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Lo primero que asombró a Tao Chi´en al entrar a la bahía, fue un bosque de mástiles a su derecha. Era imposible contarlos, pero calculó más de cien barcos abandonados en un desorden de batalla. Cualquier peón en tierra ganaba en un día más que un marinero en un mes de navegación; los hombres no sólo desertaban por el oro, también por la tentación de hacer dinero cargando sacos, horneando pan o forjando herraduras. Algunas embarcaciones vacías se alquilaban como bodegas o improvisados hoteles, otras se deterioraban cubiertas de algas marinas y nidos de gaviotas. Una segunda mirada reveló a Tao Chi´en la ciudad tendida como un abanico en las laderas de los cerros, un revoltijo de tiendas de campaña, cabañas de tablas y cartón y algunos edificios sencillos, pero de buena factura, los primeros en aquella naciente población. Después de botar el ancla acogieron al primer bote, que no fue de la capitanía del puerto, como supusieron, sino de un chileno presuroso por dar la bienvenida a sus compatriotas y recoger el correo. Era Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien había cambiado su resonante nombre por Felix Cross, para que los yanquis pudieran pronunciarlo. A pesar de que varios viajeros eran sus amigos personales, nadie lo reconoció, porque del petimetre con levita y bigote engominado que habían visto por última vez en Valparaíso, nada quedaba; ante ellos apareció un cavernícola hirsuto, con la piel curtida de un indio, ropa de montañés, botas rusas hasta medio muslo y dos pistolones al cinto, acompañado por un negro de aspecto igualmente salvaje, también armado como un bandolero. Era un esclavo fugitivo que al pisar California se había convertido en hombre libre, pero como no fue capaz de soportar las penurias de la minería, prefirió ganarse la vida como matón a sueldo. Cuando Feliciano se identificó fue recibido con gritos de entusiasmo y llevado prácticamente en andas hasta la primera cámara, donde los pasajeros en masa le pidieron noticias. Su único interés consistía en saber si el mineral abundaba como decían, a lo cual replicó que había mucho más y produjo de su bolsa una sustancia amarilla en forma de caca aplastada y anunció que era una pepa de medio kilo de peso y estaba dispuesto a canjearla mano a mano por todo el licor de a bordo, pero no hubo trato porque sólo quedaban tres botellas, el resto había sido consumido en el viaje. La pepa había sido hallada, dijo, por los bravos mineros traídos de Chile, que ahora laboraban para él en los márgenes del Río Americano. Una vez que brindaron con la última reserva de alcohol y el chileno recibió las cartas de su mujer, procedió a informarles sobre cómo sobrevivir en esa región.

– Hace unos meses teníamos un código de honor y hasta los peores rufianes se comportaban con decencia. Se podía dejar el oro en una carpa sin vigilancia, nadie lo tocaba, pero ahora todo ha cambiado. Impera la ley de la selva, la única ideología es la codicia. No se separen de sus armas y anden en parejas o en grupos, esto es tierra de forajidos -explicó.

Varios botes habían rodeado la nave, tripulados por hombres que proponían a gritos diversos tratos, decididos a comprar cualquier cosa, pues en tierra la vendían en cinco veces su valor. Pronto los incautos viajeros descubrirían el arte de la especulación. En la tarde apareció el capitán del puerto acompañado de un agente de aduana y atrás dos botes con varios mexicanos y un par de chinos que se ofrecieron para trasladar la carga del barco al muelle. Cobraban una fortuna, pero no había alternativa. El capitán de puerto no demostró intención alguna de revisar pasaportes o averiguar la identidad de los pasajeros.

– ¿Documentos? ¡Nada de eso! Han llegado al paraíso de la libertad. Aquí no existe el papel sellado -anunció.

Las mujeres, en cambio, le interesaron vivamente. Se vanagloriaba de ser el primero en catar a todas y cada una de las que desembarcaban en San Francisco, aunque no eran tantas como desearía. Contó que las primeras en aparecer por la ciudad, hacía ya varios meses, fueron recibidas por una muchedumbre de hombres eufóricos, que hicieron cola por horas para ocupar su turno a precio de oro en polvo, en pepitas, en monedas y hasta en lingotes. Se trataba de dos valientes muchachas yanquis, quienes habían hecho el viaje desde Boston cruzando al Pacífico por el Istmo de Panamá. Remataron sus servicios al mejor postor, ganando en un día los ingresos normales de un año. Desde entonces habían llegado más de quinientas, casi todas mexicanas, chilenas y peruanas, salvo unas cuantas norteamericanas y francesas, aunque su número resultaba insignificante comparado con la creciente invasión de hombres jóvenes y solos.

Azucena Placeres no oyó las noticias del yanqui, porque Tao Chi´en la llevó a la bodega apenas se enteró de la presencia del agente de aduana. No podría bajar a la muchacha en un saco al hombro de un estibador, como había subido, porque seguramente los bultos serían revisados. Eliza se sorprendió al verlo, ambos estaban irreconocibles: él lucía blusón y pantalones recién lavados, su apretada trenza brillaba como aceitada y se había afeitado cuidadosamente hasta el último pelo de la frente y la cara, mientras Azucena Placeres había cambiado su ropa de campesina por atuendos de batalla y llevaba un vestido azul con plumas en el escote, un peinado alto coronado por un sombrero y carmín en labios y mejillas.

