Juntos alabamos algún tiempo este pensamiento como una simple ingeniosidad de este buen padre, y finalmente el virrey me dijo que él se extrañaba muchísimo de que siendo el sistema de Tolomeo tan poco probable fuese por todos tan bien acogido. «Señor -le contesto yo-, la mayor parte de los hombres que para juzgar suelen guiarse tan sólo de sus sentidos se han dejado persuadir por los ojos, y así como el que va en un buque navegando a lo largo de la costa cree que no es el buque el que anda, sino ésta, así los hombres al girar con la Tierra en torno del cielo, han creído que era éste el que giraba en torno de ellos. Añadid a esto el orgullo insoportable de los hombres que están persuadidos de que la Naturaleza ha sido hecha tan sólo para ellos, como si fuese posible que el Sol, un gran cuerpo cuatrocientas treinta y cuatro veces más grande que la Tierra, no se hubiese encendido para otra cosa sino para madurar sus nísperos y sazonar sus coles. Según yo creo, nada dispuesto a tolerar sus insolencias, los planetas son mundos situados en torno del Sol, y las estrellas fijas, a su vez, son otros soles que tienen planetas en torno de ellos, es decir, mundos que nosotros no vemos porque su luz reflejada no podría llegar hasta nosotros. Porque ¿cómo si no, de buena fe, podríamos imaginar que esos globos tan espaciosos fuesen tan sólo campos desiertos y que en cambio el nuestro, sólo porque nosotros vivimos en él, haya sido creado para una docena de gentecillas soberbias? ¡Pues qué! ¿Porque el Sol acompasa nuestros días y nuestros años, sólo por eso ya vamos a pensar que ha sido creado para que su luz impida que vayamos dándonos de cabezadas contra las paredes? No, no; si este Dios visible alumbra al hombre no es sino por accidente, como la antorcha del rey, también por accidente, alumbra al esbirro que pasa por la calle.» «Pero -me replicó él-, si, como vos afirmáis, las estrellas fijas son otros tantos soles, podría de ello deducirse que el mundo era infinito, puesto que es verosímil que los pueblos de ese mundo que están alrededor de una estrella fija que vos suponéis un sol, descubran además otras estrellas fijas que nosotros no podríamos descubrir desde aquí, y así se seguiría hasta el infinito.» «No lo dudéis -respondí yo-; así como Dios ha podido hacer inmortal el alma, ha podido hacer infinito el mundo, suponiendo que sea verdad que la eternidad es tan sólo una permanencia sin interrupción y el infinito una extensión sin límites. Por otra parte, Dios, a su vez, sería finito si se supusiese que el mundo no era infinito, puesto que no podría ser o no habría nada, y puesto que Él no podría acrecer el tamaño del mundo sin añadir algo también a su propia extensión, empezando por estar allí en donde antes no estaba. Es, pues, preciso creer que así como nosotros desde aquí vemos a Saturno y a Júpiter, así también, si estuviésemos en alguno de estos dos mundos, descubriríamos muchos otros más que ahora no vemos, pues el universo hasta el infinito está de este modo constituido.»
«Pobre de mí -me replicó él-; por más que decís, no puedo comprender del todo ese infinito de que habláis.» «¡Ah! -le dije yo-, decidme si acaso comprendéis mejor la nada que hay más allá de él. Tampoco. Porque cuando penséis en esa nada os la imaginaréis, por lo menos, como viento o como aire, y eso ya es alguna cosa; pero el infinito, si no podéis comprenderlo en su universalidad, al menos lo concebís por partes, puesto que no es difícil imaginar más allá de la porción de tierra o de aire que nosotros vemos, fuego, otro aire y otra tierra. Por lo demás, el infinito no es otra cosa que un tejido sin límites de todo esto. Ahora bien: si me preguntáis de qué modo han sido hechos todos estos mundos, siendo así que la Santa Escritura habla tan sólo de uno, que creó Dios, yo os contestaré que no puedo discutir sobre este punto, porque si me obligáis a daros razones de lo que sólo mi imaginación las tiene, con esa demanda me dejáis sin palabras si no son las que necesito para confesaros que mi razonamiento en esta clase de problemas siempre dará preferencia a mi fe.» Él me dijo que realmente su pregunta era censurable y que volviese yo a desenvolver mi idea. «De suerte -añadí yo entonces-, que todos estos otros mundos que no se ven o que tan sólo se distinguen confusamente no son más que la espuma de los soles que se purgan. Porque, ¿cómo podrían existir esos grandes fuegos si no estuviesen ligados a alguna materia que los nutriese? Por tanto, así como el fuego expulsa de su seno la ceniza que ahoga su llama, del mismo modo que el oro en su crisol se desprende, para purificarse, de la marcasita que debilita su quilate, y como nuestro corazón se desprende por medio del vómito de los humores indigestos que lo emponzoñan, así estos soles se limpian todos los días purgándose de los restos de las materias que estorban su fuego. Pero cuando ya hayan consumido esta materia que les mantiene, no dudéis que se extenderán dilatándose por todas partes para buscar otro pasto, y que se unan a todos los mundos que hayan creado otras veces y principalmente a los que encuentren más cercanos; entonces estos grandes fuegos, rebullendo todos los cuerpos, los irán rechazando confusamente de todas partes como antes, y habiéndose purificado poco a poco empezarán a servir de soles a otros pequeños mundos que engendrarán, empujándolos más allá de sus esferas. Esto es, sin duda, lo que ha hecho que los pitagóricos predijeran la atracción universal. No es esto una fantasía ridícula. La Nueva Francia, en cuyas tierras ahora estamos, es un elemento convincente. Este vasto continente de América es una mitad de la Tierra que, a pesar de nuestros predecesores que mil veces habían atravesado el Océano, aún no había sido descubierta, y antes, hasta puede afirmarse que no existía, como muchas islas, penínsulas y montañas que se han erguido sobre nuestro planeta cuando las herrumbres del Sol por él eliminadas han sido lanzadas bastante lejos y condensadas en masas bastante pesadas para ser atraídas hacia el centro de nuestro mundo, acaso en pequeñas partículas, o tal vez, de pronto, en grandes masas. No es esto muy absurdo, y quizá san Agustín lo hubiese realizado en su tiempo, ya que este grande personaje, cuyo genio con tan luminoso fuego estaba encendido, asegura que en su tiempo la Tierra era achatada como un horno y que nadaba sobre las aguas como una media naranja. Pero si alguna vez tengo yo el honor de veros en Francia os haré notar, por medio de un excelente anteojo, que ciertas oscuridades que desde aquí parecen sombras son mundos que se están formando.»