Выбрать главу

– ¿Por qué te golpeaba?

– Me acusaba de provocar lujuria e incitar al pecado. Creía que Adán todavía estaría en el Paraíso si Eva no lo hubiera tentado. Tal vez tenía razón, ya ves cómo me gano la vida…

– Hay otros trabajos Esther.

– Éste no es tan malo, James. Cierro los ojos y no pienso en nada. Son sólo unos minutos y pasan rápido.

A pesar de las vicisitudes de su profesión, la joven mantenía la frescura de sus veinte años y había un cierto encanto en su manera discreta y silenciosa de comportarse, tan diferente a la de sus compañeras. Nada tenía de coqueta, era rellena, con un rostro plácido de ternera y firmes manos de campesina. Comparada con las otras palomas, resultaba la menos agraciada, pero su piel era luminosa y su mirada suave. El herrero no supo cuándo empezó a soñar con ella, a verla en las chispas de la fragua, en la luz del metal caliente y en el cielo despejado, hasta que no pudo seguir ignorando esa materia algodonosa que le envolvía el corazón y amenazaba con sofocarlo. Peor desgracia que enamorarse de una mujerzuela no podía ocurrirle, sería imposible de justificarlo ante los ojos de Dios y su comunidad. Decidido a vencer aquella tentación con sudor, se encerraba en la herrería a trabajar como un demente. Algunas noches se oían los feroces golpes de su martillo hasta la madrugada.

Apenas tuvo una dirección fija, Eliza escribió a Tao Chi´en al restaurante chino de Sacramento, dándole su nuevo nombre de Elías Andieta y pidiéndole consejo para combatir la disentería, porque el único remedio que conocía contra el contagio era un trozo de carne cruda atado al ombligo con una faja de lana roja, como hacía Mama Fresia en Chile, pero no estaba dando los resultados esperados. Lo echaba de menos dolorosamente; a veces amanecía abrazada a Tom Sin Tribu imaginando en la confusión de la duermevela que era Tao Chi´en, pero el olor a humo del niño la devolvía a la realidad. Nadie tenía aquella fresca fragancia de mar de su amigo. La distancia que los separaba era corta en millas, pero la inclemencia del clima volvía la ruta ardua y peligrosa. Se le ocurrió acompañar al cartero para seguir buscando a Joaquín Andieta, como había hecha en otras ocasiones, pero esperando una oportunidad apropiada fueron pasando semanas. No sólo el invierno se atravesaba en sus planes. En esos días había explotado la tensión entre los mineros yanquis y los chilenos al sur de la Veta Madre. Los gringos, hartos de la presencia de extranjeros, se juntaron para expulsarlos, pero los otros resistieron, primero con sus armas y luego ante un juez, quien reconoció sus derechos. Lejos de intimidar a los agresores, la orden del juez sirvió para enardecerlos, varios chilenos terminaron en la horca o lanzados por un despeñadero y los sobrevivientes debieron huir. En respuesta se formaron bandas dedicadas al asalto, tal como hacían muchos mexicanos. Eliza comprendió que no podía arriesgarse, bastaba su disfraz de muchacho latino para ser acusada de cualquier crimen inventado.

A finales de enero de 1850 cayó una de las peores heladas que se había visto por esos lados. Nadie se atrevía a salir de sus casas, el pueblo parecía muerto y durante más de diez días no acudió un solo cliente al galpón. Hacía tanto frío que el agua en las palanganas amanecía sólida, a pesar de las estufas siempre encendidas, y algunas noches debieron meter el caballo de Eliza al interior de la casa para salvarlo de la suerte de otros animales, que amanecían presos en bloques de hielo. Las mujeres dormían de a dos por cama y ella lo hacía con el niño, con quien había desarrollado un cariño celoso y feroz, que él devolvía con taimada constancia. La única persona de la compañía que podía competir con Eliza en el afecto del chiquillo era la Rompehuesos "Un día voy a tener un hijo fuerte y valiente como Tom Sin Tribu, pero mucho más alegre. Esta criatura no se ríe nunca" le contaba a Tao Chi´en en las cartas. Babalú, el Malo, no sabía dormir de noche y pasaba las largas horas de oscuridad paseando de un extremo a otro del galpón con sus botas rusas, sus aporreadas pieles y una manta sobre los hombros. Dejó de afeitarse la cabeza y lucía una corta pelambrera de lobo igual a la de su chaqueta. Esther le había tejido un gorro de lana color amarillo patito, que lo cubría hasta las orejas y le daba un aire de monstruoso bebé. Fue él quien sintió unos débiles golpes aquella madrugada y tuvo el buen criterio de distinguirlos del ruido del temporal. Entreabrió la puerta con su pistolón en la mano y encontró un bulto tirado en la nieve. Alarmado llamó a Joe y entre los dos, luchando con el viento para que no arrancara la puerta de cuajo, lograron arrastrarlo al interior. Era un hombre medio congelado.

