Mis ojos, que al acabar estas palabras ya se me iban cerrando, obligaron a salir al virrey. El día siguiente y otros sucesivos los pasamos en semejantes razones. Pero como algún tiempo después las vicisitudes de los asuntos de la provincia suspendieron nuestra filosofía, otra vez volví con el mayor empeño a mi deseo de subir a la Luna.
Tan pronto como ésta amanecía yo me iba por los bosques soñando en la realización y el éxito de mi empresa, y por fin en vísperas de san Juan, mientras todos estaban en el fuerte reunidos en consejo para determinar si se prestarían socorros a los salvajes del país en sus luchas contra los iroqueses, yo me fui solo por las espaldas de nuestra casa hasta la cima de una montaña no muy grande, donde veréis lo que me sucedió. Había construido yo una máquina y creía que sería capaz para elevarme todo lo que yo quisiera, porque, no faltándole nada de lo que yo pensaba que era necesario, me senté dentro de ella y me precipité en el aire desde la cima de una roca; pero por no haber calculado bien las medidas me caí rudamente en el valle. Y aunque había quedado muy maltrecho, me volví a mi cuarto y sin encogérseme el ánimo, con algo de medula de buey me unté el cuerpo desde la cabeza hasta los pies, pues todo él lo tenía quebrantado. Y así que me tomé una botella de esencia cordial para fortificarme el corazón, volví en busca de mi máquina; pero ya no la hallé, pues ciertos soldados que habían sido enviados al bosque a cortar leña para encender las hogueras de san Juan, como toparan con ella casualmente, la habían llevado al fuerte, en donde tras algunas explicaciones de lo que pudiera ser, y habiendo descubierto el mecanismo del resorte, algunos dijeron que había que atarles muchos cohetes voladores, porque habiéndoles levantado muy alto, con su rapidez y agitando el resorte de sus grandes alas, nadie dejaría de tomar esta máquina por un dragón de fuego. Yo estuve buscándola mucho tiempo y la encontré por fin en medio de la plaza de Quebec, cuando ya iban a prenderle fuego. Y tan grande fue mi dolor al ver en considerable peligro la obra de mis manos que fui corriendo a coger el brazo del soldado que encendía el fuego. Le arranqué la mecha y frenéticamente me metí en mi máquina para romper el artificio de que la habían rodeado. Pero ya llegué tarde, porque apenas hube metido los pies fui elevado hacia las nubes. El horror que me invadió no me consternó tanto ni alteró mis facultades hasta el punto de que no pueda acordarme de todo lo que en aquel momento me sucedió. Porque en el mismo instante en que la llama devoró parte de los cohetes que estaban dispuestos en grupos de seis por medio de una atadura que reunía cada media docena, otros seis se encendieron y luego otros seis, de tal modo que el salitre, al encenderse, al mismo tiempo que acrecía el peligro, lo alejaba. Sin embargo, cuando ya estuvieron consumidos todos los cohetes, el artificio faltó, y cuando ya soñaba yo dejarme la cabeza pegada a cualquier montaña, sentí sin moverme casi que mi elevación continuaba y que libertándose de mí la máquina, volvía a caer sobre la Tierra. Esta aventura tan extraordinaria me ensanchó el corazón con una alegría tan poco común, que, transportado por verme fuera de un peligro seguro, tuve el atrevimiento de filosofar sobre esto, y buscando con la razón y con los ojos cuál pudiera ser la causa, advertí que mi carne estaba hinchada y todavía grasienta con la grasa de la medula que yo me había untado en las contusiones de mi porrazo; entonces me di cuenta de que como iba descendiendo y como la Luna durante este cuadrante había tenido costumbre de sorber la medula de los animales, se bebía la que yo me había untado, con tanta fuerza como era menor la distancia que de mí la separaba, y que no debilitaba en su vigor la interposición de nube alguna.
Cuando ya hube atravesado, según el cálculo que yo me hice después, mucho más de las tres cuartas partes del camino que separa la Luna de la Tierra, me vi de pronto dar con los pies en alto, y esto sin que me cayese de ninguna manera, y no me hubiese dado cuenta de ello, seguramente, si no hubiera notado gravitar sobre mi cabeza la carga pesada de mi cuerpo. Yo me daba muy buena cuenta de que no caía hacia la Tierra, porque aunque me encontrase entre dos lunas y aunque notase perfectamente que a medida que me acercaba a una de ellas me alejaba de la otra, estaba convencido de que la más grande era nuestro planeta, porque como al cabo de uno o dos días de viaje las refracciones alejadas del Sol venían a confundir la diversidad de los cuerpos y de los climas, se me aparecía ya solamente como una gran placa de oro. Esto me hizo pensar que iba dirigiéndome hacia la Luna, y me confirmé en esta opinión cuando recordé que había empezado a caer a las tres cuartas partes de mi camino, porque, me decía yo para mis adentros, como esta masa es menor que la nuestra, es lógico también que su esfera de actividad sea de menos extensión y que, por consiguiente, haya sentido más tarde la fuerza de su centro.
