Sombra.

Ella no respondió. En su rostro había una expresión de temor.

—El conductor conduce solo —dijo Corona—. Debe­rías saberlo, Hoja. ¿Me estás tentando todavía? Porque si lo estás haciendo, no tienes más que hacérmelo saber y verás lo que es bueno.

—Quiero estar acompañado mientras hago este tur­no extra.

—Sombra se queda aquí.

Hubo un momento de silencio. Sombra temblaba.

—Muy bien —dijo Hoja por último—. Sombra se queda.

—Te acompañaré —dijo Sombra mirando con timidez a Corona.

Corona puso mala cara pero nada dijo. Hoja salió del castillo de pasajeros, seguido de Sombra. Fuera, en el estrecho corredor que llevaba a la cabina, se detuvo, se estremeció, le recorrió un temblor y cogió a la hembra. Ella apretó contra él su cuerpo leve y se abrazaron con fuerza e intensidad. Cuando el hombre la soltó dijo ella:

—¿Por qué quisiste provocarlo? Fue algo muy extraño por tu parte.

—No tenía ganas de coger las riendas tan pronto.

—Ya lo sé.

—Quería estar contigo.

—Podrás estar conmigo un poco más tarde —dijo ella—. No tenía sentido que contradijeras a Corona. No había ninguna salida. Tenías que conducir.

—¿Por qué?

—Lo sabes bien. Taco no puede hacerlo. Tampoco yo.

—¿Y Corona?

Ella lo miró con extrañeza.

—¿Corona? ¿Por qué iba a coger las riendas él?

Desde el castillo de pasajeros surgió la voz irritada de Corona:

—¿Vas a estarte ahí todo el día, Hoja? ¡Vamos ya! ¡Y tú, ven aquí, Sombra!

—Ya voy —dijo ella.

Hoja la retuvo un instante.

—¿Por qué no? ¿Por qué no puede conducir él? Puede ser orgulloso, pero no tanto que...

—Pregúntamelo en otra ocasión —dijo Sombra ale­jándolo—. Anda, anda. Tienes que conducir. Si no nos movemos tendremos a las arañas encima.

Al tercer día de viaje, rumbo al oeste, llegaron al po­blado de los Mutantes. Gran parte del condado que ha­bían cruzado se encontraba desierta, aunque los Dien­tes no lo habían visitado todavía, pero los Mutantes se­guían su rutina acostumbrada como si nada hubiera ocu­rrido en las provincias vecinas. Era gente angulosa, de piernas largas, piel cetrina, de un tono casi verdoso, que por lo general podía clasificarse por debajo de la casta media, pero por encima de los inferiores. Estaban dotados del don de la metamorfosis, un lento reblandeci­miento de los huesos que efectuaban a voluntad y que podía, en el curso de una semana, alterar rápidamente la forma del cuerpo; Hoja no vio que hicieran nada de esto, excepción hecha de unos cuantos niños que pare­cían estar a mitad de transformaciones curiosas, el uno con brazos al parecer sin huesos, el otro con los hom­bros grotescamente distendidos, el de allá con piernas como zancos. Los adultos se acercaron al carromato ad­mirándose de su belleza con sonidos halagadores, y Co­rona se puso a hablar con ellos.