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Ahora se siente capaz de entrar en contacto pleno con la mente de las yeguas.

Su espíritu se expande en su dirección; las envuelve, las toma e introduce en sí. Siente la identidad distinta de cada una, discierne el juego móvil de sus emociones, sus fantasías cabriolantes, sus temores. Cada yegua res­ponde de manera distinta y propia a la lluvia, a las ara­ñas, a la carretera cubierta de césped. Una es inquieta, otra tímida, otra furiosa, otra hosca, otra tensa, otra tor­pe. Hoja las nutre de energía. Las conjunta. Adelante, unid vuestras fuerzas, adelante. Este es el camino y por él he­mos de continuar.

Las yeguas nocturnas se remueven.

Reaccionan perfectamente a su toque. Cree que lo pre­fieren como conductor a Sombra y Taco; Taco es dema­siado desequilibrado. Sombra demasiado complaciente. Hoja las mantiene juntas, las dirige con facilidad, por supuesto, porque tienen personalidad, objetivos, ideales, pero también son bestias de carga y Hoja nunca lo ol­vida.

Vamos. Adelante.

El estado de la carretera es espantoso. Las yeguas ga­nan terreno y sus cascos provocan ruidos de absorción en el barro. Se quejan al hombre. Tenemos frío, estamos mo­jadas, estamos cansadas. El hombre imagina alas para ellas y así les facilita el avance. Para secarlas imagina rayos de sol, calidez amable, una carretera seca, un trote cómodo. Sueña laderas verdes, cascadas de flores ama­rillas, rumor de alas de colibrí, zumbido de abejas. Da a las yeguas un verano dulce y ellas se calman; sacuden la testa; agitan sus alas oníricas y limpian sus plumas; están ya listas para continuar el viaje. Caminan como si fueran un solo animal. Los propulsores zumban conten­tos. El carromato avanza con movimiento suave.

Hoja, sumido en trance, no puede ver el camino, pero es algo que carece de importancia; los caballos lo ven por él y le envían imágenes; imágenes fluidas, móviles, polarizadas, reflejadas y distorsionadas por la extrañeza de la visión caballar y la comunicación onírica; seis óp­ticas simultáneas e individuales. He aquí pues el camino, bordeado por abedules blancos agitados por un viento irri­tado. He aquí el camino, sendero de tierra que se sumerge en un bosque de altísimos pinos curvados por la nieve blanca. He aquí el camino, franja de fertilidad, de la que se elevan rojos hongos doquiera que golpee un casco. Peces azules de carne suculenta se adelantan manteniéndose a los lados de la carretera. Ricos bur­gueses de la tribu de los Dedos despliegan con opulen­cia manteles limpios en las cunetas pobladas de hier­ba y comen ostras espantadas y de ojos saltones. Si­luetas enmascaradas se deslizan por entre las patas de los caballos. La carretera forma una curva, otra curva, dobla sobre su eje, se cruza en lazo plácido. Hoja permanece dentro de este confuso cúmulo de datos, se­parando lo real de lo irreal, atento a la entrada de infor­mación y utilizando ésta como guía para sí y para los mismos caballos. Coordina con serenidad los movimien­tos de los animales con rápidos impulsos mentales de confianza para que cada bestia tire con fuerza equiva­lente. El carromato se balancea sobre su columna de aire y un tirón desigual bien pudiera volcarlo y hundirlo en la cuneta de la izquierda. Envía mensajes rápidos por el férreo conducto que va de su mente a la de ellos. Tran­quilos, tranquilos, atentos a aquel barrizal que se acer­ca... ¡Ah! ¡Ah, yegua maravillosa! ¡Cuidado, arañas a la izquierda! ¡Bravo! Así, así, así. Y acaricia sus flancos du­ros con un mensaje mental. Recompensa su agilidad con imágenes de establo, de forraje tierno, de sementales que esperan al final del viaje.

