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– Gracias. Cuando lleguemos a California le daré el broche de turquesas…

– Guárdelo, ya me pagó. Lo necesitará. ¿Para qué va a California?

– A casarme. Mi novio se llama Joaquín. Lo atacó la fiebre del oro y se fue. Dijo que volvería, pero yo no puedo esperarlo.

Apenas la nave abandonó la bahía de Valparaíso y salió a alta mar, Eliza comenzó a delirar. Durante horas estuvo echada en la oscuridad como un animal en su propia porquería, tan enferma que no recordaba dónde se encontraba ni por qué, hasta que por fin se abrió la puerta de la bodega y Tao Chi´en apareció alumbrado por un cabo de vela, trayéndole un plato de comida. Le bastó verla para darse cuenta que la muchacha nada podía echarse a la boca. Dio la cena al gato, partió a buscar un balde con agua y regresó a limpiarla. Empezó por darle a beber una fuerte infusión de jengibre y aplicarle una docena de sus agujas de oro, hasta que se le calmó el estómago. Poca cuenta se dio Eliza cuando él la desnudó por completo, la lavó delicadamente con agua de mar, la enjuagó con una taza de agua dulce y le dio un masaje de pies a cabeza con el mismo bálsamo recomendado para temblores de malaria. Momentos después ella dormía, envuelta en su manta de Castilla con el gato a los pies, mientras Tao Chi´en en la cubierta enjuagaba su ropa en el mar, procurando no llamar la atención, aunque a esa hora los marineros descansaban. Los pasajeros recién embarcados iban tan mareados como Eliza, ante la indiferencia de los que llevaban tres meses viajando desde Europa y ya habían pasado por esa prueba.

En los días siguientes, mientras los nuevos pasajeros del "Emilia" se acostumbraban al vapuleo de las olas y establecían las rutinas necesarias para el resto de la travesía, en el fondo de la cala Eliza estaba cada vez más enferma. Tao Chi´en bajaba cuantas veces podía para darle agua y tratar de calmar las náuseas, extrañado de que en vez de disminuir, el malestar fuera en aumento. Intentó aliviarla con los recursos conocidos para esos casos y otros que improvisó a la desesperada, pero Eliza poco lograba mantener en el estómago y se estaba deshidratando. Le preparaba agua con sal y azúcar y se la daba a cucharaditas con infinita paciencia, pero pasaron dos semanas sin mejoría aparente y llegó un momento en que la joven tenía la piel suelta como un pergamino y ya no pudo levantarse para hacer los ejercicios que Tao le imponía. "Si no te mueves se entumece el cuerpo y se ofuscan las ideas", le repetía. El bergantín tocó brevemente los puertos de Coquimbo, Caldera, Antofagasta, Iquique y Arica y en cada oportunidad trató de convencerla que desembarcara y buscara la forma de volver a su casa, porque la veía debilitarse por momentos y estaba asustado.

Habían dejado atrás el puerto del Callao, cuando la situación de Eliza dio un vuelco fatal. Tao Chi´en había conseguido en el mercado una provisión de hojas de coca, cuya reputación medicinal conocía bien, y tres gallinas vivas que pensaba mantener escondidas para sacrificarlas de a una, pues la enferma necesitaba algo más suculento que las magras raciones del barco. Cocinó la primera en un caldo saturado de jengibre fresco y bajó decidido a darle la sopa a Eliza aunque fuera a viva fuerza. Encendió un farol de sebo de ballena, se abrió paso entre los bultos y se acercó al cuchitril de la muchacha, que estaba con los ojos cerrados y pareció no percibir su presencia. Bajo su cuerpo se extendía una gran mancha de sangre. El "zhong yi" lanzó una exclamación y se inclinó sobre ella, sospechando que la desdichada se las había arreglado para suicidarse. No podía culparla, en semejantes condiciones él hubiera hecho lo mismo, pensó. Le levantó la camisa, pero no había ninguna herida visible y al tocarla comprendió que aún estaba viva. La sacudió hasta que abrió los ojos.

– Estoy encinta -admitió ella por fin con un hilo de voz.

Tao Chi´en se agarró la cabeza a dos manos, perdido en una letanía de lamentos en el dialecto de su aldea natal, al cual no había recurrido en quince años: de haberlo sabido jamás la hubiera ayudado, cómo se le ocurría partir a California embarazada, estaba demente, lo que faltaba, un aborto, si se moría él estaba perdido, tamaño lío en que lo había metido, por tonto le pasa, cómo no adivinó la causa de su apuro por escapar de Chile. Agregó juramentos y maldiciones en inglés, pero ella había vuelto a desmayarse y se encontraba lejos de cualquier reproche. La sostuvo en sus brazos meciéndola como a un niño, mientras la rabia se le iba convirtiendo en una incontenible compasión. Por un instante se le ocurrió la idea de acudir al capitán Katz y confesarle todo el asunto, pero no podía predecir su reacción. Ese holandés luterano, que trataba a las mujeres de a bordo como si fueran apestadas, seguramente se pondría furioso al enterarse de que llevaba otra escondida y para colmo encinta y moribunda. ¿Y qué castigo reservaría para él? No, no podía decírselo a nadie. La única alternativa sería esperar que Eliza se despachara, si tal era su karma, y luego echar el cuerpo al mar junto con las bolsas de basura de la cocina. Lo más que podría hacer por ella, si la veía sufriendo demasiado, sería ayudarla a morir con dignidad.

