La noche del 22 de diciembre se despidió de Eliza y de su madre y al día siguiente partió rumbo a California.
Mama Fresia descubrió las cartas de amor por casualidad, cuando estaba arrancando cebollas en su estrecho huerto del patio y la horqueta tropezó con la caja de lata. No sabía leer, pero le bastó una ojeada para comprender de qué se trataba. Estuvo tentada de entregárselas a Miss Rose, porque le bastaba tenerlas en la mano para sentir la amenaza, habría jurado que el paquete atado con una cinta latía como un corazón vivo, pero el cariño por Eliza pudo más que la prudencia y en vez de acudir a su patrona, colocó las cartas de vuelta en la caja de galletas, la escondió bajo su amplia falda negra y fue a la pieza de la muchacha suspirando. Encontró a Eliza sentada en una silla, con la espalda recta y las manos sobre la falda como si estuviera en misa, mirando el mar desde la ventana, tan agobiada que el aire a su alrededor se sentía espeso y lleno de premoniciones. Puso la caja sobre las rodillas de la joven y se quedó esperando en vano una explicación.
– Ese hombre es un demonio. Sólo desgracia te traerá -le dijo finalmente.
– Las desgracias ya empezaron. Se fue hace seis semanas a California y a mí no me ha llegado la regla.
Mama Fresia se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, como hacía cuando no daba más con sus huesos, y comenzó a mecer el tronco hacia adelante y hacia atrás, gimiendo suavemente.
– Cállate, mamita, nos puede oír Miss Rose -suplicó Eliza.
– ¡Un hijo de la alcantarilla! ¡Un "huacho"! ¿Qué vamos a hacer, mi niña? ¿Qué vamos a hacer? -siguió lamentándose la mujer.
– Voy a casarme con él.
– ¿Y cómo, si el hombre se fue?
– Tendré que ir a buscarlo.
– ¡Ay, Niño Dios bendito! ¿Te has vuelto loca? Yo te haré remedio y en pocos días vas a estar como nueva.
La mujer preparó una infusión a base de "borraja" y una pócima de excremento de gallina en cerveza negra, que dio a beber a Eliza tres veces al día; además la hizo tomar baños de asiento con azufre y le puso compresas de mostaza en el vientre. El resultado fue que se puso amarilla y andaba empapada en una transpiración pegajosa que olía a gardenias podridas, pero a la semana aún no se producía ningún síntoma de aborto. Mama Fresia determinó que la criatura era macho y estaba sin duda maldita, por eso se aferraba de tal manera a las tripas de su madre. Este descalabro la superaba, era asunto del Diablo y sólo su maestra, la "machi", podría vencer tan poderoso infortunio. Esa misma tarde pidió permiso a sus patrones para salir y una vez más hizo a pie el penoso camino hasta la quebrada para presentarse cabizbaja ante la anciana hechicera ciega. Le llevó de regalo dos moldes de dulce de membrillo y un pato estofado al estragón.
La "machi" escuchó los últimos acontecimientos asintiendo con aire de fastidio, como si supiera de antemano lo sucedido.
– Ya dije, el empecinamiento es un mal muy fuerte: agarra el cerebro y rompe el corazón. Empecinamientos hay muchos, pero el peor es de amor.
– ¿Puede hacerle algo a mi niña para que bote al "huacho"?
– De poder, puedo. Pero eso no la cura. Tendrá que seguir a su hombre no más.
– Se fue muy lejos a buscar oro.
– Después del amor, el empecinamiento más grave es del oro -sentenció la "machi".
Mama Fresia comprendió que sería imposible sacar a Eliza para llevarla a la quebrada de la "machi", hacerle un aborto y regresar con ella a la casa, sin que Mis Rose se enterara. La hechicera tenía cien años y no había salido de su mísera vivienda en cincuenta, de modo que tampoco podría acudir al domicilio de los Sommers a tratar a la joven. No quedaba otra solución que hacerlo ella misma. La "machi" le entregó un palo fino de colihue y una pomada oscura y fétida, luego le explicó en detalle cómo untar la caña en esa pócima e insertarla en Eliza. Enseguida le enseñó las palabras del encantamiento que habrían de eliminar al niño del Diablo y al mismo tiempo proteger la vida de la madre. Se debía realizar esta operación la noche del viernes, único día de la semana autorizado para eso, le advirtió. Mama Fresia regresó muy tarde y exhausta, con el colihue y la pomada bajo el manto.