No fue fácil reanimar al visitante. Mientras Babalú lo friccionaba e intentaba echarle brandy por la boca, Joe despertó a las mujeres, animaron el fuego de las estufas y pusieron a calentar agua para llenar la bañera, donde lo sumergieron hasta que poco a poco fue reviviendo, perdió el color azul y pudo articular unas palabras. Tenía la nariz, los pies y las manos quemados por el hielo. Era un campesino del estado mexicano de Sonora, que había venido como millares de sus compatriotas a los placeres de California, dijo. Se llamaba Jack, nombre gringo que sin duda no era el suyo, pero tampoco los demás en esa casa usaban sus nombres verdaderos. En las horas siguientes estuvo varias veces en el umbral de la muerte, pero cuando parecía que ya nada se podía hacer por él, regresaba del otro mundo y tragaba unos chorros de licor. A eso de las ocho, cuando por fin amainó el temporal, Joe ordenó a Babalú que fuera a buscar al doctor. Al oírla el mexicano, quien permanecía inmóvil y respiraba a gorgoritos como un pez, abrió los ojos y lanzó un ¡no! estrepitoso, asustándolos a todos. Nadie debía saber que estaba allí, exigió con tal ferocidad, que no se atrevieron a contradecirlo. No fueron necesarias muchas explicaciones: era evidente que tenía problemas con la justicia y ese pueblo con su horca en la plaza era el último del mundo donde un fugitivo desearía buscar asilo. Sólo la crueldad del temporal pudo obligarlo a acercarse por allí. Eliza nada dijo, pero para ella la reacción del hombre no fue una sorpresa: olía a maldad.

A los tres días Jack había recuperado algo de sus fuerzas, pero se le cayó la punta de la nariz y empezaron a gangrenársele dos dedos de una mano. Ni así lograron convencerlo de la necesidad de acudir al médico; prefería pudrirse de a poco que acabar ahorcado, dijo. Joe Rompehuesos reunió a su gente en el otro extremo del galpón y deliberaron en cuchicheos: debían cortarle los dedos. Todos los ojos se volvieron hacia Babalú, el Malo.

– ¿Yo? ¡Ni de vaina!

– ¡Babalú, hijo de la chingada, déjate de mariconerías! -exclamó Joe furiosa.

– Hazlo tú, Joe, yo no sirvo para eso.

– Si puedes destazar un venado, bien puedes hacer esto. ¿Qué son un par de miserables dedos?

– Una cosa es un animal y otra muy distinta es un cristiano.

– ¡No lo puedo creer! ¡Este hijo de la gran puta, con permiso de ustedes, muchachas, no es capaz de hacerme un favor insignificante como éste! ¡Después de todo lo que he hecho por ti, desgraciado!

– Disculpa, Joe. Nunca he hecho daño a un ser humano…

– ¡Pero de qué estás hablando! ¿No eres un asesino acaso? ¿No estuviste en prisión?

– Fue por robar ganado -confesó el gigante a punto de llorar de humillación.

– Yo lo haré -interrumpió Eliza, pálida, pero firme.

Se quedaron mirándola incrédulos. Hasta Tom Sin Tribu les parecía más apto para realizar la operación que el delicado Chilenito.

– Necesito un cuchillo bien afilado, un martillo, aguja, hilo y unos trapos limpios.

