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Jacob Todd llegó a sentirse tan cómodo en Valparaíso como si hubiera nacido allí. Chilenos e ingleses tenían varios rasgos de carácter en común: todo lo resolvían con síndicos y abogados; sentían un apego absurdo por la tradición, los símbolos patrios y las rutinas; se jactaban de individualistas y enemigos de la ostentación, que despreciaban como un signo de arribismo social; parecían amables y controlados, pero eran capaces de gran crueldad. Sin embargo, a diferencia de los ingleses, los chilenos sentían horror de la excentricidad y nada temían tanto como hacer el ridículo. Si hablara correcto castellano, pensó Jacob Todd estaría como en mi casa. Se había instalado en la pensión de una viuda inglesa que amparaba gatos y horneaba las más célebres tartas del puerto. Dormía con cuatro felinos sobre la cama, mejor acompañado de lo que nunca antes estuvo, y desayunaba a diario con las tentadoras tartas de su anfitriona. Se conectó con chilenos de todas clases, desde los más humildes, que conocía en sus andanzas por los barrios bajos del puerto, hasta los más empingorotados. Jeremy Sommers lo presentó en el "Club de la Unión", donde fue aceptado como miembro invitado. Sólo los extranjeros de reconocida importancia social podían vanagloriarse de tal privilegio, pues se trataba de un enclave de terratenientes y políticos conservadores, donde se medía el valor de los socios por el apellido. Se le abrieron las puertas gracias a su habilidad con barajas y dados; perdía con tanta gracia, que pocos se daban cuenta de lo mucho que ganaba. Allí se hizo amigo de Agustín del Valle, dueño de tierras agrícolas en esa zona y rebaños de ovejas en el sur, donde jamás había puesto los pies, porque para eso contaba con capataces traídos de Escocia. Esa nueva amistad le dio ocasión de visitar las austeras mansiones de familias aristocráticas chilenas, edificios cuadrados y oscuros de grandes piezas casi vacías, decoradas sin refinamiento, con muebles pesados, candelabros fúnebres y una corte de crucifijos sangrantes, vírgenes de yeso y santos vestidos como antiguos nobles españoles. Eran casas volcadas hacia adentro, cerradas a la calle, con altas rejas de hierro, incómodas y toscas, pero provistas de frescos corredores y patios internos sembrados de jazmines, naranjos y rosales.

Al despuntar la primavera Agustín del Valle invitó a los Sommers y a Jacob Todd a uno de sus fundos. El camino resultó una pesadilla; un jinete podía hacerlo a caballo en cuatro o cinco horas, pero la caravana con la familia y sus huéspedes salió de madrugada y no llegó hasta bien entrada la noche. Los del Valle se trasladaban en carretas tiradas por bueyes, donde colocaban mesas y divanes de felpa. Seguían una recua de mulas con el equipaje y peones a caballo, armados de primitivos trabucos para defenderse de los bandoleros, que solían esperar agazapados en las curvas de los cerros. A la enervante lentitud de los animales se sumaban los baches del camino, donde se trancaban las carretas, y las frecuentes paradas a descansar, en que los sirvientes servían las viandas de los canastos en medio de una nube de moscas. Todd nada sabía de agricultura, pero bastaba una mirada para comprender que en esa tierra fértil todo se daba en abundancia; la fruta caía de los árboles y se pudría en el suelo sin que nadie se diera el trabajo de recogerla. En la hacienda encontró el mismo estilo de vida que había observado años antes en España: una familia numerosa unida por intrincados lazos de sangre y un inflexible código de honor. Su anfitrión era un patriarca poderoso y feudal que manejaban en un puño los destinos de su descendencia y ostentaba, arrogante, un linaje trazable hasta los primeros conquistadores españoles. Mis tatarabuelos, contaba, anduvieron más de mil kilómetros enfundados en pesadas armaduras de hierro, cruzaron montañas, ríos y el desierto más árido del mundo, para fundar la ciudad de Santiago. Entre los suyos era un símbolo de autoridad y decencia, pero fuera de su clase se lo conocía como un rajadiablos. Contaba con una prole de bastardos y con la mala fama de haber liquidado a más de uno de sus inquilinos en sus legendarios arrebatos de mal humor, pero esas muertes, como tantos otros pecados, no se ventilaban jamás. Su esposa estaba en los cuarenta, pero parecía una anciana trémula y cabizbaja, siempre vestida de luto por los hijos fallecidos en la infancia y sofocada por el peso del corsé, la religión y aquel marido que le tocó en suerte. Los hijos varones pasaban sus ociosas existencias entre misas, paseos, siestas, juegos y parrandas, mientras las hijas flotaban como ninfas misteriosas por aposentos y jardines, entre susurros de enaguas, siempre bajo el ojo vigilante de sus dueñas. Las habían preparado desde pequeñas para una existencia de virtud, fe y abnegación; sus destinos eran matrimonios de conveniencia y la maternidad.

