Выбрать главу

—Theptis. Hace cuatro días.

—Quizá fuera Theptis —dijo el fantasma—. ¡Estúpi­do! ¡Soñador!

—¿Por qué me dices eso?

—Estás metido en un callejón sin salida, estúpido, del que nada vas a sacar. —El invisible rió—. Dime, Pura Sangre, ¿eres que soy un fantasma?

—Sé lo que eres.

—¡Qué listo te has vuelto!

—Espectro lamentable, estantigua miserable y a mer­ced de los vientos. Manifiéstate, fantasma.

La risa vibró en las cuatro esquinas de la estancia. Cer­ca del oído derecho de Hoja, dijo la voz:

—El camino que has elegido está cortado más adelante. Te lo dijimos cuando os acercasteis a nosotros y sin embar­go continuasteis y todavía proseguís. ¿Por qué tanta teme­ridad?

—¿Por qué no te manifiestas? Un caballero se siente in­cómodo cuando habla con el aire.

El fantasma se dejó ver un tanto tras una breve pausa. Una mancha vaporosa y carmesí apareció ante Hoja, que vio en el interior de la misma ciertos rasgos pálidos e in­sustanciales, como proyecciones de una pantalla de espesa niebla. Creyó distinguir una barba blanca, ojos chisporroteantes, labios curvados; un rostro repugnante, un esque­leto sin carne. La mancha volvióse más intensa, hasta al­canzar por momentos el escarlata y Hoja pudo ver la fi­gura entera del extraño: hombre de cuerpo estrecho, en­juto y marchito, que le sonreía con sorna feroz. Los bordes de la silueta aparecían confusos y deshechos en niebla. En­tonces, súbitamente, Hoja no vio más que vapor y por último la pura nada.

—Te recuerdo, en Theptis —dijo Hoja—. En la tienda de los Invisibles.

—¿Qué haréis cuando lleguéis al punto cortado del ca­mino? —preguntó el invisible—. ¿Echar a volar? ¿Cavar un túnel?

—Me preguntaste lo mismo en Theptis —replicó Ho­ja—. Te respondo lo mismo que te respondió el del Lago Negro. Seguiremos, con puntos cortados o sin ellos. Es el único camino que tenemos.

Habían llegado a Theptis en el quinto día de fuga: ciu­dad inmensa, espléndido emporio mercantil cuya puerta mayor daba el este, abriéndose a un punto en que se unían dos grandes ríos y convergían muchas carreteras. En los buenos tiempos podían encontrarse en Theptis to­das las razas. Los Pura Sangre y los Cristales Blancos, los Donantes de Flores y los Formadores de Arena, y una docena más, se apiñaban en sus calles, comprando y ven­diendo, vendiendo y comprando; sin embargo, Theptis era sobre todo la ciudad de los Dedos, la casta comercian­te, tipos gordos e industriosos, que se concentraban a millares en aquella urbe única.

El día en que el carromato de Corona llegó a Theptis, casi toda la ciudad estaba en llamas, e hicieron alto en una amplia llanura sita fuera del área metropolitana. Se había levantado allí de manera improvisada un campo de refugiados, y en la pradera veíanse relucir tiendas negras, doradas y verdes como hierbas recién brotadas. Hoja y Corona fueron en busca de noticias. ¿Habían saqueado los Dientes Theptis también? No, les dijo un viejo Formador de Arena. Por lo que sabía, los Dientes estaban todavía en el este, enzarzándose con las ciudades coste­ras. Entonces, ¿a qué se debían los fuegos? El anciano sacudió la cabeza. Su energía se había agotado; o su pa­ciencia; o su cortesía. Dijo: si queréis saber más, pre­guntadles a ellos.Ellos lo saben todo. Y señaló con el dedo la tienda de enfrente.

Hoja miró dentro de la tienda y vio que estaba va­cía; pero al volver a mirar descubrió ante sí ciertas som­bras móviles, tenues siluetas que existían en los mismí­simos confines de la visibilidad y que sólo podían per­cibirse merced a ciertos juegos de la luz cuando se des­plazaban. Le pidieron que entrara y también entró Co­rona. Eran más visibles junto a la luz humeante del fue­go de campaña: siete u ocho de los Invisibles, nómadas, misteriosos siempre, dotados de ciertas proyecciones lu­minosas que les permitían moverse alrededor o a través de sus cuerpos de tal manera que podían escapar a la mirada de los ojos normales. Hoja, al igual que todos aquellos que no eran de su especie, se sentía intranquilo entre los Invisibles. Nadie confiaba en ellos; nadie era capaz de predecir sus actos, ya que eran criaturas anto­jadizas y caprichosas, o bien obedecían códigos cuya ló­gica resultaba incomprensible a los demás. Recibieron a Hoja y a Corona después de acomodarse en sus carna­duras, y ofrecieron vino y fruta a los visitantes. Corona señaló la ciudad. ¿Quién la había incendiado? Un Invisi­ble de barba roja y voz quebrada dijo que durante la segunda noche después de la invasión los Dedos más ri­cos habían tenido miedo y habían emprendido la fuga con sus pertenencias más valiosas, y mientras sus carro­matos cruzaban los portones de la ciudad, las castas in­feriores habían comenzado a saquear las casas de los Dedos, y también sus bodegas; el fuego se había decla­rado de manera espontánea sin que pudiera hacerse responsable a nadie, ya que los causantes habían sido los inferiores, pero los amos habían huido. La ciudad ardió, pues, de esta manera y todavía seguía ardiendo; y los supervivientes se encontraban en aquella llanura, espe­rando a que se aplacaran las llamas para recuperar al­gunas cosas y deseando que los Dientes no cayeran sobre ellos antes de emprender la fuga. En cuanto a los Dedos, dijo el Invisible. se habían marchado ya de Theptis.

