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Debiera añadir que para complacer a sus amigos, que le aconsejaban buscar un padrino para que le apoyase en la corte, o en otra parte, venció el gran amor que tenía a su libertad, y que hasta el día en que recibió en la cabeza el golpe de que os he hablado estuvo bajo los auspicios del señor duque de Arpajon, al cual dedicó todas sus obras; pero como durante su enfermedad le oí quejarse de abandono, no me he creído capacitado para juzgar si fue por la desdicha que tienen siempre todos los humildes y que también es común a los grandes, que no recuerdan los servicios que se les presta sino cuando los reciben, o si, por el contrario, no era más que un secreto del cielo, que, queriendo separarlo tan pronto de este mundo, quiso también inspirarle el escaso disgusto de abandonar lo que nos parece más hermoso y que frecuentemente no lo es tanto como imaginamos nosotros. Sería injusto con el señor Rohaut si no añadiese su nombre a una lista tan gloriosa, puesto que este ilustre matemático, que ha hecho tan bellos estudios de física, y que no es menos estimable por su bondad y su modestia que por su saber, que le coloca por encima de todos, tuvo tan íntima amistad con Bergerac y se interesaba tanto por todo lo suyo, que fue el primero en descubrir la verdadera causa de su enfermedad y en buscar cuidadosamente, con todos sus demás amigos, el medio de librarle de ella. Pero el señor de Bois-Clairs, que pone todo su heroísmo hasta en los mínimos actos, creyó encontrar en el señor de Bergerac una magnífica ocasión para satisfacer su generosidad, para dejar a otros la gloria, que se decidió a protegerle, y le protegió en efecto, en una ocasión tanto más útil a su amigo cuanto que el aburrimiento por su largo cautiverio le amenazaba con una pronta muerte, cuyo camino ya estaba comenzado por una fiebre violenta, triste preludio de su fin. Pero este amigo sin par interrumpió ese camino, deteniéndole en él durante un intervalo de catorce meses, durante los cuales le acogió en su casa; y hubiese tenido junto a la gloria que merecen tan grandes cuidados como le prodigó la de conservarle la vida, si sus días no hubiesen estado contados y limitados a los treinta y cinco años de su edad, que tuvo fin en el campo en casa del señor Cyrano un primo suyo del cual había recibido grandes testimonios de amistad y cuyas conversaciones, tan sabias en la historia de los tiempos actuales y los viejos, le complacían sin límite. Por un deseo muy natural de cambiar de aire, que precede a la muerte y que es un síntoma casi cierto en la mayor parte de los enfermos, se hizo llevar a casa de este primo suyo, y allí, a los cinco días, entregó su alma. Creo que es reconocer al señor mariscal de Gassion parte del honor que a su memoria se debe decir que amaba a las gentes de espíritu y de corazón, que de las dos cosas era él rico, y que por el relato que los señores de Cavoy y de Guigy le hicieron del señor de Bergerac quiso tenerle a su lado. Pero la libertad, de la que todavía era idólatra (pues fue mucho más tarde cuando se acogió a la protección del señor de Arpajon), nunca le consintió tener a este hombre sino como a un gran maestro; de suerte que prefirió no ser por él conocido y estar libre, que ser querido, pero obligado; y este mismo carácter, tan poco preocupado por la fortuna y por las gentes de su tiempo le hizo desdeñar varias amistades que la reverenda madre Margarita, que muy particularmente le estimaba, quería procurarle; parecía presentir que lo que en esta vida constituye nuestra felicidad no nos asegura nada la dicha de la otra. Éste fue el único pensamiento que le ocupó hacia el término de sus días con la preocupación que enalteció todavía más madama de Neuvillete, esta mujer tan piadosa, tan caritativa, tan para los demás, siendo a la vez toda de Dios, y de la cual tenía él la honra de ser pariente por parte de la familia de los Berangers. De este modo el libertinaje, que a la mayor parte de los jóvenes seduce, le parecía a él un monstruo, para el que tuvo, como puedo aseguraros, desde entonces, toda la aversión que deben tener por él los que quieran vivir cristianamente. Yo, algún tiempo antes de su muerte, presentí ese gran cambio, porque un día, como le reprochara la melancolía que entonces demostraba en sitios donde antes acostumbraba a decir cosas regocijantes y divertidas, me contestó que era porque había empezado a conocer el mundo y se iba desengañando; que estaba ya en un estado de ánimo que le hacía prever que dentro de poco el día último de su vida señalaría el final de sus desgracias, y que realmente su más grande disgusto era no haberla empleado con más provecho:

Jam juvenem vides;

me decía,

instet cum serior aetas

moerentem stultos praeteriisse dies.

«Y, en verdad -añadía-, creo que Tibulo profetizaba mi estado cuando hablaba así, pues nadie sintió tanto como yo haber pasado tan inútilmente días tan gustosos.»

Tú, lector, debes perdonarme esta digresión, y si me extendí tanto sobre el mérito de un amigo, su muerte me disculpa de la que hubiese tenido por ser un vano adulador, aunque estas cosas no creo que dejen de gustar jamás. Y ahora, para proseguir la cita de las autoridades en las que se ha fundado, te diré que el demonio, del cual se hizo acompañar tan provechosamente en la Luna, no es nada inaudito, puesto que Tales y Heráclito han dicho que el mundo estaba lleno de esos seres. Además, lo abona así lo que se ha publicado de Sócrates, de Dión, de Bruto y de tantos más: la pluralidad de mundos, de la que también nos habla, está confirmada por la opinión de Demócrito, que la ha sostenido; así como lo que dice del infinito y de los minúsculos cuerpos o átomos, de los que han hablado, después que este filósofo, Epicuro y Lucrecio.

El movimiento que atribuye a la Tierra no es tampoco nuevo, puesto que Pitágoras, Filolao y Aristarco sostuvieron antes que giraba en torno del Sol, que situaban en el centro del mundo. Lisipo y varios más han dicho aproximadamente lo mismo; pero Copérnico, en el siglo pasado, ha sido quien más altamente lo ha proclamado, puesto que ha cambiado el sistema de Tolomeo, antes seguido por todos los astrónomos, que ahora, en su mayor parte, aprueban el de Copérnico, más simple y más fácil, ya que sitúa el Sol en el centro del mundo y la Tierra entre los planetas, en el sitio en que Tolomeo daba el Sol; es decir, que hace girar en torno del Sol a la esfera de Mercurio, después a la de Venus, después la de la Tierra, al borde de la cual sitúa un epiciclo, sobre el cual hace girar a la Luna en torno de la Tierra y acabar esa revolución en veintisiete días, a más de la que le hace dar en torno al Sol, durante un año.

Por su otra parte, lector, he de confesarte que ese cambio me es indiferente, porque yo no sé nada de esas ciencias, que son demasiado abstractas para mí; y te aseguro que todo lo que yo sé no es más que algo de lo que recuerdo de alguna lectura de obras sobre este tema. Por esto declaro que con lo que he dicho de Copérnico no he querido ofender a Tolomeo. Me basta que Coeli enarrant gloriam Dei, y que su admirable estructura me prueba que no son obra del hombre. Por más que Tolomeo diga lo contrario, son lo mismo que siempre fueron; y sea el que fuere el cambio que Copérnico aportase han permanecido en el mismo sitio y con la misma función que les dio el Ser Supremo, que puede cambiarlo todo sin Él cambiar.

Al principio de este discurso he dicho lo que me había decidido a desarrollarle; a continuación podrá saberse cómo y por qué he citado a todos esos sabios. Yo te ruego, lector, que te acuerdes, para justificar la poca o ninguna diferencia que yo tengo para las invenciones ajenas, en lo que puedan alterar la verdad de mi creencia.