– Reza niña, porque dentro de dos noches te haré remedio -le notificó a Eliza cuando le llevó el chocolate del desayuno a la cama.
El capitán John Sommers desembarcó en Valparaíso el día señalado por la "machi". Era el segundo viernes de febrero de un verano abundante. La bahía hervía de actividad con medio centenar de barcos anclados y otros aguardando turno en alta mar para acercarse a tierra. Como siempre, Jeremy, Rose y Eliza recibieron en el muelle a ese tío admirable, quien llegaba cargado de novedades y regalos. La burguesía, que se daba cita para visitar los barcos y comprar contrabando, se mezclaba con hombres de mar, viajeros, estibadores y empleados de la aduana, mientras las prostitutas apostadas a cierta distancia, sacaban sus cuentas. En los últimos meses, desde que la noticia del oro aguijoneaba la codicia de los hombres en cada orilla del mundo, los buques entraban y salían a un ritmo demente y los burdeles no daban a basto. Las mujeres más intrépidas, sin embargo, no se conformaban con la buena racha del negocio en Valparaíso y calculaban cuánto más podrían ganar en California, donde había doscientos hombres por cada mujer, según se oía. En el puerto la gente tropezaba con carretas, animales y bultos; se hablaban varias lenguas, sonaban las sirenas de las naves y los silbatos de los guardias. Miss Rose, con un pañuelo perfumado a vainilla en la nariz, escudriñaba a los pasajeros de los botes buscando a su hermano predilecto, mientras Eliza aspiraba el aire en sorbos rápidos, tratando de separar e identificar los olores. El hedor del pescado en grandes cestas al sol se mezclaba con el tufo de excremento de bestias de carga y sudor humano. Fue la primera en ver al capitán Sommers y sintió un alivio tan grande que por poco se echa a llorar. Lo había esperado durante varios meses, segura que sólo él podría entender la angustia de su amor contrariado. No había dicho palabra sobre Joaquín Andieta a Miss Rose y mucho menos a Jeremy Sommers, pero tenía la certeza de que su tío navegante, a quien nada podía sorprender o asustar, la ayudaría.
Apenas el capitán puso los pies en suelo firme, Eliza y Miss Rose se le fueron encima alborozadas; él las cogió a ambas por la cintura con sus fornidos brazos de corsario, las levantó al mismo tiempo y empezó a girar como un trompo en medio de los gritos de júbilo de Miss Rose y de protesta de Eliza, quien estaba a punto de vomitar. Jeremy Sommers lo saludó con un apretón de mano, preguntándose cómo era posible que su hermano no hubiera cambiado nada en los últimos veinte años, continuaba siendo el mismo tarambana.
– ¿Qué pasa, chiquilla? Tienes muy mala cara -dijo el capitán examinando a Eliza.
– Comí fruta verde, tío -explicó ella apoyándose en él para no caerse de mareo.
– Sé que no han venido al puerto a recibirme. Lo que ustedes quieren es comprar perfumes, ¿verdad? Les diré quién tiene los mejores, traídos del corazón de París.
En ese momento un forastero pasó por su lado y lo golpeó accidentalmente con una maleta que llevaba al hombro. John Sommers se volvió indignado, pero al reconocerlo lanzó una de sus características maldiciones en tono de chanza y lo detuvo por un brazo.
– Ven para presentarte a mi familia, chino -lo llamó cordial.
