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Taco y Corona echaron a andar hacia la muralla. Hoja, mientras los contemplaba por la ventana, pasó el bra­zo por la cintura de Sombra y acarició su piel lisa. La lluvia había terminado; todavía se veía en el cielo una nu­be gris y el brillo de la armadura de Corona quedó miti­gado por finas gotitas de humedad. Muy cerca ya de la empalizada, Corona no hacía más que mirar atentamen­te los matorrales de los alrededores como si esperase la aparición repentina de una horda de Hermanos del Árbol. Taco, dando saltitos junto a él, semejaba una ligera bes­tia bípeda cuya cabeza apenas llegaba a la cadera de Co­rona.

Alcanzaron la empalizada. La mortecina luz del cre­púsculo ribeteaba su punto superior. De rodillas, Taco inspeccionaba la base de la muralla, tentando el suelo con los dedos. Al cabo dijo algo a Corona, que asintió y señaló hacia arriba. Taco retrocedió, emprendió una bre­ve carrera, se espoleó a sí mismo y se elevó como si estuviera dotado de alas. Su salto lo llevó por encima de la cima de la muralla con rápido vuelo. Pareció vacilar un momento en el aire mientras elegía un sitio en que aterrizar. Por fin se colocó en posición precaria e incó­moda, sujetándose en lo alto de la muralla con el cuerpo arqueado para evitar las afiladas puntas de los maderos, cogiendo con las manos dos de las estacas y con los pies otras dos. Taco permaneció en aquella ingrata posi­ción durante un buen rato, contemplando lo que hubiera del otro lado de la barricada; luego abandonó el equilibrio, saltó hacia delante y flotó hasta el suelo, alcanzan­do una distancia que era tres veces la de su propia al­tura. Aterrizó de pie, sin ningún titubeo. Hubo un breve cambio de impresiones con Corona y enseguida regre­saron al carromato.

—Es algo previsto para el peaje —murmuró Corona—. Los maderos centrales no están hundidos en tierra. Aca­ban justamente al nivel del suelo y forman una especie de puerta con bisagras, sujeta por dos pesados cerro­jos a ambos lados.

—Vi por lo menos cien Hermanos del Árbol del otro lado de la muralla —dijo Taco—. Armados con dardos. Vendrán a visitarnos dentro de un momento.

—Deberíamos armarnos también nosotros —dijo Hoja. Corona se encogió de hombros.

—No podemos luchar contra tantos. Son veinticinco contra uno y es imposible. El mejor luchador del mun­do se vería desvalido ante estos renacuajos y sus dardos envenenados. Si no podemos obligarles a que nos dejen pasar, tendremos que pagar el paso de alguna manera. Pero no sé cómo. La puerta no es tan ancha que deje pasar el carromato.

Tenía razón en aquello. Se escuchó entonces el seco roce de madera contra madera —los cerrojos que eran descorridos— y la puerta quedó abierta. Una vez abier­ta del todo, quedó un espacio suficiente para pasar un carromato de dimensiones normales, pero insuficiente para el magnífico vehículo de Corona. Para que pasara habría que quitarse cinco o seis estacas de cada lado del portón.

Los Hermanos del Árbol se aproximaron con lentitud hacia el carromato: gente pequeña, desnuda, con miembros flacos y piel lisa de color verdiazul. Parecían esta­tuillas animadas de arcilla, casualmente moldeadas en forma humana: sus cabezas lampiñas eran estrechas y alargadas, de frente chata y cuello de aspecto muy frá­gil. Su pecho era delgado, como marco al que faltara el relleno de la carne. Todos, tanto hombres como muje­res, llevaban cerbatanas en la cintura. Mientras danzaban y merodeaban en torno al carromato, entonaron un can­to irregular, agreste, desentonado y atonal, como esas can­ciones infantiles que los niños improvisan cuando jue­gan frenéticamente.

—Hemos de salir a recibirlos —dijo Corona—. Estad tranquilos, nada de movimientos bruscos. Recordad que son inferiores. Mientras nos consideremos hombres y a ellos monos, y les hagamos saber que pensamos de este modo, los mantendremos a raya.

—Son hombres —dijo Sombra con calma—. Lo mis­mo que nosotros. No son monos.

—Piensa que son monos —dijo Corona—. De otro mo­do estaremos perdidos. Andando ahora.

