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Volví a Lima, ingresé a la Universidad, mi familia estaba persuadida de que debía ser abogado porque tenía un fuerte espíritu de contradicción y detestaba las matemáticas. Pero, consecuente con este espíritu de contradicción, cambié pronto las leyes por las humanidades. Para entonces ya llevaba algún tiempo escribiendo cuentos, poemas, y hasta había acabado una pieza de teatro (con incas). Pero la primera cosa que creí escribir en serio, trabajando fuerte varias semanas, fue una novela corta o relato largo donde traté de construir una historia inspirada, justamente, en esos recuerdos que tenía de Piura: «la casa verde» y la Mangachería. Recuerdo mal el relato, se me han esfumado los personajes y la anécdota. Sólo sé que era una especie de tragedia, inyectada de sangre y fanatismo. Me sentí un pavo real cuando lo terminé; pensé que ya era un escritor. Lo di a leer a un amigo cuyo juicio literario respetaba, y él me abrió los ojos sin contemplaciones. «Prefiero el original» me dijo. «Tu relato se parece demasiado a La letra escarlata, de Hawthorne.» Y, en efecto, me probó que mi historia repetía con fidelidad algunos detalles de La letra escarlata. Fue un golpe bastante duro. Yo era vaga, angustiosamente consciente de las huellas que Darío, Neruda, Vallejo dejaban en los poemas que escribía, pero con este relato había tenido la certeza de escribir algo personal. No había sospechado ni remotamente, mientras trabajaba ese texto, que repetía a Hawthorne. Y como la novela de éste, en efecto, me había impresionado mucho, pensé que tenía pocas esperanzas como escritor. Furioso conmigo y con todos, hice pedazos el manuscrito y olvidé «la casa verde», las habitantas y los mangaches. Creí que los olvidaba. Lo cierto es que seguirían allí, tercos hirientes, en el fondo de mi memoria.

A pesar de esta lastimosa experiencia como creador, seguí escribiendo mientras estudiaba en la Universidad, pero no con la idea de llegar a ser un día un escritor. Es muy difícil pensar en «ser un escritor» si uno ha nacido en un país donde casi nadie lee: los pobres porque no saben o porque no tienen los medios de hacerlo y los ricos porque no les da la gana. En una sociedad así, querer ser un escritor no es optar por una profesión sino un acto de locura. En esos años, pues, yo no me atrevía a alentar siquiera la ambición de ser alguna vez sólo un escritor: un día me decía que, después de todo, por qué no ser abogado; al siguiente que sería profesor, al otro que tal vez lo sensato era el periodismo. Cambiaba mis decisiones y mis profesiones todo el tiempo y, a la vez, seguía escribiendo, en secreto, como quien practica una vocación vergonzosa. Así pasaron cinco años; en 1957 terminé mis estudios. Había comenzado a trabajar como auxiliar del curso de literatura peruana en la Universidad de San Marcos y todo indicaba que sería un profesor. Al año siguiente obtuve una beca para hacer estudios de doctorado en Madrid y ya estaba preparando las maletas cuando llegó a Lima un antropólogo mexicano, el Dr. Juan Comas. Venía al Perú para realizar ciertas investigaciones en las tribus de la Amazonía. Entre la Universidad de San Marcos y el Instituto Lingüístico de Verano le habían organizado una expedición y, por la amistad de una de las organizadoras, Rosita Corpancho, tuve la suerte de formar parte del pequeño grupo que acompañó al Dr. Comas. Estuvimos en la selva unas cuantas semanas, viajando en un escueto hidroavión y en canoa, sobre todo por la región del Alto Marañón, donde se hallan, diseminadas en un amplio territorio, las tribus aguarunas y huambisas. Así fue que conocí esa pequeña localidad, Santa María de Nieva, el otro escenario de La casa verde. Este recorrido por el Perú amazónico fue, también, una conmoción para mí. Descubrí un rostro de mi país que desconocía por completo; creo que hasta entonces la selva era un mundo que sólo presentía a través de las lecturas de Tarzán y de ciertos seriales cinematográficos. Allí descubrí que el Perú no sólo era un país del siglo veinte, con abundantes problemas, desde luego, pero que participaba, aunque fuera de manera caótica y desigual, de los adelantos sociales, científicos y técnicos de nuestro tiempo, como puede uno creerlo si no se mueve de Lima o de la costa, sino que el Perú era también la Edad Media y la Edad de Piedra. Descubrí que en esa apartada región (apartada por la falta de comunicaciones, pero situada a pocas horas de vuelo de Lima), la vida era para los peruanos algo retrasado y feroz, que la violencia y la injusticia eran allí la ley primera de la existencia, pero no de la compleja, refinada, «desarrollada» manera que en Lima, sino del modo más inmediato y descarado. Cuando el antropólogo mexicano y sus acompañantes volvimos a Lima, yo traía conmigo un pequeño lagarto embalsamado por los shapras, un arco y unas flechas shipibos, y, sobre todo, una muchedumbre de recuerdos del viaje. En los años siguientes, de esa masa de cosas vistas y oídas, tres iban a prevalecer, como las imágenes más belicosas.