¿Qué camino habían tomado? La mayor parte el del noroeste, por la Pista del Ocaso, al principio; pero la en­trada en la pista se había visto cebada por la cantidad de vehículos que: habían sufrido colisión, de manera que la única vía de acceso tenía que alcanzarse dando un ro­deo por la parte arenosa del norte de la ciudad; cuando estas noticias se divulgaron, los Dedos dieron la vuelta y pusieron rumbo al sur. Corona preguntó por qué nadie al parecer había tomado la Pista de la Araña, que iba hacia el oeste. Un segundo Invisible, de barba blan­ca, tomó parte en la charla. La Pista de la Araña, dijo, está muerta a unas cuantas jornadas de viaje; una ca­rretera muerta, una carretera inútil. Todos lo saben, dijo el Invisible de barba blanca.

— Ese es nuestro camino —dijo Corona.

—Os deseo suerte —dijo el Invisible—. Pero no llegaréis muy lejos.

—Quiero llegar a los Llanos,

—Prueba por la parte arenosa —le aconsejó el de bar­ba roja-—, y ve por la del Ocaso.

—Eso nos haría perder dos o tres semanas ---replicó Corona—. La Pista de la Araña es la única que podemos tener en cuenta. —Hoja y Corona intercambiaron mira­das de prudencia. Hoja preguntó la naturaleza del im­pedimento de la carretera, pero los Invisibles se limita­ron a decir que el camino había sido «asesinado», y no se explayaron—. Seguiremos adelante, con puntos cortados o sin ellos —dijo Corona.

—Como queráis —dijo el  Invisible más anciano, sirviendo más vino,

Ambos Invisibles se habían desvanecido ya; el frasco parecía suspendido en la niebla. Igualmente, la conver­sación se hizo real, como de sueño, pues las respuestas dejaron de guardar relación con las preguntas y las pa­labras de los Invisibles llegaban hasta Hoja y Corona como envueltas en gruesa lana. Hubo un largo silencio y cuando al cabo alargó Hoja su vaso vacío, el frasco per­maneció inmóvil y se dio cuenta de que él y Corona estaban solos en la tienda. Salieron y preguntaron en las otras tiendas por el bloqueo de la Pista de la Araña, pero nadie sabía nada, como tampoco lo sabían las jóvenes Estrellas Danzantes ni las tres mujeres de Aliento de Agua, de rostro chato, ni siquiera una familia de Donan­tes de Flores. ¿Eran de fiar los Invisibles? ¿A qué se ha­bían referido al hablar de una carretera «asesinada»? Se­guramente se referían a que el camino era impuro por alguna razón sólo conocida de los Invisibles. ¿Qué valor podían tener sus advertencias para quienes no participa­ban de sus supersticiones? ¿Quién se atrevería a decir lo que significan las palabras de un Invisible? Aquella noche, los cuatro ocupantes del carromato divagaron en torno del sentido del camino «asesinado», pero ni las per­cepciones intuitivas de Sombra, ni el amplio conocimien­to de los dialectos y costumbres de las tribus que Taco poseía arrojaron mucha luz. Por último, Corona reafir­mó su decisión de adentrarse en la carretera previamen­te elegida, y así fue como salieron de Theptis por la Pis­ta de la Araña. Mientras viajaban hacia el oeste no se toparon con nadie que marchara en sentido contrario, aunque podía darse que estos carriles estuvieran llenos de viajeros que habían dado la vuelta al tropezar con el antedicho impedimento. Corona tomó buena nota de esto; pero Hoja observó por su cuenta que el carromato de los cuatro parecía ser el único vehículo en la carretera que seguía no sólo la dirección oeste sino también cua­lesquiera otras, como si nadie más se hubiera tomado la molestia de seguir aquel camino. Así, en medio de aquella siniestra soledad, viajaron durante cuatro días en direc­ción oeste hasta que los alcanzó la lluvia morada.