Iba camino a la salida, cuando percibió en la piel una presencia extraña. Asustado, levantó el farol y vio con perfecta claridad en el círculo de trémula luz a su adorada Lin observándolo a poca distancia con esa expresión burlona en su rostro translúcido que constituía su mayor encanto. Llevaba su vestido de seda verde bordado con hilos dorados, el mismo que usaba para las grandes ocasiones, el cabello recogido en un sencillo moño sujeto con palillos de marfil y dos peonías frescas sobre las orejas. Así la había visto por última vez, cuando las mujeres del vecindario la vistieron antes de la ceremonia fúnebre. Tan real fue la aparición de su esposa en la bodega, que sintió pánico: los espíritus, por buenos que hubieran sido en vida, solían portarse cruelmente con los mortales. Trató de escapar hacia la puerta, pero ella le bloqueó el paso. Tao Chi´en cayó de rodillas, temblando, sin soltar el farol, su único asidero con la realidad. Intentó una oración para exorcizar a los diablos, en caso que hubieran tomado la forma de Lin para confundirlo, pero no pudo recordar las palabras y sólo un largo quejido de amor por ella y nostalgia por el pasado salió de sus labios. Entonces Lin se inclinó sobre él con su inolvidable suavidad, tan cerca que de haberse atrevido él hubiera podido besarla, y susurró que no había venido de tan lejos para meterle miedo, sino para recordarle los deberes de un médico honorable. También ella había estado a punto de irse en sangre como esa muchacha después de dar a luz a su hija y en esa ocasión él había sido capaz de salvarla. ¿Por qué no hacía lo mismo por aquella joven? ¿Qué le pasaba a su amado Tao? ¿Había perdido acaso su buen corazón y estaba convertido en una cucaracha? Una muerte prematura no era el karma de Eliza, le aseguró. Si una mujer está dispuesta a atravesar el mundo sepultada en un agujero de pesadilla para encontrar a su hombre, es porque tiene mucho "qi".

– Debes ayudarla, Tao, si se muere sin ver a su amado nunca tendrá paz y su fantasma te perseguirá para siempre -le advirtió Lin, antes de esfumarse.

– ¡Espera! -suplicó el hombre extendiendo una mano para sujetarla, pero sus dedos se cerraron en el vacío.

Tao Chi´en quedó postrado en el suelo por largo rato, procurando recuperar el entendimiento, hasta que su corazón demente dejó de galopar y el tenue aroma de Lin se hubo disipado en la bodega. No te vayas, no te vayas, repitió mil veces, vencido de amor. Por fin pudo ponerse de pie, abrir la puerta y salir al aire libre.

Era una noche tibia. El océano Pacífico refulgía como plata con los reflejos de la luna y una brisa leve hinchaba las viejas velas del "Emilia". Muchos pasajeros ya se habían retirado o jugaban naipes en las cabinas, otros habían colgado sus hamacas para pasar la noche entre el desorden de máquinas, aperos de caballos y cajones que llenaban las cubiertas, y algunos se entretenían en la popa contemplando a los delfines juguetones en la estela de espuma de la nave. Tao Chi´en levantó los ojos hacia la inmensa bóveda del cielo, agradecido. Por primera vez desde su muerte, Lin lo visitaba sin timidez. Antes de iniciar su vida de marinero la había percibido cerca en varias ocasiones, sobre todo cuando se sumía en profunda meditación, pero entonces era fácil confundir la tenue presencia de su espíritu con su añoranza de viudo. Lin solía pasar por su lado rozándolo con sus dedos finos, pero él se quedaba con la duda de si sería ella realmente o sólo una creación de su alma atormentada. Momentos antes en la bodega, sin embargo, no tuvo dudas: el rostro de Lin se le había aparecido tan radiante y preciso como esa luna sobre el mar. Se sintió acompañado y contento, como en las noches remotas en que ella dormía acurrucada en sus brazos después de hacer el amor.

Tao Chi´en se dirigió al dormitorio de la tripulación, donde disponía de una angosta litera de madera, lejos de la única ventilación que se colaba por la puerta. Era imposible dormir en el aire enrarecido y la pestilencia de los hombres, pero no había tenido que hacerlo desde la salida de Valparaíso, porque el verano permitía echarse por el suelo en cubierta. Buscó su baúl, clavado al piso para protegerlo del vapuleo de las olas, se quitó la llave del cuello, abrió el candado y sacó su maletín y un frasco de láudano. Luego sustrajo sigilosamente una doble ración de agua dulce y buscó unos trapos de la cocina, que le servirían a falta de algo mejor.

Se encaminaba de vuelta a la bodega cuando lo atajó una mano sobre su brazo. Se volvió sorprendido y vio a una de las chilenas quien, desafiando la orden perentoria del capitán de recluirse después de la puesta del sol, había salido a seducir clientes. La reconoció al punto. De todas las mujeres a bordo, Azucena Placeres era la más simpática y la más atrevida. En los primeros días fue la única dispuesta a ayudar a los pasajeros mareados y también cuidó con esmero a un joven marinero que se cayó del mástil y se partió un brazo. Se ganó así el respeto incluso del severo capitán Katz, quien a partir de entonces hizo la vista gorda ante su indisciplina. Azucena prestaba gratis sus servicios de enfermera, pero quien se atreviera a poner una mano encima de sus firmes carnes debía pagar en dinero contante y sonante, porque no había que confundir el buen corazón con la estupidez, como decía. Éste es mi único capital y si no lo cuido estoy jodida, explicaba, dándose alegres palmadas en las nalgas. Azucena Placeres se dirigió a él con cuatro palabras comprensibles en cualquier lengua: chocolate, café, tabaco, brandy. Como siempre hacía al cruzarse con él, le explicó con gestos atrevidos su deseo de canjear cualquiera de aquellos lujos por sus favores, pero el "zhong yi" se desprendió de ella con un empujón y siguió su camino.