Выбрать главу

Así habló. Y sus palabras nos golpearon en el corazón. La inmensa asamblea fue sacudida como un mar en plena borrasca, como un campo de trigo asolado por un viento de tempestad. Y vi a la gente precipitarse hacia las naves, gritando de alegría, levantando una inmensa nube de polvo. Unos a otros se animaban para coger las naves y arrastrarlas hasta el divino mar. Limpiaban los canales de las carenas y mientras estaban quitando ya los trabes de debajo de las quillas, otros elevaban el grito de su nostalgia. Fue en ese momento cuando vi a Ulises. El astuto. Permanecía inmóvil. No había ido hacia las naves. La angustia estaba devorándole el corazón. De pronto, arrojó su manto y corrió hacia donde estaba Agamenón. Le arrancó el cetro de la mano y sin mediar palabra se fue hacia las naves. Y a los príncipes del consejo se puso a gritarles: «Deteneos, ¿no recordáis lo que nos dijo Agamenón?, está poniéndolos a prueba, pero luego íos castigará. ¡Deteneos, y ellos, en cuanto os vean, se detendrán!» Y a los soldados con los que se cruzaba los golpeaba con el cetro mientras les gritaba: «¡Quedaos aquí, locos!, no huyáis, no sois más que unos ruines y cobardes, mirad a vuestros príncipes y aprended de ellos.» Al final consiguió detenerlos. Desde las naves y las tiendas la multitud retrocedió nuevamente, parecía el mar cuando brama adelante y atrás en la orilla, haciendo retumbar todo el océano. Fue entonces cuando decidí que yo también tenía que decir la mía. Allí, delante de todo el mundo, ese día, me puse a gritar: «¡Eh, Agamenón!, ¿qué demonios quieres, de qué te quejas? Tu tienda está llena de bronce, está llena de mujeres hermosísimas: las que eliges cuando nosotros te las ofrecemos después de haberlas raptado de sus casas. ¿Tal vez deseas más oro, ese que los padres troyanos te traen para rescatar a los hijos que nosotros hacemos prisioneros en el campo de batalla? ¿O es una nueva esclava lo que quieres, una esclava para llevártela al lecho, y para quedártela toda para ti? No, no es justo que un jefe lleve a la ruina a los hijos de los dánaos. Compañeros, no seáis cobardes, volvámonos a casa y a ese de ahí dejémoslo aquí, en Troya, disfrutando de su botín, que vea de una vez si le éramos útiles o no. Ha ofendido a Aquiles, que es un guerrero mil veces más fuerte que él. Le ha quitado su parte del botín y ahora lo retiene en su poder. Eso no es cólera, porque si Aquiles en verdad ardiera de cólera, tú, Agamenón, no estarías aquí afrentándonos de nuevo.» Los aqueos me escuchaban atentamente. Muchos de ellos albergaban enojo contra Agamenón debido a aquella historia suya con Aquiles. Por eso me escuchaban con atención. Agamenón no dijo nada. Pero Ulises sí, se acercó a mí. «Hablas bien», me dijo, «pero hablas como un estúpido. Tú eres el peor, ¿lo sabes, Tersites? El peor de cuantos guerreros han venido hasta las murallas de Ilio. Te diviertes insultando a Agamenón, el rey de reyes, sólo por los muchos regalos que le habéis traído los guerreros aqueos. Pero yo te digo, y te juro, que si te sorprendo de nuevo diciendo sandeces como ésas, te agarraré, te arrancaré las ropas -el manto, la túnica, todo- y te enviaré desnudo y lloroso a las naves, cubierto de heridas que den asco.» Así habló. Y empezó a golpearme con el cetro en los hombros y en la espalda. Me encorvé bajo los golpes. La sangre me goteaba, densa, sobre el manto, y me puse a llorar por eso: por el dolor y la humillación. Temeroso, me dejé caer al suelo. Con una mirada atontada permanecí allí, enjugando mis lágrimas, mientras todos, a mi alrededor, se reían de mí. Entonces Ulises levantó el cetro, se volvió hacia Agamenón y, hablando con voz potentísima, de manera que todos lo oyeran, dijo: «Hijo de Atreo, los aqueos quieren hoy hacer de ti el más mísero de todos los mortales. Te habían prometido que vendrían para destruir la hermosa Ilio y, en cambio, ahora lloran como chiquillos, como miserables viudas, y piden regresar a sus casas. Cierto es que no puedo vituperarlos: hace nueve años que estamos aquí, cuando tan sólo un mes lejos de nuestras esposas bastaría para hacernos desear el regreso. Y, sin embargo, sería un deshonor inmenso abandonar el campo de batalla después de tanto tiempo y sin haber conseguido nada. Amigos, debemos seguir teniendo paciencia. ¿Os acordáis del día en que todos nos reunimos, en Aulide, para partir y venir a traer ia destrucción a Príamo y los troyanos? ¿Recordáis qué fue lo que sucedió? Estábamos ofreciendo sacrificios a los dioses cerca de un manantial, bajo un bellísimo plátano luminoso. Y de pronto una serpiente con un lomo rojizo, un monstruo horrendo que el mismo Zeus había creado, apareció de debajo de los altares y reptó por el árbol. Había un nido de pájaros, ahí arriba, y ella ascendió hasta devorar todo lo que encontró: ocho polluelos y la madre. E inmediatamente después de haberlos devorado se convirtió en piedra. Nosotros vimos todo eso y nos quedamos sin habla. Pero Calcante, ¿os acordáis de lo que dijo Calcante? "Es una señal", dijo. "Nos la ha mandado Zeus. Es un vaticinio de gloria infinita. Igual que la serpiente ha devorado a ocho polluelos y la madre, también nosotros deberemos combatir contra Ilio durante nueve años. Pero el décimo año tomaremos la ciudad de anchas calles." Eso nos dijo. Y hoy veis cumplirse todo esto, ante vuestros ojos. Escuchadme, aqueos de buenas armaduras. No os marchéis. Permaneced aquí. Y conquistaremos la gran ciudad de Príamo.»

