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«Acercaos», dijo. «No sois vosotros los culpables de todo esto, sino Agamenón. Acercaos, no tengáis miedo de mí.» Luego llamó a Patroclo y le pidió que cogiera a Briseida y se la entregara a aquellos dos escuderos, para que se la llevaran. «Vosotros sois mis testigos", dijo mirándolos. «Agamenón está loco. No piensa en lo que sucederá, no piensa en el momento en que se me necesitará para defender a los aqueos y sus naves, no le importa nada ni del pasado ni del futuro. Vosotros sois mis testigos: ese hombre está loco.»

Los dos escuderos se pusieron en camino, remontando el sendero entre las naves veloces de los aqueos, varadas en la playa. Detrás de ellos caminaba Briseida. Hermosa, caminaba triste, y de mala gana.

Aquiles los vio partir. Y entonces fue a sentarse, solo, en la ribera del mar blanco de espuma, y rompió a llorar, con esa infinita llanura frente a él. Era el señor de la guerra y el terror de todos los troyanos. Pero rompió a llorar y como un niño se puso a invocar el nombre de su madre. Desde lejos, entonces, vino ella, y se le apareció. Se sentó junto a él y se puso a acariciarlo. En voz baja, lo llamó por su nombre, «Hijo mío, ¿por qué te trajo a este mundo esta madre infeliz? Tu vida será breve, por lo menos pudieras pasarla sin lágrimas, y sin dolor…» Aquiles le preguntó: «¿Tú puedes salvarme, madre?, ¿puedes hacerlo?» Pero la madre tan sólo le dijo: «Escúchame: permanece aquí, cerca de las naves, y no vayas al campo de batalla. Guarda tu cólera hacia los aqueos y no cedas a tus deseos de guerra. Te lo digo: un día te ofrecerán espléndidos dones y te los darán por tres veces debido a la ofensa que has sufrido.» Luego desapareció y Aquiles permaneció allí, solo: su ánimo estaba lleno de cólera por la injusticia sufrida. Y su corazón se atormentaba a causa de la nostalgia que sentía por el grito del combate y el estrépito de la guerra.

Yo volví a ver mi ciudad cuando la nave, gobernada por Ulises, entró en el puerto. Amainaron las velas, luego a remo se acercaron hasta el fondeadero. Echaron las anclas y ataron las amarras de popa. Primero descargaron los animales para el sacrificio a Apolo. Luego Ulises me cogió de la mano y me condujo a tierra. Me llevó hasta el altar de Apolo, donde me esperaba mi padre. Me dejó ir y mi padre me cogió entre sus brazos, conmovido por la alegría.

Ulises y los suyos pasaron aquella noche cerca de su nave. Al alba, desplegaron las velas al viento y partieron de nuevo. Vi la nave corriendo ligera, con las olas rebullendo de espuma a ambos lados de la quilla. La vi desaparecer en el horizonte. ¿Podéis imaginaros cómo fue mi vida a partir de entonces? De vez en cuando sueño con polvo, armas, riquezas, y jóvenes héroes. Siempre es en el mismo sitio, en la orilla del mar. Huele a sangre y a hombres. Yo vivo allí, y el rey de reyes echa por la borda su vida y la de su gente, por mí: por mi belleza y mi gracia. Cuando me despierto está mi padre, a mi lado. Me acaricia y me dice: ya todo ha terminado, hija mía. Duerme. Ya todo ha terminado.

TERSITES

Todos me conocían. Yo era el hombre más feo que había ido allí, al asedio de Troya: patizambo, cojo, los hombros encorvados y contraídos sobre el pecho; la cabeza picuda, cubierta por una rala pelusa. Era famoso porque me gustaba hablar mal de los reyes, de todos los reyes: los aqueos me escuchaban y se reían. Y, por eso mismo, los reyes de los aqueos me odiaban. Quiero explicaros lo que yo sé, para que así también vosotros comprendáis lo que yo comprendí: la guerra es una obsesión de los viejos, que envían a los jóvenes a librarla.

En su tienda, Agamenón dormía. De pronto, le pareció oír la voz de Néstor, que era el más viejo de todos nosotros, y el sabio más estimado, y escuchado. Esa voz decía: «Agamenón, hijo de Atreo, cómo es que estás aquí durmiendo, tú, que estás al mando de un ejército entero y que tantas cosas tendrías que hacer.» Agamenón no abrió los ojos. Pensó que estaba soñando. Entonces la voz se le acercó y le dijo: «Escúchame, tengo un mensaje de Zeus para ti: te mira desde lejos y siente pena y piedad por tí. Te ordena que armes de inmediato a los aqueos, porque hoy podrás apoderarte de Troya. Los dioses, rodos, estarán de tu parte, y sobre tus enemigos caerá la desgracia. No te olvides de ello, cuando la dulzura del sueño te abandone y tú te despiertes. No olvides el mensaje de Zeus.»

