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También las chicas de Joe Rompehuesos estaban convencidas de que el joven Elías Andieta, esmirriado y con voz aflautada, era marica. Eso les daba tranquilidad para desvestirse, lavarse y hablar cualquier tema en su presencia, como si fuera una de ellas. La aceptaron con tal naturalidad, que Eliza solía olvidar su papel de hombre, aunque Babalú, se encargaba de recordárselo. Había asumido la tarea de convertir a ese pusilánime en un varón y lo observaba de cerca, dispuesto a corregirlo cuando se sentaba con las piernas juntas o sacudía su corta melena en un gesto nada viril. Le enseñó a limpiar y engrasar sus armas, pero perdió la paciencia tratando de afinarle la puntería: cada vez que apretaba el gatillo, su alumno cerraba los ojos. No se impresionaba por la Biblia de Elías Andieta, por el contrario, sospechaba que la usaba para justificar sus ñoñerías y era de opinión que si el muchacho no pensaba convertirse en un maldito predicador para qué demonios leía sandeces, mejor se dedicaba a los libros cochinos, a ver si se le ocurrían algunas ideas de macho. Escasamente era capaz de firmar su nombre y leía a duras penas, pero no lo admitía ni muerto. Decía que le fallaba la vista y no alcanzaba a ver bien las letras, aunque podía dar un tiro entre los ojos a una liebre despavorida a cien metros de distancia. Solía pedir al Chilenito que leyera en voz alta los periódicos atrasados y los libros eróticos de la Rompehuesos, no tanto por las partes cochinas como por el romance, que siempre lo conmovía. Se trataban invariablemente de amores incendiarios entre un miembro de la nobleza europea y una plebeya, o veces al revés: una dama aristocrática perdía el seso por un hombre rústico, pero honesto y orgulloso. En estos relatos las mujeres eran siempre bellas y los galanes incansables en su ardor. El telón de fondo era una seguidilla de bacanales, pero a diferencia de otras novelitas pornográficas de diez centavos que se vendían por allí, éstas tenían argumento. Eliza leía en voz alta sin manifestar sorpresa, como si viniera de vuelta de los peores vicios, mientras a su alrededor Babalú y tres de las palomas escuchaban pasmados. Esther no participaba en esas sesiones, porque le parecía mayor pecado describir aquellos actos que cometerlos. A Eliza le ardían las orejas, pero no podía menos que reconocer la inesperada elegancia con que esas porquerías estaban escritas: algunas frases le recordaban el estilo impecable de Miss Rose. Joe Rompehuesos, a quien la pasión carnal en ninguna de sus formas interesaba en lo más mínimo y por lo mismo esas lecturas la aburrían, cuidaba personalmente que ni una palabra de aquello hiriera las inocentes orejas de tom Sin Tribu. Lo estoy criando para jefe indio, no para alcahuete de putas, decía, y en su afán de hacerlo macho tampoco permitía que el chiquillo la llamara abuela.

– ¡Yo no soy abuela de nadie, carajo! Yo soy la Rompehuesos, ¿me has entendido, condenado mocoso?

– Sí, abuela.

Babalú, el Malo, un ex-convicto de Chicago, había atravesado a pie el continente mucho antes de la fiebre del oro. Hablaba lenguas de indios y había hecho de un cuanto hay para ganarse la vida, desde fenómeno en un circo ambulante, donde tan pronto levantaba un caballo por encima de su cabeza, como arrastraba con los dientes un vagón cargado de arena, hasta estibador en los muelles de San Francisco. Allí fue descubierto por la Rompehuesos y se empleó en la caravana. Podía hacer el trabajo de varios hombres y con él no se necesitaba más protección. Juntos podían espantar a cualquier número de contrincantes, como lo demostraron en más de una ocasión.