– Terminó el viaje y aún estás viva, niña -le anunció alegremente.

Pensaba prestar a Eliza uno de sus rumbosos vestidos y sacarla del barco como si fuera una más de su grupo, idea nada descabellada, pues seguramente ése sería su único oficio en tierra firme, como explicó.

– Vengo a casarme con mi novio -replicó Eliza por centésima vez.

– No hay novio que valga en este caso. Si para comer, hay que vender el poto, se vende. No puedes fijarte en detalles a estas alturas, niña.

Tao Chi´en las interrumpió. Si durante dos meses había siete mujeres a bordo, no podían bajar ocho, razonó. Se había fijado en el grupo de mexicanos y chinos que habían subido a bordo para descargar y que esperaba en cubierta las órdenes del capitán y del agente de aduana. Le indicó a Azucena que peinara el largo cabello de Eliza en una coleta como la suya, mientras él iba a buscar una muda de su propia ropa. Vistieron a la chica con unos pantalones, un blusón amarrado a la cintura con una cuerda y un sombrero de paja aparasolado. En esos dos meses chapoteando en los médanos del infierno, Eliza había perdido peso y se veía escuálida y pálida como papel de arroz. Con las ropas de Tao Chi´en, muy grandes para ella, parecía un niño chino desnutrido y triste. Azucena Placeres la envolvió en sus robustos brazos de lavandera y le plantó un beso emocionado en la frente. Le había tomado cariño y en el fondo se alegraba que tuviera un novio esperándola, porque no podía imaginarla sometida a las brutalidades de la vida que ella soportaba.

– Te ves como una lagartija -se rió Azucena Placeres.

– ¿Y si me descubren?

– ¿Qué es lo peor que puede pasar? Que Katz te obligue a pagar el pasaje. Puedes pagarlo con tus joyas, ¿no es para eso que las tienes? -opinó la mujer.

– Nadie debe saber que estás aquí. Así el capitán Sommers no te buscará en California -dijo Tao Chi´en.

– Si me encuentra, me llevará de vuelta a Chile.

– ¿Para qué? De todos modos ya estás deshonrada. Los ricos no aguantan eso. Tu familia debe estar muy contenta de que hayas desaparecido, así no tendrán que echarte a la calle.

– ¿Sólo eso? En China te matarían por lo que has hecho.

– Bueno, chino, no estamos en tu país. No asustes a la chiquilla. Puedes salir tranquila, Eliza. Nadie se fijará en ti. Estarán distraídos mirándome a mí -le aseguró Azucena Placeres, despidiéndose en un remolino de plumas azules, con el broche de turquesas prendido en el escote.

Así fue. Las cinco chilenas y las dos peruanas, en sus más exuberantes atuendos de conquista, fueron el espectáculo del día. Bajaron a los botes por escalas de cuerda, precedidas por siete afortunados marineros, quienes se habían rifado el privilegio de sostener sobre la cabeza las posaderas de las mujeres, en medio de un coro de rechiflas y aplausos de centenares de curiosos amontonados en el puerto para recibirlas. Nadie prestó atención a los mexicanos y a los chinos que, como una fila de hormigas, se pasaban los bultos de mano en mano. Eliza ocupó uno de los últimos botes junto a Tao Chi´en, quien anunció a sus compatriotas que el muchacho era sordomudo y un poco imbécil, así es que resultaba inútil intentar comunicarse con él.

Argonautas

Tao Chi´en y Eliza Sommers pusieron por primera vez los pies en San Francisco a las dos de la tarde de un martes de abril de 1849. Para entonces millares de aventureros habían pasado brevemente por allí rumbo a los placeres. Un viento pertinaz dificultaba la marcha, pero el día estaba despejado y pudieron apreciar el panorama de la bahía en su espléndida belleza. Tao Chi´en presentaba un aspecto estrambótico con su maletín de médico, del cual jamás se separaba, un atado a la espalda, sombrero de paja y un "sarape" de lanas multicolores comprado a uno de los cargadores mexicanos. En esa ciudad, sin embargo, la facha era lo de menos. A Eliza le temblaban las piernas, que no había usado en dos meses y se sentía tan mareada en tierra firme como antes lo había estado en el mar, pero la ropa de hombre le daba una libertad desconocida, nunca se había sentido tan invisible. Una vez que se repuso de la impresión de estar desnuda, pudo disfrutar de la brisa metiéndose por las mangas de la blusa y por los pantalones. Acostumbrada a la prisión de las enaguas, ahora respiraba a todo pulmón. A duras penas lograba cargar la pequeña maleta con los primorosos vestidos que Miss Rose había preparado con la mejor intención y al verla vacilando, Tao Chi´en se la quitó y se la puso al hombro. La manta de Castilla enrollada bajo el brazo pesaba tanto como la maleta, pero ella comprendió que no podía dejarla, sería su más preciada posesión por la noche. Con la cabeza baja, escondida bajo su sombrero de paja, avanzaba a tropezones en la pavorosa anarquía del puerto. El villorrio de Yerba Buena, fundado por una expedición española en 1769, contaba con menos de quinientos habitantes, pero apenas se corrió la voz del oro empezaron a llegar los aventureros. En pocos meses aquel pueblito inocente despertó con el nombre de San Francisco y su fama alcanzó hasta el último confín del mundo. No era todavía una verdadera ciudad, sino apenas un gigantesco campamento de hombres de paso.