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– Prefiero que abras una cuenta a mi nombre en un banco de Londres y de ahora en adelante me deposites el veinte por ciento de las ganancias que yo consiga para ti.

– ¿Para qué? ¿No te doy todo lo que deseas y mucho más? -preguntó Feliciano ofendido.

– La vida es larga y llena de sobresaltos. No quiero ser nunca una viuda pobre y menos con hijos -explicó ella, sobándose la panza.

Feliciano salió dando un portazo, pero su innato sentido de justicia pudo más que su mal humor de marido desafiado. Además, aquel veinte por ciento sería un incentivo poderoso para Paulina, decidió. Hizo lo que ella le pedía, a pesar de que nunca había oído de una mujer casada con dinero propio. Si una esposa no podía desplazarse sola, firmar documentos legales, acudir a la justicia, vender o comprar nada sin la autorización del marido, mucho menos podía disponer de una cuenta bancaria y usarla a su antojo. Sería difícil explicárselo al banco y a los socios.

– Venga al norte con nosotros, el futuro está en la minas y allí puede empezar de nuevo -sugirió Paulina a Jacob Todd, cuando se enteró en una de sus breves visitas a Valparaíso que había caído en desgracia.

– ¿Qué haría yo allí, amiga mía? -murmuró el otro.

– Vender sus biblias -se burló Paulina, pero de inmediato se conmovió ante la abismal tristeza del otro y le ofreció su casa, amistad y trabajo en las empresas del marido.

Pero Todd estaba tan desanimado por la mala suerte y la vergüenza pública, que no encontró fuerzas para iniciar otra aventura en el norte. La curiosidad y la inquietud que lo impulsaban antes, habían sido reemplazadas por la obsesión de recuperar el buen nombre perdido.

– Estoy derrotado, señora, ¿que no lo ve? Un hombre sin honor es un hombre muerto.

– Los tiempos han cambiado -lo consoló Paulina-. Antes la honra mancillada de una mujer sólo se lavaba con sangre. Pero ya ve, Mr. Todd, en mi caso se lavó con una jarra de chocolate. El honor de los hombres es mucho más resistente que el nuestro. No se desespere.

Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien no había olvidado su intervención en tiempos de sus amores frustrados con Paulina, quiso prestarle dinero para que devolviera hasta el último centavo de las misiones, pero Todd decidió que entre deberle a un amigo o deberle al capellán protestante, prefería lo último, puesto que su reputación de todos modos ya estaba destruida. Poco después debió despedirse de los gatos y las tartas, porque la viuda inglesa de la pensión lo expulsó con una cantaleta interminable de reproches. La buena mujer había duplicado sus esfuerzos en la cocina para financiar la propagación de su fe en aquellas regiones de invierno inmutable, donde un viento espectral ululaba día y noche, como decía Jacob Todd, ebrio de elocuencia. Al enterarse del destino de sus ahorros en manos del falso misionero, montó en justa cólera y lo echó de su casa. Mediante la ayuda de Joaquín Andieta, quien le buscó otro alojamiento, pudo trasladarse a un cuarto pequeño, pero con vista al mar, en uno de los barrios modestos del puerto. La casa pertenecía a una familia chilena y no tenía las pretensiones europeas de la anterior, era de construcción antigua, de adobe blanqueado a la cal y techo de tejas rojas, compuesta de un zaguán a la entrada, un cuarto grande casi desprovisto de muebles, que servía de sala, comedor y dormitorio de los padres, uno más pequeño y sin ventana donde dormían todos los niños y otro al fondo, que alquilaban. El propietario trabajaba como maestro de escuela y su mujer contribuía al presupuesto con una industria artesanal de velas fabricadas en la cocina. El olor de la cera impregnaba la casa. Todd sentía ese aroma dulzón en sus libros, su ropa, su cabello y hasta en su alma; tanto se le había metido bajo la piel, que muchos años más tarde, al otro lado del mundo, seguiría oliendo a velas. Frecuentaba sólo los barrios bajos del puerto, donde a nadie importaba la reputación buena o mala de un gringo con los pelos rojos. Comía en las fondas de los pobres y pasaba días enteros entre los pescadores, afanado con las redes y los botes. El ejercicio físico le hacía bien y por algunas horas lograba olvidar su orgullo herido. Sólo Joaquín Andieta continuó visitándolo. Se encerraban a discutir de política e intercambiar textos de los filósofos franceses, mientras al otro lado de la puerta correteaban los hijos del maestro y fluía como un hilo de oro derretido la cera de las velas. Joaquín Andieta no se refirió jamás al dinero de las misiones, aunque no podía ignorarlo, dado que el escándalo se comentó a viva voz durante semanas. Cuando Todd quiso explicarle que sus intenciones nunca fueron las de estafar y todo había sido producto de su mala cabeza para los números, su proverbial desorden y su mala suerte, Joaquín Andieta se llevó un dedo a la boca en el gesto universal de callar. En un impulso de vergüenza y afecto, Jacob Todd lo abrazó torpemente y el otro lo estrechó por un instante, pero enseguida se desprendió con brusquedad, rojo hasta las orejas. Los dos retrocedieron simultáneamente, aturdidos, sin comprender cómo habían violado la regla elemental de conducta que prohíbe contacto físico entre los hombres, excepto en batallas o deportes brutales. En los meses siguientes el inglés fue perdiendo el rumbo, descuidó su apariencia y solía vagar con una barba de varios días, oliendo a velas y alcohol. Cuando se propasaba con la ginebra, despotricaba como un maniático, sin pausa ni respiro contra los gobiernos, la familia real inglesa, los militares y policías, el sistema de privilegios de clases, que comparaba al de castas en la India, la religión en general y el cristianismo en particular.

