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A la mañana siguiente partieron los dos en busca de Joaquín Andieta. Comprobaron que sus compañeros de viaje ya estaban listos para partir a los placeres; algunos habían conseguido mulas para transportar el equipaje, pero la mayoría iba a pie, dejando atrás buena parte de sus posesiones. Recorrieron el pueblo completo sin encontrar rastro de quien buscaban, pero unos chilenos creían acordarse de alguien con ese nombre que había pasado por allí uno o dos meses antes. Les aconsejaron seguir río arriba, donde tal vez darían con él, todo era cuestión de suerte. Un mes era una eternidad. Nadie llevaba la cuenta de quienes habían estado allí el día anterior, no importaban los nombres o los destinos ajenos. La única obsesión era el oro.

– ¿Qué haremos ahora, Tao?

– Trabajar. Sin dinero nada se puede hacer -replicó él, echándose al hombro unos trozos de lona que encontró entre los restos abandonados.

– ¡No puedo esperar! ¡Debo encontrar a Joaquín! Tengo algo de dinero.

– ¿Reales chilenos? No servirán de mucho.

– ¿Y las joyas que me quedan? Algo deben valer…

– Guárdalas, aquí valen poco. Hay que trabajar para comprar una mula. Mi padre iba de pueblo en pueblo curando. Mi abuelo también. Puedo hacer lo mismo, pero aquí las distancias son grandes. Necesito una mula.

– ¿Una mula? Ya tenemos una: tú. ¡Qué testarudo eres!

– Menos testarudo que tú.

Juntaron palos y unas cuantas tablas, pidieron prestadas unas herramientas y armaron una vivienda con las lonas como techo, que resultó una casucha enclenque, pronta a desmoronarse con la primera ventisca, pero al menos los protegía del rocío de la noche y las lluvias primaverales. Se había corrido la voz de los conocimientos de Tao Chi´en y pronto acudieron pacientes chinos, quienes dieron fe del talento extraordinario de aquel "Zhong yi", después mexicanos y chilenos, por último algunos americanos y europeos. Al oír que Tao Chi´en era tan competente como cualquiera de los tres doctores blancos y cobraba menos, muchos vencieron su repugnancia contra los "celestiales" y decidieron probar la ciencia asiática. Algunos días Tao Chi´en estaba tan ocupado, que Eliza debía ayudarlo. Le fascinaba ver sus manos delicadas y hábiles tomando los diversos pulsos en brazos y piernas, palpando el cuerpo de los enfermos como si los acariciara, insertando las agujas en puntos misteriosos que sólo él parecía conocer. ¿Cuántos años tenía ese hombre? Se lo preguntó una vez y él replicó que contando todas sus reencarnaciones, seguramente tenía entre siete y ocho mil. Al ojo Eliza le calculaba unos treinta, aunque en algunos momentos al reírse parecía más joven que ella. Sin embargo, cuando se inclinaba sobre un enfermo en concentración absoluta, adquiría la antigüedad de una tortuga; entonces resultaba fácil creer que llevaba muchos siglos a la espalda. Ella lo observaba admirada mientras él examinaba la orina de sus pacientes en un vaso y por el olor y el color era capaz de determinar ocultos males, o cuando estudiaba las pupilas con un lente de aumento para deducir qué faltaba o sobraba en el organismo. A veces se limitaba a colocar sus manos sobre el vientre o la cabeza del enfermo, cerraba los ojos y daba la impresión de perderse en un largo ensueño.

– ¿Qué hacías? -le preguntaba después Eliza.

– Sentía su dolor y le pasaba energía. La energía negativa produce sufrimiento y enfermedades, la energía positiva puede curar.

– ¿Y cómo es esa energía positiva, Tao?

– Es como el amor: caliente y luminosa.

Extraer balas y tratar heridas de cuchillo eran intervenciones rutinarias y Eliza perdió el horror de la sangre y aprendió a coser carne humana con la misma tranquilidad con que antes bordaba las sábanas de su ajuar. La práctica de cirugía junto al inglés Ebanizer Hobbs probó ser de gran utilidad para Tao Chi´en. En aquella tierra infectada de culebras venenosas no faltaban los picados, que llegaban hinchados y azules en hombros de sus camaradas. Las aguas contaminadas distribuían democráticamente el cólera, para el cual nadie conocía remedio, y otros males de síntomas escandalosos, pero no siempre fatales. Tao Chi´en cobraba poco, pero siempre por adelantado, porque en su experiencia un hombre asustado paga sin chistar, en cambio uno aliviado regatea. Cuando lo hacía se le presentaba su anciano preceptor con una expresión de reproche, pero él la desechaba. "No puedo darme el lujo de ser generoso en estas circunstancias, maestro", mascullaba. Sus honorarios no incluían anestesia, quien deseara el consuelo de drogas o las agujas de oro debía pagar extra. Hacía una excepción con los ladrones, quienes después de un somero juicio sufrían azotes o les cortaban las orejas: los mineros se jactaban de su justicia expedita y nadie estaba dispuesto a financiar y vigilar una cárcel.

– ¿Por qué no cobras a los criminales? -le preguntó Eliza.

– Porque prefiero que me deban un favor -replicó él.

