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En eso estaba de su discurso cuando mi batelero se apercibió de que las gentes empezaban a aburrirse de mi jerigonza, que no entendían y que les parecía un runrún inarticulado. Se puso a tirar de mi cuerda a más y mejor, hasta que hartos de reír los espectadores, asegurando que tenía tanto espíritu como las bestias de su país, fueron cada uno a sus casas. Con las visitas que este oficioso demonio me hacía, endulzaba yo las durezas del mal trato de mi amo. Porque juzgad qué mal me hubiese entendido con las gentes que venían a verme, no conociendo yo su lengua ni ellos la mía y considerándome además por un animal de los más ilustres entre la raza de los brutos. Y el desconocer las lenguas obedecía a que, como vosotros sabréis, en este país sólo se usaban dos idiomas: uno, que lo hablaba la grandeza, y el otro, que era patrimonio del pueblo. El primero, el de la grandeza, es tan sólo un conjunto de matices de tonos no articulados, poco más o menos parecidos a nuestra música, cantada sin letras; y a fe mía que es esto una invención muy armónica, muy útil y muy agradable, porque cuando les viene el cansancio del habla o cuando desprecian malgastar su garganta en este uso, cogen un laúd u otro instrumento y de él se sirven como de la voz para comunicarse su pesar; así, que muchas veces estarán hasta quince o veinte tratando en compañía de un asunto teológico, o de las dificultades de un proceso, y lo harán con el más armonioso concierto que puedan halagar oídos.

La segunda habla, que por el pueblo es usada, consiste en un estremecimiento de todos los miembros; pero no dicen acaso lo que uno se imagina porque tal vez ciertas partes del cuerpo vengan de suyo a expresar la totalidad de un discurso. Por ejemplo: el agitar una mano, o una oreja, o un labio, o un brazo, o un ojo, o una mejilla, constituirán por sí solos una oración o un período con todas sus partes. Otros movimientos sirven para expresar una palabra, como el mostrar una arruga de la frente u otros diversos estremecimientos de los músculos, o el girar las manos, o el patalear, o el contorsionar los brazos. Así es que, cuando hablan, teniendo como tienen la costumbre de andar desnudos, sus miembros, acostumbrados a esta gesticulación para expresar sus ideas, de tal modo se remueven, que ya no parecen hombres que hablan, sino cuerpos llenos de temblor.

Casi todos los días venía mi demonio a visitarme y las maravillas de su charla me hacían pasar sin enojos las violencias de mi cautiverio. En fin, una mañana vi entrar en mi albergue a un hombre que no conocía y que habiéndome lamido durante mucho tiempo, suavemente me cogió de un mordisco por la remolacha y estirándome de una de las piernas, con lo que se ayudaba a sostenerme temeroso de que me hiriese, me cargó sobre sus espaldas, en las que me encontré tan muellemente y tan a mi gusto, que, a pesar de la aflicción que me producía el verme tratado como una bestia, no tuve ningún deseo de salvarme. Además, estos hombres que andan a cuatro patas lo hacen con una velocidad muchísimo mayor de la nuestra, puesto que hasta los que son pesados pueden alcanzar un ciervo en su carrera.