Luego la voz desapareció. Agamenón abrió los ojos. No vio a Néstor, el anciano, que se alejaba silenciosamente de la tienda. Pensó que había soñado. Y que en sueños se había visto vencedor. Entonces se levantó, se puso una suave túnica, nueva y hermosísima, y se echó un amplio manto encima. Se calzó las sandalias más bellas y se colgó de los hombros la espada tachonada con clavos de plata. Por último, cogió el cetro de sus ancestros y aferrándolo se encaminó hacia las naves de los aqueos, mientras la Aurora anunciaba la luz a Zeus y a todos íos inmortales. Dijo a sus heraldos que convocaran a asamblea con voz sonora a los aqueos, y cuando todos estuvieron reunidos, llamó en primer lugar a los nobles príncipes del consejo. Les explicó lo que había soñado. Luego dijo: "Hoy armaremos a los aqueos y atacaremos. Antes, sin embargo, quiero poner a prueba al ejército, estoy en mi derecho. Diré a los soldados que he decidido volver a casa y Renunciar a la guerra. Vosotros intentaréis convencerlos de que se queden y de que sigan luchando. Quiero ver qué es lo que sucede.»

Los nobles príncipes permanecieron en silencio, sin saber qué pensar. Luego se levantó Néstor, el anciano, precisamente él. Y dijo: «Amigos, príncipes y caudillos de los aqueos, si llegara uno cualquiera de nosotros y nos relatara un sueño como ése, no seguiríamos escuchándolo y pensaríamos que nos estaba mintiendo. Peto aquel que lo ha soñado se jacta de ser el mejor entre los aqueos. Por eso mismo os digo: vamos y armemos al ejército.» Luego se levantó y abandonó el consejo. Los otros lo vieron alejarse y, como siguiendo a su pastor, todos se levantaron a su vez y se marcharon a reunir a sus huestes.

Como cuando del agujero de una roca salen compactos los enjambres de abejas, uno tras otro, yendo en racimos sobre las flores de primavera y se alejan volando de aquí para allá, así de compactas eran las hileras de hombres que, salidos de las tiendas y de las naves, se dispusieron en masa frente a la orilla del mar, para la asamblea. La tierra retumbaba bajo sus pies y por todas partes reinaba el estruendo. Nueve heraldos, gritando, intentaban hacer que cesara el clamor para que todos pudiéramos oír la voz de los reyes que iban a hablar. Al final lograron que todos nos sentáramos y que cesara el estruendo. Entonces Agamenón se levantó. Aferraba en su puño el cetro que mucho tiempo antes había fabricado Hefesto. Hefesto se lo había entregado a Zeus, hijo de Cronos; y Zeus se lo dio a Hermes, el mensajero veloz. Hermes se lo entregó a Pélope, domador de caballos, y Pélope a Atreo, pastor de pueblos. Atreo, al morir, se lo dejó a Tiestes, rico en rebaños, y de Tiestes lo había recibido Agamenón, para que reinase sobre Argos y sobre las innumerables islas. Era el cetro de su poder. Lo apretó y dijo: «Dánaos, héroes, escuderos de Ares. El cruel Zeus me ha condenado a una feroz desventura. Primero me prometió y juró que regresaría después de haber destruido Ilio, la de las bellas murallas, y ahora me ordena que regrese a Argos sin gloria y después de haber enviado a la muerte a tantos guerreros. ¡Qué vergüenza! Un ejército espléndido, inmenso, está batallando contra un ejército de pocos hombres y, a pesar de todo, el final todavía no está a la vista. Nosotros somos diez veces más numerosos que los troyanos, pero ellos tienen valiosos aliados que vienen de otras ciudades, y esto va impedirme al final que conquiste la hermosa Ilio. Nueve años han pasado. Desde hace nueve años nuestras esposas y nuestros hijos nos esperan en casa. La madera de las naves está podrida y no hay cuerda que siga todavía tensa. Hacedme caso: huyamos en nuestras naves y volvamos a casa. Ya nunca conquistaremos Troya.»