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Héctor y los príncipes extranjeros aliados suyos reunieron entonces a sus hombres y se lanzaron fuera de la ciudad, a pie o a caballo. Nosotros oímos un inmenso estruendo. Los vimos ascender por la colina de Batiea, una colina que se erguía solitaria, en mitad de la llanura. Allí fue donde se desplegaron, a las órdenes de sus jefes. Luego empezaron a avanzar hacia nosotros, gritando como pájaros que graznan en el cielo anunciado una lucha mortal. Y nosotros marchamos hacia ellos, pero en silencio, con la rabia escondida en el corazón. Los pasos de nuestros ejércitos levantaron una polvareda que, como una niebla, como una noche, lo engulló todo.

Al final estuvimos los unos frente a los otros. Nos detuvimos. Y, entonces, de repente, de las filas de los troyanos salió Paris, semejante a un dios, con una piel de pantera sobre los hombros. Iba armado con un arco y una espada. Sujetaba en una mano dos lanzas con punta de bronce, y las blandía hacia nosotros desafiando a un duelo a los príncipes aqueos. Cuando Menelao lo vio, se alegró como el león que se lanza contra el cuerpo de un ciervo y lo devora. Pensó que había llegado el momento de vengarse del hombre que le había robado a su esposa. Y saltó a tierra desde su carro, empuñando las armas. Paris lo vio y el corazón le tembló. Se replegó entre los suyos, para huir de la muerte. Como un hombre que ha visto una serpiente y da un salto hacia atrás, y tiembla, y huye, pálidas sus mejillas. Así lo vimos huir. Hasta que Héctor lo detuvo, gritándole: «Maldito Paris, mujeriego, mentiroso. ¿No ves que los aqueos se están riendo de tí? Creían que eras un héroe, sólo porque se dejaban impresionar por tu belleza. Pero ahora saben que no tienes valentía y que no hay fuerza en tu corazón. Precisamente tú, que, siendo huésped de Menelao en tierra extranjera, te llevaste a su esposa, y regresaste a tu casa junto a esa mujer hermosísima. Pero aquélla era gente guerrera, Paris, y tú te has convertido en la ruina de tu padre, de tu ciudad, de todo el pueblo. ¿Y ahora no quieres enfrentarte a Menelao? Lástima, así podrías descubrir qué clase de hombre es ese al que le robaste la esposa. Y te revolcarías en el polvo, descubriendo lo inútiles que son tu cítara y tu hermosísimo rostro y tu melena. ¡Ah, qué cobardes somos nosotros, los troyanos! Si no fuera así, ya estarías sepultado bajo un montón de piedras, para expiar todo el mal que has hecho.»

Entonces Paris respondió: «Tienes razón, Héctor. Pero tu corazón es inflexible, como un hacha que se hunde en la madera, recta… Me echas en cara mi belleza…, pero tú tampoco desdeñas los dones de los dioses. Las virtudes que los dioses nos han regalado, ¿podemos rechazarlas?, ¿acaso podemos escogerlas? Escúchame: si quieres que me bata en duelo, haz que se sienten todos los troyanos y todos los aqueos, y deja que Menelao y yo, ante los ojos de los dos ejércitos, nos enfrentemos por Helena. Aquel que venza se quedará con la mujer y todas sus riquezas. Y en cuanto a vosotros, troyanos y aqueos, firmaréis un tratado de paz, y los troyanos empezarán a vivir en la fértil tierra de Troya y los aqueos volverán a Argos, junto a sus riquezas y sus mujeres, hermosísimas.»

Grande fue la alegría de Héctor cuando escuchó esas palabras. Avanzó, él solo, entre los dos ejércitos, y levantando al cielo la lanza hizo una señal a los troyanos para que se detuvieran. Y ellos lo obedecieron. Nosotros empezamos enseguida a apuntarle, con flechas y piedras, y entonces Agamenón gritó: «¡Deteneos, aqueos, no le disparéis! ¡Héctor quiere hablarnos!» Y entonces nosotros también nos detuvimos. Se hizo un gran silencio. Y en ese silencio Héctor dijo, hablando para los dos ejércitos: «¡Escuchadme! Escuchad lo que dice Paris, el que ha desencadenado esta guerra. Quiere que depongáis las armas, y pide luchar él solo contra Menelao, y decidir en un duelo quién se quedará con Helena y con sus riquezas.»

