Tao Chi´en se presentó en la casa de Joe Rompehuesos a las tres de la tarde de un miércoles de diciembre. Abrió la puerta Tom Sin Tribu, lo hizo pasar a la sala, desocupada a esa hora, y se fue a llamar a las palomas. Poco después se presentó la bella mexicana en la cocina, donde el Chilenito amasaba el pan, para anunciar que había un chino preguntando por Elías Andieta, pero ella estaba tan distraída con el trabajo y el recuerdo de los sueños de la noche anterior, donde se confundían mesas de lotería y ojos reventados, que no le prestó atención.
– Te digo que hay un chino esperándote -repitió la mexicana y entonces el corazón de Eliza dio una patada de mula en su pecho.
– ¡Tao! -gritó y salió corriendo.
Pero al entrar a la sala se encontró frente a un hombre tan diferente, que tardó unos segundos en reconocer a su amigo. Ya no tenía su coleta, llevaba el pelo corto, engominado y peinado hacia atrás, usaba unos lentes redondos con marco metálico, traje oscuro con levita, chaleco de tres botones y pantalones aflautados. En un brazo sostenía un abrigo y un paraguas, en la otra mano un sombrero de copa.
– ¡Dios mío, Tao! ¿Qué te pasó? 95
– En América hay que vestirse como los americanos -sonrió él.
En San Francisco lo habían atacado tres matones y antes que alcanzara a desprender su cuchillo del cinto, lo aturdieron de un trancazo por el gusto de divertirse a costa de un "celestial". Al despercudirse se encontró tirado en un callejón, embadurnado de inmundicias, con su coleta mochada y envuelta en torno al cuello. Entonces tomó la decisión de mantener el cabello corto y vestirse como los "fan güey". Su nueva figura destacaba en la muchedumbre del barrio chino, pero descubrió que lo aceptaban mucho mejor afuera y abrían las puertas de lugares que antes le estaban vedados. Era posiblemente el único chino con tal aspecto en la ciudad. La trenza se consideraba sagrada y la decisión de cortársela probaba el propósito de no volver a China e instalarse de firme en América, una imperdonable traición al emperador, la patria y los antepasados. Sin embargo, su traje y su peinado también causaban cierta maravilla, pues indicaban que tenía acceso al mundo de los americanos. Eliza no podía quitarle los ojos de encima: era un desconocido con quien tendría que volver a familiarizarse desde un principio. Tao Chi´en se inclinó varias veces en su saludo habitual y ella no se atrevió a obedecer el impulso de abrazarlo que le quemaba la piel. Había dormido lado a lado con él muchas veces, pero jamás se habían tocado sin la excusa del sueño.
– Creo que me gustabas más cuando eras chino de arriba abajo, Tao. Ahora no te conozco. Déjame que te huela -le pidió.
No se movió, turbado, mientras ella lo olisqueaba como un perro a su presa, reconociendo por fin la tenue fragancia de mar, el mismo olor confortante del pasado. El corte de pelo y la ropa severa lo hacían verse mayor, ya no tenía ese aire de soltura juvenil de antes. Había adelgazado y parecía más alto, los pómulos se marcaban en su rostro liso. Eliza observó su boca con placer, recordaba perfectamente su sonrisa contagiosa y sus dientes perfectos, pero no la forma voluptuosa de sus labios. Notó una expresión sombría en su mirada, pero pensó que era efecto de los lentes.
– ¡Qué bueno es verte, Tao! -y se le llenaron los ojos de lágrimas.
– No pude venir antes, no tenía tu dirección.
– También me gustas ahora. Pareces un sepulturero, pero uno guapo.
– A eso me dedico ahora, a sepulturero -sonrió él-. Cuando me enteré que vivías en este lugar, pensé que se habían cumplido los pronósticos de Azucena Placeres. Decía que tarde o temprano acabarías como ella.
– Te expliqué en la carta que me gano la vida tocando el piano.
– ¡Increíble!
– ¿Por qué? Nunca me has oído, no toco tan mal. Y si pude pasar por un chino sordomudo, igual puedo pasar por un pianista chileno.
Tao Chi´en se echó a reír sorprendido, porque era la primera vez que se sentía contento en meses.
– ¿Encontraste a tu enamorado?
– No. Ya no sé dónde buscarlo.
– Tal vez no merece que lo encuentres. Ven conmigo a San Francisco.