En el campo asistieron a una corrida de toros que no se parecía ni remotamente al brillante espectáculo de valor y muerte de España; nada de trajes de luces, fanfarria, pasión y gloria, sino una pelotera de borrachos atrevidos atormentando al animal con lanzas e insultos, revolcados a cornadas en el polvo entre maldiciones y carcajadas. Lo más peligroso de la corrida fue sacar del ruedo a la bestia enfurecida y maltrecha, pero con vida. Todd agradeció que ahorraran al toro la indignidad última de una ejecución pública, pues su buen corazón de inglés prefería ver muerto al torero que al animal. Por las tardes los hombres jugaban "tresillo" y "rocambor", atendidos como príncipes por un verdadero ejército de criados oscuros y humildes, cuyas miradas no se elevaban del suelo ni sus voces por encima de un murmullo. Sin ser esclavos, lo parecían. Trabajaban a cambio de protección, techo y una parte de las siembras; en teoría eran libres, pero se quedaban con el patrón, por déspota que éste fuese y por duras que resultaran las condiciones, dado que no tenían adónde ir. La esclavitud se había abolido hacía más de diez años sin mayor bulla. El tráfico de africanos nunca fue rentable por esos lados, donde no existían grandes plantaciones, pero nadie mencionaba la suerte de los indios, despojados de sus tierras y reducidos a la miseria, ni de los inquilinos en los campos, que se vendían y se heredaban con los fundos, como los animales. Tampoco se hablaba de los cargamentos de esclavos chinos y polinésicos destinados a las guaneras de las Islas Chinchas. Si no desembarcaban no había problema: la ley prohibía la esclavitud en tierra firme, pero nada decía del mar. Mientras los hombres jugaban naipes, Miss Rose se aburría discretamente en compañía de la señora del Valle y sus numerosas hijas. Eliza, en cambio, galopaba a campo abierto con Paulina, la única hija de Agustín del Valle que escapaba al modelo lánguido de las mujeres de esa familia. Era varios años mayor que Eliza, pero ese día se divirtió con ella como si fueran de la misma edad, ambas con el pelo al viento y la cara al sol fustigando sus cabalgaduras.

Señoritas

Eliza Sommers era una chiquilla delgada y pequeña, con facciones delicadas como un dibujo a plumilla. En 1845, cuando cumplió trece años y comenzaron a insinuarse pechos y cintura, todavía parecía una mocosa, aunque ya se vislumbraba la gracia en los gestos que habría de ser su mejor atributo de belleza. La implacable vigilancia de Miss Rose dio a su esqueleto la rectitud de una lanza: la obligaba a mantenerse derecha con una varilla metálica sujeta a la espalda durante las interminables horas de ejercicios de piano y bordado. No creció mucho y mantuvo el mismo engañoso aspecto infantil, que le salvó la vida más de una vez. Tan niña era en el fondo, que en la pubertad seguía durmiendo encogida en la misma camita de su infancia, rodeada por sus muñecas, y chupándose el dedo. Imitaba la actitud desganada de Jeremy Sommers, porque pensaba que era signo de fortaleza interior. Con los años se cansó de fingirse aburrida, pero el entrenamiento le sirvió para dominar su carácter. Participaba en las tareas de los sirvientes: un día para hacer pan, otro para moler el maíz, uno para asolear los colchones y otro para hervir la ropa blanca. Pasaba horas acurrucada detrás de la cortina de la sala devorando una a una las obras clásicas de la biblioteca de Jeremy Sommers, las novelas románticas de Miss Rose, los periódicos atrasados y toda lectura a su alcance, por fastidiosa que fuese. Consiguió que Jacob Todd le regalara una de sus biblias en español y procuraba descifrarla con enorme paciencia, porque su escolaridad había sido en inglés. Se sumergía en el Antiguo Testamento con morbosa fascinación por los vicios y pasiones de reyes que seducían esposas ajenas, profetas que castigaban con rayos terribles y padres que engendraban descendencia en sus hijas. En el cuarto de los trastos, donde se acumulaban vejestorios, encontró mapas, libros de viajes y documentos de navegación de su tío John, que le sirvieron para precisar los contornos del mundo. Los preceptores contratados por Miss Rose le enseñaron francés, escritura, historia, geografía y algo de latín, bastante más de lo que inculcaban en los mejores colegios para niñas de la capital, donde a fin de cuentas lo único que se aprendía eran rezos y buenos modales. Las lecturas desordenadas, tanto como los cuentos del capitán Sommers, echaron a volar su imaginación. Ese tío navegante aparecía en la casa con su cargamento de regalos, alborotándole la fantasía con sus historias inauditas de emperadores negros en tronos de oro macizo, de piratas malayos que juntaban ojos humanos en cajitas de madreperla, de princesas quemadas en la pira funeraria de sus ancianos maridos. En cada visita suya todo se postergaba, desde las tareas escolares hasta las clases de piano. El año se iba en esperarlo y en poner alfileres en el mapa imaginando las latitudes de alta mar por donde iba su velero. Eliza tenía poco contacto con otras criaturas de su edad, vivía en el mundo cerrado de la casa de sus benefactores, en la ilusión eterna de no estar allí, sino en Inglaterra. Jeremy Sommers encargaba todo por catálogo, desde el jabón hasta sus zapatos, y se vestía con ropa liviana en invierno y con abrigo en verano, porque se regía por el calendario del hemisferio norte. La chica escuchaba y observaba con atención, tenía un temperamento alegre e independiente, nunca pedía ayuda y poseía el raro don de volverse invisible a voluntad, perdiéndose entre los muebles, las cortinas y las flores del papel mural. El día que despertó con la camisa de dormir manchada por una sustancia rojiza fue donde Miss Rose a comunicarle que se estaba desangrando por abajo.

– No hables de esto con nadie, es muy privado. Ya eres una mujer y tendrás que conducirte como tal, se acabaron las chiquilladas. Es hora que vayas al colegio para niñas de Madame Colbert -fue toda la explicación de su madre adoptiva, lanzada de un tirón y sin mirarla, mientras producía del armario una docena de pequeñas toallas ribeteadas por ella misma.