Así habló. Y los aqueos lanzaron un fuerte grito y a su alrededor todas las naves resonaron de manera tremenda, debido al clamor de su entusiasmo. Fue en ese momento cuando Néstor, el anciano, otra vez él, tomó la palabra y dijo: «Agamenón, vuelve a llevarnos a la batalla con la voluntad indómita de antaño. Que nadie tenga prisa por volverse a casa antes de haber dormido con la esposa de un troyano y de haber vengado el dolor por el rapto de Helena. Y os digo que si alguno, en su locura, decide regresar a su casa, antes de que tenga tiempo de tocar su negra nave saldrá a su encuentro el destino de la muerte.»

En silencio, todos lo escuchaban atentamente. Los ancianos… Agamenón casi se agachó: «Una vez más, anciano, hablas con sabiduría.» Luego levantó su mirada hacia todos nosotros y dijo: «Id a prepararos, porque hoy atacaremos. Comed, afilad bien las lanzas, preparad los escudos, dad una buena comida a los veloces caballos, examinad vuestros carros: tendremos que combatir todo el día, y sólo la noche podrá separar la furia de los hombres. El pecho chorreará de sudor bajo el grandísimo escudo, y la mano se cansará de empuñar la lanza. Pero aquel que se atreva a huir de la batalla y a refugiarse junto a las naves, ése será hombre muerto.»

Entonces todos lanzaron un grito altísimo y se dispersaron luego entre las naves. Cada uno fue a prepararse para la batalla. Unos comían, otros afilaban las armas, había quien oraba y quien hacía un sacrificio a sus dioses, implorando escapar de la muerte. En poco tiempo, los reyes de estirpe divina agruparon a sus hombres y los fueron colocando en formación para la batalla, corriendo entre ellos, incitándolos a ponerse en marcha. Y, de pronto, para todos nosotros el combate fue más dulce que el retorno a la patria. Marchábamos, con nuestras armas de bronce, y parecíamos un incendio que devora el bosque y que puede verse desde lejos, puedes ver sus luminosos y brillantes resplandores subir hasta el cielo. Bajamos hasta la llanura del Escamandro como una inmensa bandada de pájaros que desciende desde el cielo y se posa con gran estrépito, batiendo las alas sobre los prados. La tierra retumbaba terriblemente bajo los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Nos detuvimos cerca del río, delante de Troya. Éramos millares. Incontables como lo son las flores en primavera. Y tan sólo reñíamos un deseo: la sangre de la batalla.