Tao Chi´en parecía dispuesto a establecerse. No se lo dijo a su amiga, pero no deseaba moverse para dar tiempo a Lin de encontrarlo. Su mujer no se había comunicado con él en varias semanas. Eliza, en cambio, contaba las horas, ansiosa por continuar viaje, y a medida que transcurrían los días la dominaban sentimientos encontrados por su compañero de aventuras. Agradecía su protección y la forma en que la cuidaba, pendiente de que se alimentara bien, abrigándola por las noches, administrándole sus yerbas y agujas para fortalecer el "qi", como decía, pero la irritaba su calma, que confundía con falta de arrojo. La expresión serena y la sonrisa fácil de Tao Chi´en la cautivaban a ratos y en otros la molestaban. No entendía su absoluta indiferencia por tentar fortuna en las minas, mientras todos a su alrededor, especialmente sus compatriotas chinos, no pensaban en otra cosa.

– A ti tampoco te interesa el oro -replicó imperturbable, cuando ella se lo reprochó.

– ¡Yo vine por otra cosa! ¿Por qué viniste tú?

– Porque era marinero. No pensaba quedarme hasta que tú me lo pediste.

– No eres marinero, eres médico.

– Aquí puedo volver a ser médico, al menos por un tiempo. Tenías razón, hay mucho que aprender en este lugar.

En eso andaba por esos días. Se puso en contacto con indígenas para averiguar sobre las medicinas de sus chamanes. Eran escuálidos grupos de indios vagabundos, cubiertos por mugrientas pieles de coyotes y andrajos europeos, quienes en la estampida del oro habían perdido todo. Iban de aquí para allá con sus mujeres cansadas y sus niños hambrientos, procurando lavar oro de los ríos en sus finos canastos de mimbre, pero apenas descubrían un lugar propicio, los echaban a tiros. Cuando los dejaban en paz, formaban sus pequeñas aldeas de chozas o tiendas y se instalaban por un tiempo, hasta que los obligaban a partir de nuevo. Se familiarizaron con el chino, lo recibían con muestras de respeto, porque lo consideraban un "medicine man" -hombre sabio- y les gustaba compartir sus conocimientos. Eliza y Tao Chi´en se sentaban con ellos en un círculo en torno a un hueco, donde cocinaban con piedras calientes una papilla de bellotas, o asaban semillas del bosque y saltamontes, que a Eliza le parecían deliciosos. Después fumaban, conversando en una mezcla de inglés, señales y las pocas palabras en la lengua nativa que habían aprendido. Por aquellos días desaparecieron misteriosamente unos mineros yanquis y aunque no encontraron los cuerpos, sus compañeros acusaron a los indios de asesinarlos y en represalia tomaron por asalto una aldea, hicieron cuarenta prisioneros entre mujeres y niños y como escarmiento ejecutaron a siete de los hombres.

– Si así tratan a los indios, que son dueños de esta tierra, seguro que a los chinos los tratan mucho peor, Tao. Tienes que hacerte invisible, como yo -dijo Eliza aterrada cuando se enteró de lo ocurrido.

Pero Tao Chi´en no tenía tiempo para aprender trucos de invisibilidad, estaba ocupado estudiando las plantas. Hacía largas excursiones a recolectar muestras para compararlas con las que se usaban en China. Alquilaba un par de caballos o caminaba millas a pie bajo un sol inclemente, llevando a Eliza de intérprete, para llegar a los ranchos de los mexicanos, que habían vivido por generaciones en esa región y conocían la naturaleza. Habían perdido California en la guerra contra los Estados Unidos hacía muy poco y esos grandes ranchos, que antes albergaban centenares de peones en un sistema comunitario, empezaban a desmoronarse. Los tratados entre los países quedaron en tinta y papel. Al comienzo los mexicanos, que sabían de minería, enseñaron a los recién llegados los procedimientos para obtener oro, pero cada día llegaban más forasteros a invadir el territorio que sentían suyo. En la práctica los gringos los despreciaban, tanto como a los de cualquier otra raza. Comenzó una persecución incansable contra los hispánicos, les negaban el derecho a explotar las minas porque no eran americanos, pero aceptaban como tales a convictos de Australia y aventureros europeos. Miles de peones sin trabajo tentaban suerte en la minería, pero cuando el hostigamiento de los gringos se volvía intolerable, emigraban hacia el sur o se convertían en malhechores. En algunas de las rústicas viviendas de las familias que quedaban, Eliza podía pasar un rato en compañía femenina, un lujo raro que le devolvía por escasos momentos la tranquila felicidad de los tiempos en la cocina de Mama Fresia. Eran la únicas ocasiones en que salía de su obligatorio mutismo y hablaba en su idioma. Esas madres fuertes y generosas, que trabajaban codo a codo con sus hombres en las tareas más pesadas y estaban curtidas por el esfuerzo y la necesidad, se conmovían ante aquel muchacho chino de aspecto tan frágil, maravilladas de que hablara español como una de ellas. Le entregaban gustosas los secretos de naturaleza usados por siglos para aliviar diversos males y, de paso, las recetas de sus sabrosos platos, que ella anotaba en sus cuadernos, segura de que tarde o temprano le serían valiosos. Entretanto el "zhong yi" encargó a San Francisco medicinas occidentales que su amigo Ebanizer Hobbs le había enseñado a usar en Hong Kong. También limpió un pedazo de terreno junto a la cabaña, lo cercó para defenderlo de los venados y plantó las yerbas básicas de su oficio.