Выбрать главу

Dijo el Invisible:

—Vuelve a tu trance y dirige los caballos. Yo dormiré junto a ti hasta que llegue el momento de despertar.

—Preferiría estar solo.

—No te molestaré.

—Vete, por favor.

—Eres poco amable con tus huéspedes.

—¿Eres mi huésped? —preguntó  Hoja—. No recuer­do haberte invitado.

—Bebiste nuestro vino en nuestra tienda. Este gesto te creó la obligación de devolvernos la hospitalidad. —El Invisible aumentó la intensidad corporal hasta que pare­ció tan sólido como Corona; pero mientras Hoja lo obser­vaba, el otro comenzó a desvanecerse otra vez en cor­púsculos dispersos. La pared opuesta de la cabina se veía a través del pecho del Invisible, como si éste fuera un ente hueco. Sus brazos habían desaparecido, pero no así sus manos de largos dedos. Sonreía, mostrando una dentadura torcida y fuerte. En la cabina dominaba un ex­traño olor, fuerte y almizclado, como vinagre mezclado con miel. Dijo el Invisible—: Permaneceré contigo un rato más —y desapareció del todo.

Hoja se movió por la cabina, sabiendo que un Invisi­ble podía sentirse aun si permanecía oculto a la mira­da. Sus manos no encontraron nada. Desaparecido, de­saparecido, desaparecido, de vuelta al lugar en que on­dulan las llamas, ¿no? Hasta el olor a vinagre y miel ha­bía disminuido.

—¿Dónde estás? —dijo Hoja—. ¿Te has metido por aquí cerca? —Silencio. Hoja se encogió de hombros.

El olor que dominaba a la sazón era el de la lluvia morada. Era tiempo de moverse, con polizones o no. La lluvia golpeaba el ventanuco con grumos fangosos movi­dos por el viento. Hoja volvió a coger las riendas. Alejó al Invisible de su mente.

Las lluvias moradas procedían de masas gaseosas condensadas en la atmósfera superior: nubes de residuos químicos que emergían de los lugares más pútridos, más sofocantes y rodeaban el planeta como tempestades ma­lignas. Después del choque con una masa de aire frío, semejante nube venenosa soltaba su carga de aceites y ácidos bajo la forma de chaparrón; y la podredumbre que caía podía resultar mortal para las plantas, los ani­males menores y, a veces, para el hombre mismo.

La lluvia morada era el pretexto de ciertas criaturas sombrías para arribar a la tierra procedentes de oscu­ras regiones: escurridizos animales que se alimentaban de carroña, que se deslizaban entre los muertos y los agonizantes, y otros seres mayores y más peligrosos que se lanzaban sobre los desmayados y los heridos. Las arañas ápodas se encontraban entre los más desagradables.

Eran éstas siniestras bestias esféricas del tamaño de perros crecidos, voraces y despiadadas en la caza. Tenían el cuerpo grueso y cubierto de pelambre espesa y oscura; poseían ocho ojos resplandecientes encima de diversas bocas dotadas de agudos colmillos. Ciertamente carecían de patas, pero no se quedaban inmóviles, pues del bajo vientre les crecía un grueso pie de carne, parecido al del caracol, que les permitía avanzar a velocidad lenta pero inexorable. Eran malos cazadores y fácilmente se veían impedidos por animales más fuertes; pero eran mortales para las victimas aturdidas por la lluvia morada, ya que se les acercaban hasta hundir las púas venenosas que les brotaba de la espalda. ¿Eran realmente arañas? Ho­ja no tenía ni idea. Como casi todas las demás alimañas, eran de una especie reciente, resultado de la mutación que sobrevino por causas que sólo el Alma sabía durante las alteraciones biológicas que siguieron a la caída de la antigua civilización industrial sin que nadie las hubiera estudiado de cerca ni se hubiera ocupado de ello.

Corona había llegado a matar cuatro. Sus cuerpos yacían boca arriba al borde del camino, mustios y con­sumidos como setas venenosas arrancadas. De los pe­queños cerros que vadeaban la autopista habían surgido unas doce más y se aproximaban lentamente hacia el ca­rromato atascado; algunas habían alcanzado ya a sus compañeras muertas y se disponían a devorarlas, mien­tras las restantes habían echado el ojo a los caballos.

Las seis yeguas de la noche prisioneras de sus arneses, se removían intranquilas en su pequeño espacio; pa­teando con nerviosismo el terreno embarrado con sus pe­zuñas. Eran bestias grandes, robustas, negras como la muerte, con largas orejas plúmbeas y cráneos de frente elevada que albergaban mentes tan inteligentes como las de muchos humanos y más agudas que las de algunos. La lluvia aturdía a los caballos pero no los dañaba seria­mente, mientras que las arañas, si bien podían ser aleja­das a coces, acababan por causarles grandes molestias.

Hoja quería alejarse de allí a la máxima velocidad.

Una capa de cieno cubría todo lo que la lluvia había tocado, y la carretera era un pantano misérrimo, resba­ladizo como el hielo. En esto corrían peligro todos. Si un caballo resbalaba y caía, podía romperse una pata y con ello causaría tal desastre que el tronco entero corría peligro de venirse abajo; y mientras las yeguas heridas se mantuvieran patinando en el barro, las hambrientas arañas se lanzarían sobre ellas, alzando sus aguijones venenosos, clavándolos, inyectando una pócima que atur­día, dejando a los caballos paralizados, desvalidos, vul­nerables a los dientes ávidos y las mandíbulas de hierro. Mientras el carromato se desplazaba por aquella pantano­sa zona empapada por la lluvia, Hoja tenía que tranqui­lizar una y otra vez a las yeguas nocturnas, volcando su energía sobre ellas para tranquilizarlas, tarea extenuante que había dejado agotado al pobre Taco.

Hoja deslizó las riendas sobre su frente. Fue percatán­dose de la conciencia de los seis asustados caballos.

Puesto que estaba todavía despierto, el contacto fue débil e inseguro. Una mente despierta era incapaz de co­municarse con los animales de la manera acostumbra­da. Para guiar el tronco tenía que caer en trance, en un estado onírico; los animales no respondían a nada tan denso como una inteligencia consciente. Hoja miró a su alrededor buscando manifestaciones del Invisible. No, no había ni rastro de él. Mejor. Hoja se concentró en un punto muerto.

Cerró los ojos. La técnica del trance le resultaba fácil cuando nada lo distraía.

Imaginó un túnel, oscuro y de boca estrecha, que se adentraba en la tierra. Se dirigió hacia la boca.

Vaciló un momento.

Penetró en él.

Flotando, flotando y descendiendo, llevado por ondas y suaves corrientes; se hunde en una suave espiral que desciende, hoja de otoño en brisa primaveral. Las paredes del túnel son circulares, cristalinas, luminosas por dentro, iluminación que aumenta su brillo a medida que se desliza hacia el corazón del inundo. Flores de ra­diante escarlata y azules, quebradizas como la hierba, brotan de las estrías a intervalos meticulosamente re­gulares.

Profundiza, no toca nada. Abajo.

Entrando en un lugar en el que el túnel se ensancha hasta formar una cámara de muros lisos, sellada al fon­do. Se tiende longitudinalmente en el suelo. El suelo es de piedra negra, húmedo, resbaladizo; lo sueña blando y acogedor como el seno materno. Los colores son mudos, sordos los sonidos. Oye música lejana, percutiente y apa­gada: rat-a-tat, rat-a-tat, bllluuum, bllluuum.