Mucho, a pesar de todo, me apenaba el estar sin noticias de mi cortés demonio; mas he aquí que en la noche de mi primera jornada, cuando llegué al sitio de descanso y estaba paseándome por el patio de la hospedería esperando que estuviese presta la comida, un hombre muy joven y bastante hermoso vino hacia mí y riéndose en las barbas me tiró al cuello sus dos pies de delante. Cuando ya le hube observado algún tiempo me dijo él en francés: «¿Cómo, ya no conoces a tu amigo?». Dejo a vuestra consideración pensar cuál sería el estado de mi ánimo, porque quedé tan suspenso, que desde entonces pensé que todo el globo de la Luna, todo lo que me había sucedido y todo lo que yo veía no era sino arte de encantamiento; y este hombre-bestia, que era el mismo que me había servido de montura, siguió hablándome con estas razones: «Me habíais prometido que nunca perderíais la memoria de los buenos servicios que os tengo hechos, y, sin embargo, ¡parece que nunca me hayáis conocido!». Pero viendo que no volvía yo de mi asombro, añadió: «Bueno; soy el demonio de Sócrates». Estas palabras aumentaron mi asombro, y para sacarme de él, el demonio me dijo: «Yo soy el demonio de Sócrates que os ha divertido durante vuestra prisión y que, para seguir dispensándoos su favor, se ha revestido del cuerpo con el cual os llevó ayer». «Pero ¿cómo puede ser esto así -le interrumpí yo-, si ayer teníais una estatura tan considerable y hoy sois tan pequeño? ¿Si ayer teníais una voz débil y cortada, y hoy la tenéis clara y vigorosa? ¿Si ayer, en fin, erais un viejo muy encanecido, y hoy sois un hombre joven? ¡Cómo! ¿Así como en mi país la gente desde que nace camina hacia la muerte, los animales de este mundo van de la muerte hacia el nacer, y rejuvenecen cuando más viejos son?» «Tan pronto como hablé con el príncipe -me dijo él-, después de recibir la orden de conduciros a la corte, fui a buscaros allí donde estabais, y luego de haberos traído hasta aquí he sentido el cuerpo cuya forma había tomado yo, tan lleno de cansancio, que todos los órganos me negaban sus funciones ordinarias. Entonces me fui camino del hospital, donde encontré el cuerpo de un hombre joven que acababa de morir en virtud de un accidente bastante raro, y a pesar de ello bastante conocido en este país…; yo me acerqué a él fingiendo creer que todavía tenía movimiento y diciendo a los que estaban presentes que no había muerto y que lo que ellos consideraban como su muerte era tan sólo un letargo. Y dicho esto, y procurando no ser advertido, acerqué mi boca a la suya y por ella me introduje como un soplo. Entonces mi viejo cadáver cayó y, como si yo en realidad hubiese sido aquel joven me levanté dejando allí a los que presenciaron esto gritando: "¡Milagro! ¡Milagro!"» En esto vinieron a llamarnos a comer, y yo seguí a mi guía hasta una sala magníficamente amueblada, pero en la que no vi nada dispuesto para la comida. Tan gran carencia de vianda cuando ya estaba yo pereciendo de hambre me hizo preguntar a mi guía dónde habían puesto el cubierto. No tuve tiempo a escuchar lo que me contestó, porque tres o cuatro mozos, hijos del huésped, se acercaron a mí en aquel instante y con mucha ciudadanía me despojaron hasta de la camisa. Me dejó tan suspenso esta ceremonia, que no tuve ni siquiera alientos para preguntar a mis ayudas de cámara por la causa de este despojo. Ni sé siquiera cómo mi guía, al preguntarme con qué vianda quería empezar, pudo hacerme pronunciar estas dos palabras: «Un potaje». Apenas las había proferido cuando me llegó el olor del más suculento guisado que halagó narices de rico. Quise levantarme de mi sitio para averiguar el origen de tan halagüeño aroma; pero mi guía me lo impidió: «¿Adónde queréis ir? -me preguntó-. Ya iremos luego de paseo, pero ahora es razón que comamos. Acabad vuestro potaje y luego haremos que nos sirvan otra cosa». «Pero ¿en dónde diablos está tal potaje? -le contesté yo montando en cólera casi-. ¿Os habéis apostado con alguien burlaros de mí todo el día?» «Es que yo creía -me contestó él- que en la ciudad en que antes estabais ya habríais visto a vuestro batelero o a cualquier otro comer sus viandas; por eso no os había advertido cómo se nutren aquí las gentes. Pues sabed desde ahora que no se nutren más que del olor. El arte de la cocina es encerrar en grandes vasijas, dispuestas para el caso, el aliento que de las viandas surte al guisarlas; y cuando se han concentrado muchas clases y diferentes gustos, según el apetito de los comensales, se abren las vasijas en que ese olor está contenido, y después se abren otras, y así hasta que la gente está ya sacia. Al menos que no hayáis vivido ya de esta manera, nunca podréis creer que la nariz, sin dientes y sin garganta, pueda servir para nutrir al hombre haciendo las veces de boca; pero yo quiero demostrároslo por vuestra propia experiencia».