– No tengo nada que hacer en San Francisco…
– ¿Y aquí? Ya comenzó el invierno, en un par de semanas los caminos serán intransitables y este pueblo estará aislado.
– Es muy aburrido ser tu hermanito bobo, Tao.
– Hay mucho que hacer en San Francisco, ya lo verás, y no tienes que vestirte de hombre, ahora se ven mujeres por todas partes.
– ¿En qué quedaron tus planes de volver a China?
– Postergados. No puedo irme todavía.
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"Sing song girls"
En el verano de 1851 Jacob Freemont decidió entrevistar a Joaquín Murieta. Los bandoleros y los incendios eran los temas de moda en California, mantenían a la gente aterrada y a la prensa ocupada. El crimen se había desatado y era conocida la corrupción de la policía, compuesta en su mayoría por malhechores más interesados en amparar a sus compinches que a la población. Después de otro violento incendio, que destruyó buena parte de San Francisco, se creó un Comité de Vigilantes formado por furibundos ciudadanos y encabezado por el inefable Sam Brannan, el mormón que en 1848 regó la noticia del descubrimiento de oro. Las compañías de bomberos corrían arrastrando con cuerdas los carros de agua cerro arriba y cerro abajo, pero antes de llegar a un edificio, el viento había impulsado las llamas al del lado. El fuego comenzó cuando los "galgos" australianos ensoparon de keroseno la tienda de un comerciante, que se negó a pagarles protección, y luego le atracaron una antorcha. Dada la indiferencia de las autoridades, el Comité decidió actuar por cuenta propia. Los periódicos clamaban: "¿Cuántos crímenes se han cometido en esta ciudad en un año? ¿Y quién ha sido ahorcado o castigado por ellos? ¡Nadie! ¿Cuántos hombres han sido baleados y apuñalados, aturdidos y golpeados y a quién se ha condenado por eso? No aprobamos el linchamiento, pero ¿quién puede saber lo que el público indignado hará para protegerse?" Linchamientos, ésa fue exactamente la solución del público. Los vigilantes se lanzaron de inmediato a la tarea y colgaron al primer sospechoso. Los miembros del Comité aumentaban día a día y actuaban con tal frenético entusiasmo, que por primera vez los forajidos se cuidaban de actuar a plena luz del sol. En ese clima de violencia y venganza, la figura de Joaquín Murieta iba en camino a convertirse en un símbolo. Jacob Freemont se encargaba de atizar el fuego de su celebridad; sus artículos sensacionalistas habían creado un héroe para los hispanos y un demonio para los yanquis. Le atribuía una banda numerosa y el talento de un genio militar, decía que peleaba una guerra de escaramuzas contra la cual las autoridades resultaban impotentes. Atacaba con astucia y velocidad, cayendo sobre sus víctimas como una maldición y desapareciendo enseguida sin dejar rastro, para surgir poco después a cien millas de distancia en otro golpe de tan insólita audacia, que sólo podía explicarse con artes de magia. Freemont sospechaba que eran varios individuos y no uno solo, pero se cuidaba de decirlo, eso habría descalabrado la leyenda. En cambio tuvo la inspiración de llamarlo "el Robin Hood de California", con lo cual prendió de inmediato una hoguera de controversia racial. Para los yanquis Murieta encarnaba lo más detestable de los "grasientos"; pero se suponía que los mexicanos lo escondían, le daban armas y suministraban provisiones, porque robaba a los yanquis para ayudar a los de su raza. En la guerra habían perdido los territorios de Texas, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah, medio Colorado y California; para ellos cualquier atentado contra los gringos era un acto de patriotismo. El gobernador advirtió al periódico contra la imprudencia de transformar en héroe a un criminal, pero el nombre ya había inflamado la imaginación del público. A Freemont le llegaban docenas de cartas, incluso la de una joven de Washington dispuesta a navegar medio mundo para casarse con el bandido, y la gente lo detenía en la calle para preguntarle detalles del famoso Joaquín Murieta. Sin haberlo visto nunca, el periodista lo describía como un joven de viril estampa, con las facciones de un noble español y coraje de torero. Había tropezado sin proponérselo con una mina más productiva que muchas a lo largo de la Veta Madre. Se le ocurrió entrevistar al tal Joaquín, si el tipo realmente existía, para escribir su biografía y si fuera un fábula, el tema daba para una novela. Su trabajo como autor consistiría simplemente en escribirla en un tono heroico para gusto del populacho. California necesitaba sus propios mitos y leyendas, sostenía Freemont, era un Estado recién nacido para los americanos, quienes pretendían borrar de un plumazo la historia anterior de indios, mexicanos y californios. Para esa tierra de espacios infinitos y de hombres solitarios, tierra abierta a la conquista y la violación, ¿qué mejor héroe que un bandido? Colocó lo indispensable en una maleta, se apertrechó de suficientes cuadernos y lápices y partió en busca de su personaje. Los riesgos no se le pasaron por la mente, con la doble arrogancia de inglés y de periodista se creía protegido de cualquier mal. Por lo demás, ya se viajaba con cierta comodidad, existían caminos y servicio regular de diligencia conectando los pueblos donde pensaba realizar su investigación, no era como antes, cuando recién comenzó su labor de reportero e iba a lomo de mula abriéndose paso en la incertidumbre de cerros y bosques, sin más guía que unos mapas demenciales con los cuales se podía andar en círculos para siempre. En el trayecto pudo ver los cambios en la región. Pocos se habían enriquecido con el oro, pero gracias a los aventureros llegados por millares, California se civilizaba. Sin la fiebre del oro la conquista del Oeste habría tardado un par de siglos, anotó el periodista en su cuaderno.