Eliza lo observó sin disimulo, porque nunca había visto a un asiático de cerca y al fin tenía ante sus ojos un habitante de la China, ese fabuloso país que figuraba en muchos de los cuentos de su tío. Se trataba de un hombre de edad impredecible y más bien alto, comparado con los chilenos, aunque junto al corpulento capitán inglés parecía un niño. Caminaba sin gracia, tenía el rostro liso, el cuerpo delgado de un muchacho y una expresión antigua en sus ojos rasgados. Contrastaba su parsimonia doctoral con la risa infantil, que brotó desde el fondo de su pecho cuando Sommers se dirigió a él. Vestía un pantalón a la altura de las canillas, una blusa suelta de tela basta y una faja en la cintura, donde llevaba un gran cuchillo; iba calzado con unas breves zapatillas, lucía un aporreado sombrero de paja y a la espalda le colgaba una larga trenza. Saludó inclinando la cabeza varias veces, sin soltar la maleta y sin mirar a nadie a la cara. Miss Rose y Jeremy Sommers, desconcertados por la familiaridad con que su hermano trataba a una persona de rango indudablemente inferior, no supieron cómo actuar y respondieron con un gesto breve y seco. Ante el horror de Miss Rose, Eliza le tendió la mano, pero el hombre fingió no verla.
– Éste es Tao Chi´en, el peor cocinero que he tenido nunca, pero sabe curar casi todas las enfermedades, por eso no lo he lanzado todavía por la borda -se burló el capitán.
Tao Chi´en repitió una nueva serie de inclinaciones, lanzó otra risa sin razón aparente y enseguida se alejó retrocediendo. Eliza se preguntó si entendería inglés. A espaldas de las dos mujeres, John Sommers le susurró a su hermano que el chino podía venderle opio de la mejor calidad y polvos de cuerno de rinoceronte para la impotencia, en el caso de que algún día decidiera terminar con el mal hábito del celibato. Ocultándose tras su abanico, Eliza escuchó intrigada.
Esa tarde en la casa, a la hora del té, el capitán repartió los regalos que había traído: crema de afeitar inglesa, un juego de tijeras toledanas y habanos para su hermano, peines de concha de tortuga y un mantón de Manila para Rose y, como siempre, una alhaja para el ajuar de Eliza. Esta vez se trataba de un collar de perlas, que la chica agradeció conmovida y puso en su joyero, junto a las otras prendas que había recibido. Gracias a la porfía de Miss Rose y a la generosidad de ese tío, el baúl del casamiento se iba llenando de tesoros.
– La costumbre del ajuar me parece estúpida, sobre todo cuando ni siquiera se tiene un novio a la mano -sonrió el capitán-. ¿O acaso ya hay uno en el horizonte?
La muchacha intercambió una mirada de terror con Mama Fresia, quien en ese momento había entrado con la bandeja del té. Nada dijo el capitán, pero se preguntó cómo su hermana Rose no había notado los cambios en Eliza. De poco servía la intuición femenina, por lo visto.
El resto de la tarde se fue en oír los maravillosos relatos del capitán sobre California, a pesar de que no había ido por esos lados después del fantástico descubrimiento y sólo podía decir de San Francisco que era un caserío más bien mísero, pero situado en la bahía más hermosa del mundo. La batahola del oro era el único tema en Europa y Estados Unidos, hasta las lejanas orillas del Asia había llegado la noticia. Su barco venía repleto de pasajeros rumbo a California, la mayoría ignorantes de la más elemental noción sobre minería, muchos sin haber visto en su vida oro ni en un diente. No había forma cómoda o rápida de llegar a San Francisco, la navegación duraba meses en las más precarias condiciones, explicó el capitán, pero por tierra a través del continente americano, desafiando la inmensidad del paisaje y la agresión de los indios, el viaje demoraba más y había menos probabilidades de salvar la vida. Quienes se aventuraban hasta Panamá en barco, cruzaban el istmo en parihuelas por ríos infectados de alimañas, en mula por la selva y al llegar a la costa del Pacífico tomaban otra embarcación hacia el norte. Debían soportar un calor de diablos, sabandijas ponzoñosas, mosquitos, peste de cólera y fiebre amarilla, además de la incomparable maldad humana. Los viajeros que sobrevivían ilesos a los resbalones de las cabalgaduras por los precipicios y los peligros de los pantanos, se encontraban al otro lado víctimas de bandidos que los despojaban de sus pertenencias, o de mercenarios que les cobraban una fortuna por llevarlos a San Francisco, amontonados como ganado en destartaladas naves.