– Tienes que ser fuerte o te demolerán, Chilenito -aconsejaba a Eliza-. No creas que yo he sido siempre como me ves. Antes yo era como tú, enclenque y medio pánfilo, pero me puse a levantar pesas y mírame los músculos. Ahora nadie se atreve conmigo.

Babalú, tú mides más de dos metros y pesas como una vaca. ¡Nunca voy a ser como tú!

– el tamaño nada tiene que ver, hombre. Son los cojones los que cuentan. Siempre fui grande, pero igual se reían de mí.

– ¿Quién se burlaba de ti?

– Todo el mundo, hasta mi madre, que en paz descanse. Te voy a decir algo que nadie sabe…

– ¿Sí?

– ¿Te acuerdas de Babalú, el Bueno?… Ése era yo antes. Pero desde hace veinte años soy Babalú, el Malo, y me va mucho mejor.

Palomas mancilladas

En diciembre el invierno descendió de súbito a los faldeos de la sierra y millares de mineros debieron abandonar sus pertenencias para trasladarse a los pueblos en espera de la primavera. La nieve cubrió con un manto piadoso el vasto terreno horadado por aquellas hormigas codiciosas y el oro que aún quedaba volvió a descansar en el silencio de la naturaleza. Joe Rompehuesos condujo su caravana a uno de los pequeños pueblos recién nacidos a lo largo de la Veta Madre, donde alquiló un galpón para invernar. Vendió las mulas, compró una gran batea de madera para el baño, una cocina, dos estufas, unas piezas de tela ordinaria y botas rusas para su gente, porque con la lluvia y el frío eran indispensables. Puso a todos a raspar la mugre del galpón y hacer cortinas para separar cuartos, instaló las camas con baldaquino, los espejos dorados y el piano. Enseguida partió en visita de cortesía a las tabernas, el almacén y la herrería, centros de la actividad social. A modo de periódico, el pueblo contaba con una hoja de noticias hecha en una vetusta imprenta que había atravesado el continente a la rastra, de la cual se valió Joe para anunciar discretamente su negocio. Además de sus muchachas, ofrecía botellas del mejor ron de Cuba y Jamaica, como lo llamaba, aunque en verdad era un brebaje de caníbales capaz de torcer el rumbo del alma, libros "calientes" y un par de mesas de juego. Los clientes acudieron con prontitud. Había otro burdel, pero siempre la novedad era bienvenida. La madame del otro establecimiento declaró una guerra solapada de calumnias contra sus rivales, pero se abstuvo de enfrentar abiertamente al dúo formidable de la Rompehuesos y Babalú, el Malo. En el galpón se retozaba detrás de las improvisadas cortinas, se bailaba al son del piano y se jugaban sumas considerables bajo la custodia de la patrona, quien no aceptaba peleas ni más trampas que las suyas bajo su techo. Eliza vio hombres perder en un par de noches la ganancia de meses de esfuerzo titánico y llorar en el pecho de las chicas que habían ayudado a esquilmarlos.