Babalú se sentó en el suelo con su cabezota entre las manos, horrorizado, mientras las mujeres preparaban lo necesario en respetuoso silencio. Eliza repasó lo aprendido junto a Tao Chi´en cuando extraían balas y cosían heridas en Sacramento. Si entonces pudo hacerlo sin pestañear, igual podría hacerlo ahora, decidió. Lo más importante, según su amigo, era evitar hemorragias e infecciones. No lo había visto hacer amputaciones, pero cuando curaban a los infortunados que llegaba sin orejas, comentaba que en otras latitudes cortaban manos y pies por el mismo delito. "El hacha del verdugo es rápida, pero no deja tejido para cubrir el muñón del hueso", había dicho Tao Chi´en. Le explicó las lecciones del doctor Ebanizer Hobbs, quien tenía práctica con heridos de guerra y le había enseñado cómo hacerlo. Menos mal en este caso son sólo dedos, concluyó Eliza.

La Rompehuesos saturó de licor al paciente hasta dejarlo inconsciente, Mientras Eliza desinfectaba el cuchillo calentándolo al rojo. Hizo sentar a Jack en una silla, le mojó la mano en una palangana con whisky y luego se la puso al borde de la mesa con los dedos malos separados. Murmuró una de las oraciones mágicas de Mama Fresia y cuando estuvo lista hizo una señal silenciosa a las mujeres para que sujetaran al paciente. Apoyó el cuchillo sobre los dedos y le dio un golpe certero de martillo, hundiendo la hoja, que rebanó limpiamente los huesos y quedó clavada en la mesa. Jack lanzó un alarido desde el fondo del vientre, pero estaba tan intoxicado que no se dio cuenta cuando ella lo cosía y Esther lo vendaba. En pocos minutos el suplicio había terminado. Eliza se quedó mirando los dedos amputados y tratando de dominar las arcadas, mientras las mujeres acostaban a Jack en uno de los petates. Babalú, el Malo, quien había permanecido lo más lejos posible del espectáculo, se acercó tímidamente, con su gorro de bebé en la mano.

– Eres todo un hombre, Chilenito -murmuró, admirado.

En marzo Eliza cumplió calladamente dieciocho años, mientras esperaba que tarde o temprano apareciera su Joaquín en la puerta, tal como haría cualquier hombre en cien millas a la redonda, como sostenía Babalú. Jack, el mexicano, se repuso en pocos días y se escabulló de noche sin despedirse de nadie, antes que cicatrizaran sus dedos. Era un tipo siniestro y se alegraron cuando se fue. Hablaba muy poco y estaba siempre en ascuas, desafiante, listo para atacar ante la menor sombra de una provocación imaginada. No dio muestras de agradecimiento por los favores recibidos, al contrario, cuando despertó de la borrachera y supo que le habían amputado los dedos de disparar, se lanzó en una retahíla de maldiciones y amenazas, jurando que el hijo de perra que le había malogrado la mano iba a pagarlo con su propia vida. Entonces a Babalú se le agotó la paciencia. Lo cogió como un muñeco, lo levantó a su altura, le clavó los ojos y le dijo con la voz suave que usaba cuando estaba a punto de estallar.

– Ése fui yo: Babalú, el Malo. ¿Hay algún problema?

Apenas se le pasó la fiebre, Jack quiso aprovechar a las palomas para darse un gusto, pero lo rechazaron en coro: no estaban dispuestas a darle nada gratis y él tenía los bolsillos vacíos, como habían comprobado cuando lo desvistieron para meterlo en la bañera la noche en que apareció congelado. Joe Rompehuesos se dio el trabajo de explicarle que si no le cortan los dedos habría perdido el brazo o la vida, así es que más le valía agradecer al cielo haber caído bajo su techo. Eliza no permitía que Tom Sin Tribu se acercara al tipo y ella sólo lo hacía para pasarle la comida y cambiar los vendajes, porque el olor de la maldad le molestaba como una presencia tangible. Tampoco Babalú podía soportarlo y mientras estuvo en la casa se abstuvo de hablarle. Consideraba a esas mujeres como sus hermanas y se ponía frenético cuándo Jack se insinuaba con comentarios obscenos. Ni en caso de extrema necesidad se le habría ocurrido utilizar los servicios profesionales de sus compañeras, para él equivalía a cometer incesto, si su naturaleza lo apremiaba iba a los locales de la competencia y le había advertido al Chilenito que debía hacer lo mismo, en el caso improbable que se curara de sus malas costumbres de señorita.