La primera era la Misión de Santa María de Nieva. El pueblecito había surgido alrededor de esa Misión, fundada en la década de los cuarenta, parece, por misioneras españolas que llegaron a esa inhóspita zona con el propósito de evangelizar a los huambisas y a los aguarunas. Nosotros tuvimos ocasión de conocer de cerca a las misioneras. Pudimos ver la dura vida que llevaban en ese lugar que, durante los meses de lluvias, cuando los Pongos que lo cercan se convierten en torrentes homicidas, quedaba desconectado del mundo. Pudimos ver el sacrificio enorme que exigía de ellas permanecer en Santa María de Nieva. Las caras gordas y rosadas de las monjitas gallegas, o las morenas de las andaluzas habían sido avenadas por los insectos y por las fiebres, y alguna de ellas, entre las más ancianas, comenzaba a olvidar su lengua, a chapurrear el español empobrecido de los indígenas. Sin ninguna duda, el caso personal de estas misioneras era digno de respeto y hasta de admiración. Pero, al mismo tiempo, pudimos ver cómo todos esos heroísmos, en lugar de alcanzar la meta que los inspiraba, conseguían exactamente lo contrario, y cómo las buenas misioneras no se percataban ni remotamente de ello. ¿Qué ocurría? Las Madres habían construido una escuela para los aguarunas. Querían enseñarles a leer y a escribir, a hablar castellano, a no vivir desnudos, a adorar al verdadero Dios. El problema había surgido poco después de abierta la escuela: las niñas aguarunas no venían a la Misión, sus padres no se daban el trabajo de mandarlas. Aunque la distancia que separa a los poblados aguarunas de Santa María de Nieva no es grande en kilómetros, el hecho de que el único medio de transporte sea el río, hace que el viaje demore horas y en ciertos casos días. Ésta era una de las razones por las que la Escuela Misional escaseaba de alumnas. Pero la razón principal era, probablemente, que las familias aguarunas no querían que sus hijas fueran «civilizadas» por las Madres. ¿Y por qué se oponían a ello? Porque maliciaban que una vez «civilizadas» las niñas no querrían ya saber nada con sus tribus ni sus familias. Éste era el motivo, sin duda, por el cual se negaban a confiar a sus hijas a las empeñosas monjitas. El problema había sido resuelto de modo expeditivo. Cada cierto tiempo un grupo de Madres salía, acompañado por una patrulla de guardias, a recolectar alumnas por los caseríos del bosque. Las Madres entraban a las aldeas, elegían a las niñas en edad escolar, las llevaban a la Misión de Santa María de Nieva y los guardias estaban allí para neutralizar cualquier resistencia. En la Misión las niñas permanecían dos, tres, cuatro años, y, efectivamente, eran civilizadas. Aprendían el lenguaje de la civilización, las costumbres civilizadas, leer, escribir, coser, bordar, y, naturalmente, la «verdadera religión». Aprendían a llevar ropas, a usar zapatos, a cortarse los cabellos, a odiar su condición anterior, a avergonzarse de sus antiguas creencias y costumbres. Pero ¿qué sucedía una vez que estas niñas habían sido debidamente preparadas para la civilización? El problema que se les presentaba a las Madres era enorme, porque en Santa María de Nieva no existía nada que se pareciera a la vida civilizada: allí imperaba la barbarie. ¿Qué podían hacer con estas niñas? ¿Devolverlas a las tribus, a sus familias? Hubiera sido absurdo y cruel regresarlas a un sistema de vida que les habían enseñado, sistemáticamente, a aborrecer y al que estas muchachas debían recordar ya con espanto. Ellas difícilmente podrían adaptarse a vivir como antes, semi-desnudas, adorando serpientes o árboles, a ser una de las dos o tres mujeres-esclavas de un cacique. Pero estas niñas tampoco podían permanecer indefinidamente con las Madres, debían dejar sitio a las nuevas alumnas. ¿Cómo resolvían las monjitas este segundo problema? Confiaban a muchas de estas niñas a los representantes de la civilización que pasaban por Santa María de Nieva: oficiales de las guarniciones de frontera, comerciantes de Bagua, Contamana o Iquitos, ingenieros y técnicos que hacían prospecciones petrolíferas en la región. Las Madres entregaban estas niñas como sirvientas o empleadas, con toda clase de recomendaciones. Querían estar seguras de que las muchachas no perderían, en sus flamantes y alejados hogares, lo que habían ganado en la Misión. Se hacían prometer que en las nuevas familias las muchachas seguirían instruyéndose, civilizándose. Y los oficiales, comerciantes e ingenieros hacían todos los juramentos necesarios: irían a misa cada domingo, claro que sí; estarían bien vestidas y serían bien tratadas, claro que sí. A veces, los representantes de la civilización en vez de una se llevaban dos y hasta tres aguarunas: para unos amigos, para unos parientes. Así partían estas muchachas de la selva hacia las ciudades, hacia Lima, donde, previsiblemente, terminarían sus días como cocineras o niñeras, en las cuevas de las barriadas o en «las casas verdes». Sin quererlo ni saberlo, a costa de tremendos trabajos, las Madres de Santa María de Nieva estaban haciendo de proveedoras de domésticas para familias de clase media, y poblando con nuevas inquilinas el infierno de las barriadas y los prostíbulos de la civilización. La extraordinaria ambigüedad de todo esto me resultó casi tan impresionante como el invisible drama del que las amables monjitas de la Misión eran ciegas oficiantes.