La "machi" vivía sola al fondo de una quebrada entre dos cerros, en una cabaña de barro con techo de paja, que parecía a punto de desmoronarse. Alrededor de la vivienda había un desorden de roqueros, leños, plantas en tarros, perros en los huesos y pajarracos negros que escarbaban inútilmente en el suelo buscando algo de comer. En el sendero de acceso se alzaba un pequeño bosque de dádivas y amuletos plantado por clientes satisfechos para indicar los favores recibidos. La mujer olía a la suma de todas las cocciones que había preparado en su vida, vestía un manto del mismo color de tierra seca del paisaje, iba descalza y mugrienta, pero adornada con profusión de collares de plata de baja ley. Su rostro era una máscara oscura de arrugas, con sólo dos dientes en la boca y los ojos muertos. Recibió a su antigua discípula sin dar muestras de reconocerla, aceptó los regalos de comida y la botella de licor de anís, le hizo una señal para que se sentara frente a ella y se quedó en silencio, esperando. Ardían unos vacilantes tizones al centro de la choza y el humo escapaba por un agujero en el techo. En las paredes negras de hollín colgaban cacharros de barro y latón, plantas y una colección de alimañas disecadas. La fragancia densa de yerbas secas y cortezas medicinales se mezclaba con el hedor de animales muertos. Hablaron en mapudungo, la lengua de los mapuches. Durante largo rato la maga escuchó la historia de Eliza, desde su llegada en la caja de jabón de Marsella, hasta la reciente crisis, después tomó la vela, el cabello y la camisa y despidió a su visitante con instrucciones de volver cuando ella hubiera completado sus encantamientos y ritos de adivinación.
– Sabido es que para esto no hay cura -anunció apenas Mama Fresia cruzó el umbral de su vivienda dos días más tarde.
– ¿Se va a morir mi niña, acaso?
– De eso no sé dar razón, pero que ha de sufrir mucho, duda no tengo.
– ¿Qué es lo que le pasa?
– Empecinamiento en el amor. Es un mal muy firme. Seguro dejó la ventana abierta en una noche clara y se le metió en el cuerpo durante el sueño. No hay conjuro contra eso.
Mama Fresia volvió a la casa resignada: si el arte de esa "machi" tan sabia no alcanzaba para cambiar la suerte de Eliza, mucho menos servirían sus escasos conocimientos o las velas de los santos.
Miss Rose
Miss Rose observaba a Eliza con más curiosidad que compasión, porque conocía bien los síntomas y en su experiencia el tiempo y las contrariedades apagan aún los peores incendios de amor. Ella tenía apenas diecisiete años cuando se enamoró con una pasión descabellada de un tenor vienés. Entonces vivía en Inglaterra y soñaba con ser una diva, a pesar de la oposición tenaz de su madre y de su hermano Jeremy, jefe de la familia desde la muerte del padre. Ninguno de los dos consideraba el canto operístico como una ocupación deseable para una señorita, principalmente porque se practicaba en teatros, de noche y con vestidos escotados. Tampoco contaba con el apoyo de su hermano John, quien se había incorporado a la marina mercante y apenas asomaba un par de veces al año por la casa, siempre de prisa. Llegaba a trastornar las rutinas de la pequeña familia, exuberante y tostado por el sol de otras partes, luciendo algún nuevo tatuaje o cicatriz. Repartía regalos, los abrumaba con sus cuentos exóticos y desaparecía de inmediato rumbo a los barrios de las rameras, donde permanecía hasta el momento de volver a embarcarse. Los Sommers eran gentilhombres de provincia sin grandes ambiciones. Poseyeron tierra por varias generaciones, pero el padre, aburrido de ovejas torpes y cosechas pobres, prefirió tentar fortuna en Londres. Amaba tanto los libros, que era capaz de quitar el pan a su familia y endeudarse para adquirir primeras ediciones firmadas por sus autores preferidos, pero carecía de la codicia de los verdaderos coleccionistas. Después de infructuosos intentos en el comercio decidió dar curso a su verdadera vocación y acabó abriendo una tienda de libros usados y de otros editados por él mismo. En la parte de atrás de la librería instaló una pequeña imprenta, que manipulaba con dos ayudantes, y en un altillo del mismo local prosperaba a paso de tortuga su negocio de volúmenes raros. De sus tres hijos, sólo Rose se interesaba en su oficio, creció con la pasión de la música y la lectura y si no estaba sentada al piano o en sus ejercicios de vocalización, podían encontrarla en un rincón leyendo. El padre lamentaba que fuera ella la única enamorada de los libros y no Jeremy o John, quienes hubieran heredado su negocio. A su muerte los hijos varones liquidaron la imprenta y la librería, John se echó al mar y Jeremy se hizo cargo de su madre viuda y de su hermana. Disponía de un sueldo modesto como empleado de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" y una reducida renta dejada por el padre, además de las esporádicas contribuciones de su hermano John, que no siempre llegaban en dinero contante y sonante, sino en contrabando. Jeremy, escandalizado, guardaba esas cajas de perdición en el desván sin abrirlas hasta la próxima visita de su hermano, quien se encargaba de vender su contenido. La familia se trasladó a un piso pequeño y caro para su presupuesto, pero bien ubicado en el corazón de Londres, porque lo consideraron una inversión. Debían casar bien a Rose.