Los ejércitos permanecieron en silencio. Y entonces se oyó la voz poderosa de Menelao: «Escuchadme a mí también, que soy el ofendido y que más que cualquier otro tengo un dolor que debe ser vengado. Cesad de combatir, porque ya habéis sufrido bastante por esta guerra que Paris desencadenó. Combatiré yo, contra él, y será el destino el que decidirá quién de nosotros dos debe morir. Vosotros encontrad un modo de hacer las paces lo más rápido posible. Que los aqueos vayan a coger un cordero para ofrendárselo a Zeus. Y vosotros, troyanos, conseguid un cordero blanco y otro negro, para la Tierra y el Sol. E id a avisar al gran rey Príamo, para que sea él quien sancione las paces: sus hijos son soberbios y desleales, pero él es un anciano y los ancianos saben mirar al pasado y al futuro, juntos, y comprender lo que es mejor para todos. Que venga él y se firmen las paces: y que nadie ose infringir los pactos sancionados en el nombre de Zeus.»

Yo oí sus palabras y luego vi la alegría de aquellos dos ejércitos, unidos de manera imprevista por la esperanza de poner fin a aquella luctuosa guerra. Vi a los guerreros bajarse de los carros, y quitarse las armas que llevaban y dejarlas en el suelo, cubriendo los prados de bronce. Nunca había visto la paz tan cercana. Entonces me di la vuelta y busqué a Néstor, al viejo y sabio Néstor. Quería mirarlo a los ojos. Y en sus ojos ver morir la guerra, y la arrogancia de quien la desea, y la locura de quienes la libran.

HELENA

Como una esclava, aquel día yo estaba en silencio, en mis habitaciones, obligada a tejer sobre una tela del color de la sangre las empresas de los troyanos y de los aqueos en aquella dolorosa guerra que se libraba por mí. De pronto vi a Laódica, la más bella de las hijas de Príamo, entrar y gritarme: «Corre, Helena, ven a ver lo que ocurre ahí abajo. Troyanos y aqueos… estaban todos en la llanura, y estaban a punto de enfrentarse, ávidos de sangre, y ahora están en silencio, los unos frente a los otros, con los escudos apoyados en el suelo y las lanzas clavadas en tierra… Se dice que han cesado las hostilidades, y que Paris y Menelao lucharán por ti: tú serás el premio del vencedor.»