Al poco tiempo los mineros tomaron afecto a Joe. A pesar de su aspecto de corsario, la mujer tenía un corazón de madre y ese invierno las circunstancias lo pusieron a prueba. Se desencadenó una epidemia de disentería que tumbó a la mitad de la población y mató a varios. Apenas se enteraba de que alguien estaba en trance de muerte en alguna cabaña lejana, Joe pedía prestado un par de caballos en la herrería y se iba con Babalú, a socorrer al desgraciado. Solía acompañarlos el herrero, un cuáquero formidable que desaprobaba el negocio de la mujerona, pero estaba siempre dispuesto a ayudar al prójimo. Joe hacía de comer para el enfermo, lo limpiaba, le lavaba la ropa y lo consolaba releyendo por centésima vez las cartas de su familia lejana, mientras Babalú y el herrero despejaban la nieve, buscaban agua, cortaban leña y la apilaban junto a la estufa. Si el hombre estaba muy mal, Joe lo envolvía en mantas, lo atravesaba como un saco en su cabalgadura y se lo llevaba a su casa, donde las mujeres lo cuidaban con vocación de enfermeras, contentas ante la oportunidad de sentirse virtuosas. No podían hacer mucho, fuera de obligar a los pacientes a beber litros de té azucarado para que no se secaran por completo, mantenerlos limpios, abrigados y en reposo, con la esperanza de que la cagantina les vaciara el alma y la fiebre no les cocinara los sesos. Algunos morían y el resto demoraba semanas en volver al mundo. Joe era la única que se daba maña para desafiar el invierno y acudir a las cabañas más aisladas, así le tocó descubrir cuerpos convertidos en estatuas de cristal. No todos eran víctimas de enfermedad, a veces el tipo se había dado un tiro en la boca porque no podía más con el retortijón de tripas, la soledad y el delirio. En un par de ocasiones Joe debió cerrar su negocio, porque tenía el galpón sembrado de petates por el suelo y sus palomas no daban a basto cuidando pacientes. El "sheriff" del pueblo temblaba cuando ella aparecía con su pipa holandesa y su apremiante vozarrón de profeta a exigir ayuda. Nadie podía negársela. Los mismos hombres que con sus tropelías dieron mal nombre al pueblo, se colocaban mansamente a su servicio. No contaban con nada parecido a un hospital, el único médico estaba agobiado y ella asumía con naturalidad la tarea de movilizar recursos cuando se trataba de una emergencia. Los afortunados a quienes salvaba la vida se convertían en sus devotos deudores y así tejió ese invierno la red de contactos que habría de sostenerla durante el incendio.

El herrero se Llamaba James Morton y era uno de esos escasos ejemplares de hombre bueno. Sentía un amor seguro por la humanidad completa, incluso sus enemigos ideológicos, a quienes consideraba errados por ignorancia y no por intrínseca maldad. Incapaz de una vileza, no podía imaginarla en el prójimo, prefería creer que la perversidad ajena era una desviación del carácter, remediable con la luz de la piedad y el afecto. Venía de una larga estirpe de cuáqueros de Ohio, donde había colaborado con sus hermanos en una cadena clandestina de solidaridad con los esclavos fugitivos para esconderlos y llevarlos a los estados libres y a Canadá. Sus actividades atrajeron la ira de los esclavistas y una noche cayó sobre la granja una turba y le prendió fuego, mientras la familia observaba inmóvil, porque fiel a su fe no podía tomar armas contra sus semejantes. Los Morton debieron abandonar su tierra y se dispersaron, pero se mantenían en estrecho contacto porque pertenecían a la red humanitaria de los abolicionistas. A james buscar oro no le parecía un medio honorable de ganarse la existencia, porque nada producía y tampoco prestaban servicios. La riqueza envilece el alma, complica la existencia y engendra infelicidad, sostenía. Además el oro era un metal blando, inútil para fabricar herramientas; no lograba entender la fascinación que ejercía en los demás. Alto, fornido, con una tupida barba color avellana, ojos celestes y gruesos brazos marcados por incontables quemaduras, era la reencarnación del dios Vulcano iluminado por el resplandor de su forja. En el pueblo había sólo tres cuáqueros, gente de trabajo y familia, siempre contentos de su suerte, los únicos que no juraban, eran abstemios y evitaban los burdeles. Se reunían regularmente para practicar su fe sin aspavientos, predicando con el ejemplo, mientras esperaban con paciencia la llegada de un grupo de amigos que venía del Este a engrosar su comunidad. Morton frecuentaba el galpón de la Rompehuesos para ayudar con las víctimas de la epidemia y allí conoció a Esther. Iba a visitarla y le pagaba por el servicio completo, pero sólo se sentaba a su lado a conversar. No podía comprender por qué ella había escogido esa clase de vida.

– Entre los azotes de mi padre y esto, prefiero mil veces la vida que tengo ahora.