La idea de ayudar a las muchachas no fue suya, le diría nueve meses más tarde a Eliza, sino de Lin y su maestro de acupuntura.
– California es un estado libre, Tao, no hay esclavos. Acude a las autoridades americanas.
– La libertad no alcanza para todos. Los americanos son ciegos y sordos, Eliza. Esas niñas son invisibles, como los locos, los mendigos y los perros.
– ¿Y a los chinos tampoco les importa?
– A algunos sí, como yo, pero nadie está dispuesto a arriesgar la vida desafiando a las organizaciones criminales. La mayoría considera que si durante siglos en China se ha practicado lo mismo, no hay razón para criticar lo que pasa aquí.
– ¡Qué gente tan cruel!
– No es crueldad. Simplemente la vida humana no es valiosa en mi país. Hay mucha gente y siempre nacen más niños de los que se pueden alimentar.
– Pero para ti esas niñas no son desechables, Tao…
– No. Lin y tú me han enseñado mucho sobre las mujeres.
– ¿Qué vas a hacer?
– Debí hacerte caso cuando me decías que buscara oro, ¿te acuerdas? Si fuera rico las compraría.
– Pero no lo eres. Además todo el oro de California no alcanzaría para comprar a cada una de ellas. Hay que impedir ese tráfico.
– Eso es imposible, pero si me ayudas puedo salvar algunas…
Le contó que en los últimos meses había logrado rescatar once muchachas, pero sólo dos habían sobrevivido. Su fórmula era arriesgada y poco efectiva, pero no podía imaginar otra. Se ofrecía para atenderlas gratis cuando estaban enfermas o embarazadas, a cambio de que le entregaran a las agonizantes. Sobornaba a las mujeronas para que lo llamaran cuando llegaba el momento de mandar a una "sing song girl" al "hospital", entonces se presentaba con su ayudante, colocaban la moribunda en una parihuela y se la llevaban. "Para experimentos", explicaba Tao Chi´en, aunque muy rara vez le hacían preguntas. La chica ya nada valía y la extravagante perversión de ese doctor les ahorraba el problema de deshacerse de ella. La transacción beneficiaba a ambas partes. Antes de llevarse a la enferma, Tao Chi´en entregaba un certificado de muerte y exigía que le devolvieran el contrato de servicio firmado por la muchacha, para evitar reclamos. En nueve casos las jóvenes estaban más allá de cualquier forma de alivio y su papel había sido simplemente sostenerlas en sus últimas horas, pero dos habían sobrevivido.
– ¿Qué hiciste con ellas? -preguntó Eliza.
– Las tengo en mi pieza. Están todavía débiles y una parece medio loca, pero se repondrán. Mi ayudante quedó cuidándolas mientras yo venía a buscarte.
– Ya veo.
– No puedo tenerlas más tiempo encerradas.
– Tal vez podamos mandarlas de vuelta a sus familias en China…
– ¡No! Volverían a la esclavitud. En este país pueden salvarse, pero no sé cómo.
– Si las autoridades no ayudan, la gente buena lo hará. Vamos a recurrir a las iglesias y a los misioneros.
– No creo que a los cristianos les importen esas niñas chinas.
– ¡Qué poca confianza tienes en el corazón humano, Tao!