– Tiene que irse de aquí, Mr. Todd se está poniendo chiflado -se atrevió a decirle Joaquín Andieta un día que lo rescató de una plaza cuando estaba a punto de llevárselo la guardia.

Exactamente así lo encontró, predicando como un orate en la calle, el capitán John Sommers, quien había desembarcado de su goleta en el puerto hacía ya varias semanas. Su nave había sufrido tanto vapuleo en la travesía por el Cabo de Hornos, que debió someterse a largas reparaciones. John Sommers había pasado un mes completo en casa de sus hermanos Jeremy y Rose. Eso lo decidió a buscar trabajo en uno de los modernos barcos a vapor apenas regresara a Inglaterra, porque no estaba dispuesto a repetir la experiencia de cautiverio en la jaula familiar. Amaba a los suyos, pero los prefería a la distancia. Se había resistido hasta entonces a pensar en los vapores, porque no concebía la aventura del mar sin el desafío de las velas y del clima, que probaban la buena cepa de un capitán, pero debió admitir finalmente que el futuro estaba en las nuevas embarcaciones, más grandes, seguras y rápidas. Cuando notó que perdía pelo, culpó naturalmente a la vida sedentaria. Pronto el tedio llegó a pesarle como una armadura y escapaba de la casa para pasear por el puerto con impaciencia de fiera atrapada. Al reconocer al capitán, Jacob Todd bajó el ala del sombrero y fingió no verlo para ahorrarse la humillación de otro desaire, pero el marino lo detuvo en seco y lo saludó con afectuosas palmadas en los hombros.

– ¡Vamos a tomar unos tragos, mi amigo¡ -y lo arrastró a un bar cercano.

Resultó ser uno de esos rincones del puerto conocido entre los parroquianos por la bebida honesta, donde además ofrecían un plato único de bien ganada fama: congrio frito con papas y ensalada de cebolla cruda. Todd, quien solía olvidarse de comer en esos días y siempre andaba corto de dinero, sintió el aroma delicioso de la comida y creyó que iba a desmayarse. Una oleada de agradecimiento y placer le humedeció los ojos. Por cortesía, John Sommers desvió la vista mientras el otro devoraba hasta la última migaja del plato.

– Nunca me pareció buena idea ese asunto de las misiones entre los indios -dijo, justamente cuando Todd empezaba a preguntarse si el capitán se habría enterado del escándalo financiero-. Esa pobre gente no merece la desgracia de ser evangelizada. ¿Qué piensa hacer ahora?

– Devolví lo que quedaba en la cuenta, pero aún debo una buena cantidad.

– Y no tiene cómo pagarla, ¿verdad?

– Por el momento no, pero…

– Pero nada, hombre. Usted dio a esos buenos cristianos un pretexto para sentirse virtuosos y ahora les ha dado motivo de escándalo por un buen tiempo. La diversión les salió barata. Cuando le pregunté qué piensa hacer me refería a su futuro, no a sus deudas.

– No tengo planes.

– Vuelva conmigo a Inglaterra. Aquí no hay lugar para usted. ¿Cuántos extranjeros hay en este puerto? Cuatro pelagatos y todos se conocen. Créame, no lo dejarán en paz. En Inglaterra, en cambio, puede perderse en la muchedumbre.

Jacob Todd se quedó mirando el fondo de su vaso con una expresión tan desesperada, que el capitán soltó una de sus risotadas.

– ¡No me diga que se queda aquí por mi hermana Rose¡

Era verdad. El repudio general habría sido algo más soportable para Todd, si Miss Rose hubiera demostrado un mínimo de lealtad o comprensión, pero ella se negó a recibirlo y devolvió sin abrir las cartas con que él intentaba limpiar su nombre. Nunca se enteró que sus misivas jamás llegaron a manos de la destinataria, porque Jeremy Sommers, violando el acuerdo de mutuo respeto con su hermana, había decidido protegerla de su propio buen corazón e impedir que cometiera otra irreparable tontería. El capitán tampoco lo sabía, pero adivinó las precauciones de Jeremy y concluyó que seguramente él habría hecho lo mismo en tales circunstancias. La idea de ver al patético vendedor de biblias convertido en aspirante a la mano de su hermana Rose le parecía desastrosa: por una vez estaba en pleno acuerdo con Jeremy.

– ¿Tan evidentes han sido mis intenciones con Miss Rose? -preguntó Jacob Todd turbado.

– Digamos que no son un misterio, mi amigo.

– Me temo que no tengo la menor esperanza de que algún día ella me acepte…

– Me temo lo mismo.

– ¿Me haría usted el inmenso favor de interceder por mí, capitán? Si al menos Miss Rose me recibiera una vez, yo podría explicarle…

– No cuente conmigo para hacer de alcahuete, Todd. Si Rose correspondiera sus sentimientos, usted ya lo sabría. Mi hermana no es tímida, se lo aseguro. Le repito, hombre, lo único que le queda es irse de este maldito puerto, aquí va a terminar convertido en un mendigo. Mi barco parte dentro de tres días rumbo a Hong Kong y de allí a Inglaterra. La travesía será larga, pero usted no tiene apuro. El aire fresco y el trabajo duro son remedios infalibles contra la estupidez del amor. Se lo digo yo, que me enamoro en cada puerto y me sano apenas vuelvo al mar.

– No tengo dinero para el pasaje.

– Tendrá que trabajar como marinero y por las tardes jugar naipes conmigo. Si no ha olvidado los trucos de tahúr que sabía cuando lo traje a Chile hace tres años, seguro me esquilmará en el viaje.