La escuché, y de repente me entraron ganas de llorar, porque grande era, en mí, la nostalgia por el hombre con el que me había casado, y por mi familia, y por mí patria. Me cubrí con un velo de blancura resplandeciente y corrí hacia las murallas, todavía con lágrimas en los ojos. Cuando llegué al torreón de las puertas Esceas vi a los ancianos de Troya, reunidos allí para mirar lo que ocurría en la llanura. Eran demasiado viejos para luchar, pero les gustaba hablar y en eso eran maestros. Como cigarras posadas en un árbol, no dejaban de hacer oír su voz. Pude escucharles murmurar, cuando me vieron: «No es de extrañar que los tróvanos y los aqueos se maten por esa mujer, ¿no os parece una diosa? Que las naves se la lleven de aquí, a ella y a su belleza, o nunca se acabarán nuestras desgracias y las de nuestros hijos.» Eso es lo que decían, pero sin atreverse a mirarme. El único que se atrevió a hacerlo fue Príamo. «Ven aquí, hija», me dijo, en voz alta. «Siéntate junto a mí. Tú no tienes la culpa de nada de esto. Son los dioses los que me echaron encima esta desventura. Ven, desde aquí podrás ver a tu marido, y a tus parientes, a los amigos… Dime, ¿quién es ese hombre imponente, ese guerrero aqueo tan noble y grande? Otros son más altos que él, pero nunca vi a ninguno tan hermoso, tan majestuoso: tiene el aspecto de un rey." Entonces fui a su lado y respondí: «Te respeto y te temo, Príamo, padre de mi nuevo esposo. Oh, ojalá hubiera tenido el valor para morir antes que seguir a tu hijo hasta aquí y abandonar mi lecho conyugal, y a mi hija, todavía tan niña, y a mis amadas compañeras…, pero eso no fue así y ahora yo me consumo en el llanto. Pero tú quieres saber quién es ese guerrero… Es el hijo de Atreo, Agamenón, rey poderosísimo y fuerte guerrero: hubo un tiempo, si es que ese tiempo existió, en que era cuñado de esta mujer indigna que ahora te está hablando.» Príamo seguía mirando abajo, a los guerreros. «Y ese hombre», me preguntó, «¿quién es? Es más bajo que Agamenón, pero tiene el pecho y los hombros más anchos. ¿Lo ves? Pasa revista entre las filas de los hombres y parece un carnero de espeso pelaje que se pasea entre los rebaños de ovejas blancas.» «Ese es Ulises», respondí, «hijo de Laertes, crecido en Ítaca, la isla de piedra, y ramoso por su astucia y su inteligencia.» «Es verdad», dijo Príamo. «Lo conocí. Un día vino aquí en embajada, junto a Menelao, para discutir sobre tu suerte. Lo acogí en mi casa. Me acuerdo de que Menelao hablaba velozmente, con pocas palabras, muy claras. Hablaba bien, pero era joven… En cambio Ulises…, cuando le tocaba hablar a él se quedaba inmóvil, mirando al suelo, como si no supiera qué decir: parecía dominado por la cólera o completamente loco; pero cuando por fin empezaba a hablar le salía una voz tan grave…, las palabras parecían copos de nieve en invierno…, y entonces ningún hombre se habría atrevido a desafiarlo, hija mía, y no importaba que fuera más pequeño que Menelao o que Agamenón…» Luego Príamo distinguió a Ayante entre los guerreros y me preguntó: «¿Y ése quién es, tan grande y fuerte que supera a todos los demás aqueos?» Y yo le respondí y le hablé de Ayante, y después de Idomeneo, y luego de todos los príncipes aqueos. En ese momento podía reconocerlos a todos, a los aqueos de brillantes ojos; uno a uno habría podido ir explicándole a aquel anciano que quería saber por mí quiénes eran sus enemigos. Pero en ese momento llegó Ideo, el heraldo. Se acercó a Príamo y le dijo: «Levántate, hijo de Laomedonte. Los caudillos de los teucros, domadores de caballos, y de los aqueos de corazas de bronce te invitan a bajar hasta la llanura para que sanciones un nuevo pacto entre los dos ejércitos. Paris y Menelao con sus largas lanzas se batirán por Helena. Todos los demás sellarán un pacto de amistad y de paz.» Príamo lo escuchó atentamente. Y se estremeció. Pero luego ordenó que se preparara a los caballos y, cuando todo estuvo dispuesto, se subió al carro veloz, junto a Anténor, y salió al galope por las puertas Esceas. Atravesaron la llanura y cuando alcanzaron los ejércitos se pararon justamente en el medio, entre troyanos y aqueos. Vi cómo se levantaba Agamenón, y con él, Ulises. Los heraldos llevaron los animales para los sacrificios con los que se sellarían los pactos. Mezclaron vino en la gran copa y vertieron agua sobre las manos de los reyes. Luego, Agamenón elevó sus manos al cielo e imploró a Zeus en nombre de todos. «Padre Zeus, sumo y glorioso, y tú, Sol, que todo lo ves y todo lo oyes: Ríos, Tierra y vosotros, que bajo el suelo castigáis a los traidores, sed testigos y guardianes de nuestros pactos. Sí Paris mata a Menelao, se quedará con Helena y con todos sus bienes, y nosotros nos marcharemos para siempre en las naves que surcan el mar. Si, por el contrario, es Menelao quien mata a Paris, los toyanos nos entregarán a Helena con todos sus bienes, y pagarán a los argivos un precio tan elevado que será recordado durante generaciones y generaciones. Y si Príamo y sus hijos no quieren pagar, yo me batiré para conseguir esa compensación, y aquí permaneceré, hasta que esta guerra termine.» Así rogó, y luego con un certero golpe degolló a los corderos y fue dejándolos en el suelo, palpitantes, agonizantes. Todos los príncipes bebieron de la gran copa de vino, y todos rezaron a sus dioses. Y decían entre ellos: «¡Si alguien se atreve a violar esos pactos, que Zeus vierta su cerebro y el de sus hijos como nosotros vertemos este vino!» Cuando todo fue cumplimentado, Príamo, el viejo rey, el viejo padre, subió al carro, al lado de Anténor, y les dijo a los troyanos y a los aqueos: «Dejadme regresar a mi ciudad, surcada por los vientos. Porque no tengo ánimo para ver a mi hijo Paris batiéndose, aquí, con el feroz Menelao.» Azuzó a los caballos, él mismo, y se marchó de allí.