Temas no le faltaban, como la historia de aquel joven minero, un chico de dieciocho años que después de pasar penurias durante un largo año, logró juntar diez mil dólares que necesitaba para regresar a Oklahoma y comprar una granja para sus padres. Bajaba hacia Sacramento por los faldeos de la Sierra Nevada en un día radiante, con la bolsa de su tesoro colgada a la espalda, cuando lo sorprendió un grupo de desalmados mexicanos o chilenos, no era seguro. Sólo se sabía con certeza que hablaban español, porque tuvieron el descaro de dejar un letrero en esa lengua, garabateado con un cuchillo sobre un trozo de madera: "mueran los yanquis". No se contentaron con darle una golpiza y robarle, lo ataron desnudo a un árbol y lo untaron con miel. Dos días más tarde, cuando lo encontró una patrulla, estaba alucinando. Los mosquitos le habían devorado la piel.
Freemont puso a prueba su talento para el periodismo morboso con el trágico fin de Josefa, una bella mexicana empleada en un salón de baile. El periodista entró al pueblo de Downieville el Día de la Independencia, y se encontró en medio de la celebración encabezada por un candidato a senador y regada con un río de alcohol. Un minero ebrio se había introducido a viva fuerza en la habitación de Josefa y ella lo había rechazado clavándole su cuchillo de monte medio a medio en el corazón. A la hora en que llegó Jacob Freemont el cuerpo yacía sobre una mesa, cubierto con una bandera americana, y una muchedumbre de dos mil fanáticos enardecidos por el odio racial exigía la horca para Josefa. Impasible, la mujer fumaba su cigarrito como si el griterío no le incumbiera, con su blusa blanca manchada de sangre, recorriendo los rostros de los hombres con abismal desprecio, consciente de la incendiaria mezcla de agresión y deseo sexual que en ellos provocaba. Un médico se atrevió a hablar en su favor, explicando que había actuado en defensa propia y que al ejecutarla también mataban al niño en su vientre, pero la multitud lo hizo callar amenazándolo con colgarlo también. Tres doctores aterrados fueron llevados a viva fuerza para examinar a Josefa y los tres opinaron que no estaba encinta, en vista de lo cual el improvisado tribunal la condenó en pocos minutos. "Matar a estos "grasientos" a tiros no está bien, hay que darles un juicio justo y ahorcarlos con toda la majestad de la ley", opinó uno de los miembros del jurado. A Freemont no le había tocado ver un linchamiento de cerca y pudo describir en exaltadas frases cómo a las cuatro de la tarde quisieron arrastrar a Josefa hacia el puente, donde habían preparado el ritual de la ejecución, pero ella se sacudió altiva y avanzó sola hacia el patíbulo. La bella subió sin ayuda, se amarró las faldas en torno a los tobillos, se colocó la cuerda al cuello, se acomodó las negras trenzas y se despidió con un valiente "adiós señores", que dejó al periodista perplejo y a los demás avergonzados. "Josefa no murió por culpable, sino por mexicana. Es la primera vez que linchan a una mujer en California. ¡Qué desperdicio, cuando hay tan pocas!", escribió Freemont en su artículo.