Salieron del vagón, primero Corona, luego Hoja, Ta­co, Sombra. Los Hermanos del Árbol hicieron un alto mo­mentáneo en su deporte mientras salían los cuatro via­jeros; alzaron la mirada, sonrieron, señalaron, chapurrea­ron, alzaron las manos, con las cabezas inmóviles. No parecían sentir temor ni reverencia. ¿Nada significaba para ellos un Pura Sangre? ¿No tenían miedo de un La­go Negro?

Ceñudo, dijo Corona a Taco:

—¿Conoces su idioma?

—Unas cuantas palabras.

—Habla con ellos. Diles que me traigan a su jefe.

Taco se colocó ante Corona, se llevó las manos a la boca y dijo algo en un idioma chillón, percutiente y can­tarín. Habló con claridad exagerada y trabajosa, como hace el que se dirige a un ciego o a un extranjero. Los Hermanos del Árbol se miraron e intercambiaron peque­ños grititos. Uno se adelantó bailando, colocó su cara a un palmo de la de Taco e imitó con gestos las palabras de éste, dando a su entonación un trasfondo cómico. Ta­co puso cara de susto y retrocedió un paso, tropezando con el pecho de Corona. Los Hermanos del Árbol soltaron un chorro de palabras y cuando acabaron repitió Taco su frase inicial con tono menos altisonante.

—¿Qué pasa? —preguntó Corona—. ¿Entiendes algo?

—Un poco. Muy poco.

—¿Van a traer al jefe?

—No lo sé. Ignoro si nos hemos referido a las mismas cosas.

—Dijiste antes que éstos pagan tributo a los Crista­les Blancos.

—Pagaban —dijo Taco—. No sé si siguen rindiéndo­les pleitesía. Se me ocurre que se están burlando a costa nuestra. Y que lo que dijo el que habló es insultante, pero no estoy seguro. No estoy seguro. Eso es todo.

—¡Monos de mierda!

—Cuidado, Corona —murmuró Sombra—. Acaso noso­tros no hablemos su idioma, pero ellos pueden hablar el nuestro.

—Prueba de nuevo —dijo Corona—. Habla más des­pacio. Di al mono que hable más despacio. El jefe, Taco, queremos ver al jefe. ¿No hay otra forma de establecer comunicación?

—Puedo entrar en trance —dijo Taco—. Sombra po­dría ayudarme con los significados. Pero necesitaría tiem­po para prepararme. Me siento con poco aplomo en este momento, demasiado tenso.

Como para ilustrar esto último ejecutó un leve bailo­teo a base de saltitos que lo desplazó un tanto a la iz­quierda. Una nueva serie de botes y estaba de nuevo en su sitio. Los Hermanos del Árbol se deshicieron en carca­jadas, palmotearon e imitaron los gestos de Taco. En aquel momento llegaron nuevos miembros de la tribu; eran unos diez o doce ya, todos apiñados junto a la en­trada del vagón. Taco saltó de nuevo; era como un tic. Se puso a temblar. Sombra se le acercó y le rodeó el pe­cho con sus delgados brazos, como si quisiera servirle de ancla. Los Hermanos del Árbol se agitaron todavía más; a la sazón había una cualidad empecinada e inten­sa en su jugueteo. Parecía que de un momento a otro fuera a estallar la crisis. Hoja, que se encontraba a un costado de Corona, algo alejado, sintió una ligera con­tracción en los músculos de la base del estómago. Algo quería llamar su atención, algo situado a la derecha de los Hermanos del Árbol; miró en aquella dirección y vio un brillo azul, prolongado y estrecho, una especie de hombre de niebla y vapor que se desplazaba entre los hombres del bosque. ¿Era el Invisible? ¿Osólo un jue­go luminoso del ocaso, producido por los restos de la lluvia pasada? Aguzó la vista, pero la figura eludía su mirada, se deslizaba por entre los rayos de luz a medida que Hoja la seguía. En aquel momento oyó que Corona lanzaba una exclamación y se volvió a tiempo de ver que un escurridizo Hermano del Árbol se deslizaba bajo el codo del gigante y se lanzaba derecho al carromato.

—¡Alto! —gritó Corona—. ¡Vuelve! —Y, como si se hubiera dado una señal, siete u ocho pequeños hombres de los bosques se lanzaron al carromato.