En fin, después de haber gastado mucho tiempo en caer (a lo que yo imagino, porque la violencia del precipicio no me permitió observarlo bien), de lo más remoto de que me acuerdo es que me encontré con un árbol enredado entre tres o cuatro ramas bastante gruesas que yo había roto al caer y con la cara mojada por los surcos de una manzana que se me había reventado encima.
Por fortuna, este paraje era como bien pronto sabréis…
Así podréis imaginar que sin la circunstancia de este azar ya hubiese perecido mil veces. Frecuentemente he reflexionado sobre la vulgar creencia de que al caer de un sitio muy alto antes de llegar a la Tierra se ha perecido ahogado; y del hecho de mi aventura he deducido que miente esta vulgar creencia, o bien que el jugo enérgico de aquella fruta, que lo fue destilando en mi boca, llamara otra vez a mi alma a lo interno de mi cadáver todavía tibio y dispuesto para las funciones de la vida. En efecto: tan pronto como estuve en tierra se me fue el dolor del cuerpo antes que de mi memoria saliese; y el hambre que durante mi viaje había dado mucho que hacer a mi deseo, sólo me dejó en lugar suyo un recuerdo vago de haberlo perdido.
Tan pronto como me levanté y vi el más grande de los cuatro ríos que forman un lago al reunirse, el espíritu o el alma invisible de los simples que se exhalan sobre esta comarca vino a dar contento a mi olfato, y me apercibí de que los guijarros no eran duros ni toscos, sino que parecían tener la solicitud de ablandarse cuando por encima de ellos se caminaba. Vi después una estrella de cinco puntas de las cuales nacían unos árboles que por su altura enorme parecían levantar hasta el cielo la meseta de una alta montaña. Y pasando mis ojos por ellos desde la raíz hasta el vértice de su copa y precipitándolos luego desde lo más alto hasta la raíz, dudaba si la Tierra era la que lo soportaba, o si eran ellos los que llevaban la Tierra colgada de sus raíces; su frente soberbiamente erguida parecía también plegarse como obligada por fuerza sobre la pesadez de los globos celestes, cuya carga parecía que gimiendo soportaban; sus brazos tendidos hacia el cielo acreditaban, abrazándolo, pedir a los astros la benignidad íntimamente pura de sus influencias y recibirlos cuando todavía no perdieron su inocencia en el lecho de los elementos. Por doquiera las flores aquí, sin los cuidados de otro jardinero que la libre Naturaleza, con tal dulce aliento respiran, que aun siendo salvajes despiertan y halagan el sentido; aquí el arrebol de una rosa sobre el escaramujo y el azul clarísimo de una violeta sobre el césped no dejan libertad a la que tienen los sentidos para escoger, y de tal modo rivalizan en belleza, que no se sabe cuál de ellas es la más hermosa; aquí la primavera ordena todas las estaciones; aquí no crece planta venenosa sin que luego perezca en castigo a la traición que hizo al prado; aquí los riachuelos suavemente murmurando cuentan a los guijarros el viaje de su cristal; aquí mil pequeñas gargantas de pluma hacen sonoro el bosque con el ruido de sus melodiosos cantos; y la trinadora asamblea de estos músicos divinos y tan numerosa, que en este bosque cada hoja parece convertirse en el pico y la figura de un ruiseñor; y hasta el mismo eco, tanto contento recibe con sus canciones, que al oír cómo las repite pudiera pensarse que quería aprendérselas de memoria. Al lado de estos bosques se ven dos praderas cuyo gay verdor continuo ofrece a los ojos una esmeralda infinita. La confusa mezcla de colores con que la primavera adorna a cien flores diminutas, funde todos los matices entre sí con tan agradable confusión, que no se sabe si estas flores, cuando un dulce céfiro las mueve, corren para huirse unas a las otras o lo hacen esquivando las caricias del viento que las agita. Muchas veces se creería que esta pradera es un océano, porque, como el mar, no ofrece a la vista límite; de manera que mis ojos, asombrados de haberla recorrido hasta tan lejos sin descubrir su límite, condujeron hacia él mi entendimiento; y con éste, pensando si aquel límite sería la extremidad del mundo, quería persuadirse de que tan encantadores sitios acaso habían obligado al cielo a unirse con la Tierra. En medio de un tapiz tan vasto y tan risueño corre a borbotones la plata de una rústica fuente, que corona sus bordes con un césped esmaltado de francesillas y de otras cien humildes flores que parecen apretarse para ver cuál de ellas se mirará primero en el cristal de la fuente; ésta todavía está en su cuna, pues no ha hecho más que nacer, y su rostro joven todavía no lo cruza ni un solo pliegue. Las grandes ondas que esparce y que vuelven mil veces a su seno muestran con cuánto disgusto sale esta agua de la tierra en que nace; y como si estuviese vergonzosa de sentirse acariciada tan cerca de su madre, rechazó murmurando a mi mano que la quería tocar. Los animales que hasta su borde venían para satisfacer la sed, más razonables que los de nuestro mundo, mostraban quedarse suspensos al contemplar la luz de pleno día en el horizonte, mientras veía el Sol en los antípodas, y no osaban inclinarse hacia su borde temerosos de anegarse dentro del cielo falso de la fuente.