A los diecisiete años la belleza de la joven empezaba a florecer y le sobraban pretendientes de buena situación dispuestos a morir de amor, pero mientras sus amigas se afanaban buscando marido, ella buscaba un profesor de canto. Así conoció al Karl Bretzner, un tenor vienés llegado a Londres para actuar en varias obras de Mozart, que culminarían en una noche estelar con "Las bodas de Fígaro", con asistencia de la familia real. Su aspecto nada revelaba de su inmenso talento: parecía un carnicero. Su cuerpo, ancho de barriga y enclenque de las rodillas para abajo carecía de elegancia y su rostro sanguíneo, coronado por una mata de crespos descoloridos, resultaba más bien vulgar, pero cuando abría la boca para deleitar al mundo con el torrente de su voz, se transformaba en otro ser, crecía en estatura, la panza desaparecía en la anchura del pecho y la cara colorada de teutón se llenaba de una luz olímpica. Al menos así lo veía Rose Sommers, quien se las arregló para conseguir entradas para cada función. Llegaba al teatro mucho antes que lo abrieran y, desafiando las miradas escandalizadas de los transeúntes, poco acostumbrados a ver una muchacha de su condición sola, aguardaba en la puerta de los actores durante horas para divisar al maestro descender del coche. En la noche del domingo el hombre se fijó en la beldad apostada en la calle y se acercó a hablarle. Trémula, ella respondió a sus preguntas y confesó su admiración por él y sus deseos de seguir sus pasos en el arduo, pero divino sendero del "bel canto", como fueron sus palabras.
– Venga después de la función a mi camerino y veremos qué puedo hacer por usted -dijo él con su preciosa voz y un fuerte acento austriaco.
Así lo hizo ella, transportada a la gloria. Cuando finalizó la ovación de pie brindada por el público, un ujier enviado por Karl Bretzner la condujo tras bambalinas. Ella nunca había visto las entrañas de un teatro, pero no perdió tiempo admirando las ingeniosas máquinas de hacer tempestades ni los paisajes pintados en telones, su único propósito era conocer a su ídolo. Lo encontró cubierto con una bata de terciopelo azul real ribeteada en oro, la cara aún maquillada y una elaborada peluca de rizos blancos. El ujier los dejó solos y cerró la puerta. La habitación, atiborrada de espejos, muebles y cortinajes, olía a tabaco, afeites y moho. En un rincón había un biombo pintado con escenas de mujeres rubicundas en un harén turco y de los muros colgaban en perchas las vestimentas de la ópera. Al ver a su ídolo de cerca, el entusiasmo de Rose se desinfló por algunos momentos, pero pronto él recuperó el terreno perdido. Le tomó ambas manos entre las suyas, se las llevó a los labios y las besó largamente, luego lanzó un do de pecho que estremeció el biombo de las odaliscas. Los últimos remilgos de Rose se desmoronaron, como las murallas de Jericó en una nube de polvo, que salió de la peluca cuando el artista se la quitó con un gesto apasionado y viril, lanzándola sobre un sillón, donde quedó inerte como un conejo muerto. Tenía el pelo aplastado bajo una tupida malla que, sumada al maquillaje, le daba un aire de cortesana decrépita.
Sobre el mismo sillón donde cayó la peluca, le ofrecería Rose su virginidad un par de días después, exactamente a las tres y cuarto de la tarde. El tenor vienés la citó con el pretexto de mostrarle el teatro ese martes, que no habría espectáculo. Se encontraron secretamente en una pastelería, donde él saboreó con delicadeza cinco "éclaires" de crema y dos tazas de chocolate, mientras ella revolvía su té sin poder tragarlo de susto y anticipación. Fueron enseguida al teatro. A esa hora sólo había un par de mujeres limpiando la sala y un iluminador preparando lámparas de aceite, antorchas y velas para el día siguiente. Karl Bretzner, ducho en trances de amor, produjo por obra de ilusionismo una botella de champaña, sirvió una copa para cada uno, que bebieron al seco brindando por Mozart y Rossini. Enseguida instaló a la joven en el palco de felpa imperial donde sólo el rey se sentaba, adornado de arriba abajo con amorcillos mofletudos y rosas de yeso, mientras él partía hacia el escenario. De pie sobre un trozo de columna de cartón pintado, alumbrado por las antorchas recién encendidas, cantó sólo para ella un aria de "El barbero de Sevilla", luciendo toda su agilidad vocal y el suave delirio de su voz en interminables florituras. Al morir la última nota de su homenaje, oyó los sollozos distantes de Rose Sommers, corrió hacia ella con inesperada agilidad, cruzó la sala, trepó al palco de dos saltos y cayó a sus pies de rodillas. Sin aliento, colocó su cabezota sobre la falda de la joven, hundiendo la cara entre los pliegues de la falda de seda color musgo. Lloraba con ella, porque sin proponérselo también se había enamorado; lo que comenzó como otra conquista pasajera se había transformado en pocas horas en una incandescente pasión.