Eliza dejó a su amigo tomando té con la Rompehuesos, envolvió uno de sus panes recién horneados y se fue a visitar al herrero. Encontró a James Morton con medio cuerpo desnudo, un delantal de cuero y un trapo amarrado en la cabeza, sudando ante la forja. Adentro hacía un calor insoportable, olía a humo y metal caliente. Era un galpón de madera con suelo de tierra y una doble puerta, que invierno y verano permanecía abierta durante las horas de trabajo. Al frente se alzaba un gran mesón para atender a los clientes y más atrás la fragua. De las paredes y vigas del techo colgaban instrumentos del oficio, herramientas y herraduras fabricadas por Morton. En la parte posterior, una escala de mano daba acceso al altillo que servía de dormitorio, protegido de los ojos de los clientes con una cortina de osnaburgo encerada. Abajo el mobiliario consistía en una tinaja para bañarse y una mesa con dos sillas; la única decoración eran una bandera americana en la pared y tres flores silvestres en un vaso sobre la mesa. Esther planchaba una montaña de ropa bamboleando una enorme barriga y bañada de transpiración, pero levantaba las pesadas planchas a carbón canturreando. El amor y el embarazo la habían embellecido y un aire de paz la iluminaba como un halo. Lavaba ropa ajena, trabajo tan arduo como el de su marido con el yunque y el martillo. Tres veces a la semana cargaba una carretela con ropa sucia, iba al río y pasaba buena parte del día de rodillas jabonando y cepillando. Si había sol, secaba la ropa sobre las piedras, pero a menudo debía regresar con todo mojado, enseguida venía la faena de almidonar y planchar. James Morton no había logrado que desistiera de su brutal empeño, ella no quería que su bebé naciera en ese lugar y ahorraba cada centavo para trasladar su familia a una casa del pueblo.
– ¡Chilenito! -exclamó y fue a recibir a Eliza con un apretado abrazo-. Hace tiempo que no me vienes a visitar.
– ¡Qué linda estás, Esther! En realidad vengo a ver a James -dijo pasándole el pan.
El hombre soltó sus herramientas, se secó el sudor con un paño y llevó a Eliza al patio, donde se les reunió Esther con tres vasos de limonada. La tarde estaba fresca y el cielo nublado, pero todavía no se anunciaba el invierno. El aire olía a paja recién cortada y a tierra húmeda.
Joaquín
En el invierno de 1852 los habitantes del norte de California comieron duraznos, albaricoques, uvas, maíz tierno, sandías y melones, mientras en Nueva York, Washington, Boston y otras importantes ciudades americanas la gente se resignaba a la escasez de la temporada. Los barcos de Paulina transportaban desde Chile las delicias del verano en el hemisferio sur, que llegaban intactas en sus lechos de hielo azul. Ese negocio estaba resultando mucho mejor que el oro de su marido y su cuñado, a pesar de que ya nadie pagaba tres dólares por un durazno ni diez por una docena de huevos. Los peones chilenos, instalados por los hermanos Rodríguez de Santa Cruz en los placeres, habían sido diezmados por los gringos. Les quitaron la producción de meses, ahorcaron a los capataces, flagelaron y cortaron las orejas a varios y expulsaron al resto de los lavaderos. El episodio había salido en los periódicos, pero los espeluznantes detalles los contó un niño de ocho años, hijo de uno de los capataces, a quien le tocó presenciar el suplicio y la muerte de su padre. Los barcos de Paulina también traían compañías de teatro de Londres, ópera de Milán y zarzuelas de Madrid, que se presentaban brevemente en Valparaíso y luego continuaban viaje al norte. Los boletos se vendían con meses de anterioridad y los días de función la mejor sociedad de San Francisco, emperifollada con sus atuendos de gala, se daba cita en los teatros, donde debía sentarse codo a codo con rústicos mineros en ropa de trabajo. Los barcos no regresaban vacíos: llevaban harina americana a Chile y viajeros curados de la fantasía del oro, que volvían tan pobres como partieron. 91