No bien hubo él acabado de decirme esto, sentí entrar sucesivamente en la sala tan agradables vapores y tan sabrosamente nutritivos, que en menos de un cuarto de hora sentí mi hambre del todo saciada. Y cuando nos levantamos mi acompañante me dijo: «No debe esto sorprenderos mucho, porque no es razón que habiendo vos vivido tanto no hayáis observado que en vuestro mundo los cocineros, los pasteleros y los reposteros, que comen menos que las personas que se dedican a cualquier otro oficio, están, sin embargo, más gruesos. ¿Y de dónde les vendría, si no fuese de este buen vapor que constantemente les rodea y penetra sus cuerpos y les nutre, de dónde les vendría, os pregunto, ese bienestar? Por esto mismo las personas de este mundo gozan de una salud más vigorosa y más constante, porque su nutrición no deja casi excrementos, que son el origen de casi todas las enfermedades. Acaso a vos os haya sorprendido el que antes de la comida os hayan desnudado, pues esta costumbre no se usa en vuestro país; pero en éste está muy en boga, y se hace así para que el cuerpo se halle más dispuesto a la aspiración del humo». «Señor -le repliqué yo-, en eso hay gran apariencia de verdad, y yo mismo, por mi experiencia, he podido comprobarlo; pero os confieso que como no puedo desembrutecerme tan aprisa, me sería muy grato aún poder tener entre mis dientes algún pedazo palpable.» Prometió acceder a este deseo, pero no hasta el día siguiente, porque el comer tan luego de nuestro yantar, según me dijo, pudiera producirme una indigestión. Aún estuvimos hablando un rato y después subimos a nuestra habitación para acostarnos. Un hombre, en lo alto de la escalera, se presentó a nosotros y después de mirarnos atentamente me condujo a mí a una alcoba cuyo piso estaba cubierto con flores de azahar hasta una altura de tres pies, y a mi demonio le llevó a otra alcoba llena de claveles y jazmines. Viendo que yo me asombraba con toda esta magnificencia, me dijo que así eran las camas del país. Finalmente, nos acostamos cada uno en nuestra celda, y cuando ya estuve tendido sobre mis flores, vi, al resplandor de una treintena de gruesos gusanos luminosos, cerrados en un vaso de cristal (pues éstas son las lámparas que en este país se usan), a los tres o cuatro muchachos que me habían desnudado durante la cena; uno de ellos púsose a acariciarme los pies, el otro los muslos, el otro el costado y el otro los brazos, y todos cuatro con tanto mimo y tan gran delicadeza, que al punto me sentí por completo dormido. Al día siguiente, con la luz del Sol, vi entrar a mi demonio. «Quiero cumpliros mi palabra -me dijo-; hoy desayunaréis más sólidamente que cenasteis ayer.» Al oír estas palabras yo me levanté y él, cogiéndome de la mano, me condujo a un jardín que había detrás de nuestra posada, en el cual uno de los hijos del hostelero nos estaba esperando con un arma en la mano, casi en todo parecida a nuestros fusiles. Le preguntó a mi guía si yo quería una docena de alondras, porque los orangutanes (que por tal él me tenía) se nutrían con la carne de estos pájaros. Apenas hube yo contestado que sí, cuando el cazador descargó un tiro de fuego y veinte o treinta alondras cayeron a nuestros pies, asadas y todo. «¡Aquí vendría como anillo al dedo -pensé yo en seguida- lo que se dice en un refrán de nuestro mundo acerca de un país en que las alondras caigan asadas y todo!»