De ellas —que lo aman, él sabe que lo aman— obtie­ne apacibles imágenes de la pista, placer y belleza, imá­genes todas que convergen en una visión única e idealiza­da, majestuosos bosques de árboles y vastos prados por los que discurren claros torrentes. Sueñan para él su vida pasada, retrotrayéndole fragmentos de autobiografías su­midos en las grutas de su ser. Cuanto transmiten se fil­tra y transforma mediante su sensibilidad ajena, se co­lorea con destellos alucinantes y revierte en formas de otra dimensión, que, pese a todo, resultan fáciles de cap­tar en su significado esenciaclass="underline" su infancia entre los par­ques y jardines del enclave de los Pura Raza, en el Mar Cerrado, sus años de peregrinación entre los innumera­bles ribereños, extraños y no del todo humanos, su breve y feliz permanencia en el país occidental, humedecido por las nieblas, su viaje hacia el este en su temprana madu­rez, siguiendo siempre la voluntad del Alma, siempre plegándose a las brisas, aceptando lo que el destino qui­so depararle, hacia el este después, entre amigos más que hermanos en su provincia oriental de adopción, sus hoga­reñas playas lacustres rodeadas de bosques y pabellones de tiendas, su colección de reliquias de los humanos pri­mitivos —fragmentos de maquinaria, elegantes bobinas metálicas, monedas oxidadas, estatuillas grotescas, piezas de plástico irrompible— guardada en sus estancias par­ticulares con su cuidador propio. Perdido en tales ensoña­ciones olvida que su hogar junto al lago ha quedado re­ducido a cenizas por los Dientes, que sus amigos de días mejores están muertos, sus propiedades derruidas, sus hermosas pertenencias esparcidas entre los montones de basura arqueológica.

Poco a poco, imperceptiblemente, lo que imagina se torna triste.

Arañas, lluvia y fango crepitan en su interior. Ha re­cordado, merced a algún ensombrecimiento de tono en la imaginería que permanece en su ensoñación, que se ha quedado sin nada y que se ha convertido, ahora que ha emprendido la fuga, en un simple conductor a sueldo de un mercenario bestial del Lago Negro que es a su vez un fugitivo.

Hoja brega duramente por gobernar el tiro. Los caba­llos parecen haber perdido seguridad y su velocidad se reduce; se sienten inquietos por algo, y un nerviosismo tristón y quejumbroso forma parte de los mensajes que le envían. Advierte este cambio de humor. Se ve a sí mis­mo enjaezado al carromato junto con las yeguas noc­turnas y Corona en las riendas. Corona blande un látigo terrible, conduce el carromato con frenesí, busca aliados que los ayuden en su fantástica empresa de liberar las tierras que los Dientes han capturado. No hay escape po­sible de Corona. Se erige sobre el paisaje como un monstruo de humo congelado, creciendo e hinchándose hasta oscurecer el cielo. Hoja se pregunta cómo podrá desha­cerse de Corona. Sombra corre junto a él, acaricia sus mejillas, le murmura cosas y él le pide que le quite los arneses, pero ella dice que no puede, que el deber de am­bos es servir a Corona, y Hoja se vuelve a Taco, que está enjaezado al otro lado, y le pide ayuda, pero Taco tose y resbala en el barro mientras el látigo de Corona cruza su espinazo. No hay escape. El carromato se tambalea y sufre sacudidas. El caballo de la derecha resbala, está a punto de caer, se recupera. Hoja considera que debe de estar cansado. Ha conducido mucho hoy y el esfuerzo clama por sus derechos. Pero la lluvia sigue cayendo —atraviesa el velo de las ilusiones, brevemente, deja atrás las escenas de primavera, verano y otoño, y contempla el agua negro azulada que cae a cántaros espeluznantes de los cielos, y no hay nadie más para conducir, de ma­nera que ha de continuar.

Quiere sumergirse en un trance más profundo, en que no resulte tan fácil apartarlo del dominio general.

Pero no, algo falla, algo golpea su conciencia, tira de él hacia el estado de vigilia. Los caballos lo instan a des­pertar con escenas espantosas. Una bestia le muestra el carromato a punto de introducirse en un muro de fuego. Otro lo sitúa al borde de un cráter sin cruce posible. Un tercero le emite la imagen de una roca gigantesca entorpeciendo el camino; un cuarto, una montaña de hie­lo que bloquea el paso; un quinto, una manada de lobos aulladores; el último, una hilera de guerreros armados, hombro con hombro, las picas dispuestas. No hay duda ya. Tribulación. Tribulación. Tribulación. Acaso hayan llegado al lugar muerto del camino. No hay ni que pregun­tar por el Invisible que sin duda merodea por los alre­dedores. Hoja se fuerza a despertar.