En San Francisco se veía de todo menos viejos; la población era joven, fuerte, ruidosa y saludable. El oro había atraído a una legión de aventureros de veinte años, pero la fiebre había pasado y, tal como predijo Paulina, la ciudad no había retornado a su condición de villorrio, por el contrario, crecía con aspiraciones de refinamiento y cultura. Paulina estaba en su salsa en ese ambiente, le gustaba el desenfado, la libertad y la ostentación de esa naciente sociedad, exactamente opuesta a la mojigatería de Chile. Pensaba encantada en la rabieta que sufriría su padre si tuviera que sentarse a la mesa con un advenedizo corrupto convertido en juez y una francesa de dudoso pelaje acicalada como una emperatriz. Se había criado entre los gruesos muros de adobe y ventanas enrejadas de la casa paterna, mirando hacia el pasado, pendiente de la opinión ajena y de los castigos divinos; en California ni el pasado ni los escrúpulos contaban, la excentricidad era bienvenida y la culpa no existía, si se ocultaba la falta. Escribía cartas a sus hermanas, sin mucha esperanza de que pasaran la censura del padre, para contarles de aquel país extraordinario, donde era posible inventarse una nueva vida y volverse millonario o mendigo en un abrir y cerrar de ojos. Era la tierra de las oportunidades, abierta y generosa. Por la puerta del Golden Gate entraban masas de seres que llegaban escapando de la miseria o la violencia, dispuestos a borrar el pasado y trabajar. No era fácil, pero sus descendientes serían americanos. La maravilla de ese país era que todos creían que sus hijos tendrían una vida mejor. "La agricultura es el verdadero oro de California, la vista se pierde en los inmensos potreros sembrados, todo crece con ímpetu en este suelo bendito. San Francisco se ha transformado en una ciudad estupenda, pero no ha perdido el carácter de puesto fronterizo, que a mí me encanta. Sigue siendo cuna de librepensadores, visionarios, héroes y rufianes. Viene gente de las más remotas orillas, por las calles se oyen cien lenguas, se huele la comida de cinco continentes, se ven todas las razas" escribía. Ya no era un campamento de hombres solos, habían llegado mujeres y con ellas cambió la sociedad. Eran tan indomables como los aventureros que acudieron en busca del oro; para cruzar el continente en vagones tirados por bueyes se requería un espíritu robusto y esas pioneras lo tenían. Nada de damas melindrosas como su madre y hermanas, allí imperaban las amazonas como ella. Día a día demostraban su temple, compitiendo incansables y tenaces con los más bravos; nadie las calificaba de sexo débil, los hombres las respetaban como iguales. Trabajaban en oficios vedados para ellas en otras partes: buscaban oro, se empleaban de vaqueras, arreaban mulas, cazaban bandidos por la recompensa, regentaban garitos de juegos, restaurantes, lavanderías y hoteles. "Aquí las mujeres pueden ser dueñas de su tierra, comprar y vender propiedades, divorciarse si les da la real gana. Feliciano tiene que andar con mucho cuidado, porque a la primera bribonada que me haga, lo dejo solo y pobre", se burlaba en las cartas Paulina. Y agregaba que California tenía lo mejor de lo peor: ratas, pulgas, armas y vicios.
"Uno viene al Oeste para escapar del pasado y empezar de nuevo, pero nuestras obsesiones nos persiguen, como el viento", escribía Jacob Freemont en el periódico. Él era un buen ejemplo, porque de poco le sirvió cambiar de nombre, convertirse en reportero y vestirse de yanqui, seguía siendo el mismo. El embuste de las misiones en Valparaíso había quedado atrás, pero ahora estaba fraguando otro y sentía, como antes, que su creación se apoderaba de él e iba sumiéndose irrevocablemente en sus propias flaquezas. Sus artículos sobra Joaquín Murieta se habían convertido en la obsesión de la prensa. Surgían cada día testimonios ajenos confirmando sus palabras; docenas de individuos aseguraban haberlo visto y lo describían igual al personaje de su invención. Freemont ya no estaba seguro de nada. Deseaba no haber escrito jamás esas historias y por momentos le tentaba retractarse públicamente, confesar sus falsedades y desaparecer, antes de que todo el asunto se saliera de madre y le cayera encima como un vendaval, tal como había ocurrido en Chile, pero no tenía valor para hacerlo. El prestigio se le había ido a la cabeza y andaba mareado de celebridad.