Выбрать главу

Después vino el duelo. Héctor y Ulises dibujaron en el suelo el campo en el que los duelistas iban a combatir. En un yelmo metieron luego las fichas de la suerte y, tras haberlas agitado, Ulises, sin mirar, extrajo el nombre del que tendría que arrojar en primer lugar la lanza mortal. Y la suerte escogió a Paris. Los guerreros se sentaron alrededor. Vi a Paris, mi nuevo esposo, colocándose las armas: primero las hermosas espinilleras, atadas con hebillas de plata; luego la coraza, sobre el pecho; y la espada de bronce, tachonada de plata, y el escudo, grande y pesado. Se puso en la cabeza el espléndido yelmo: el largo penacho ondeaba al viento y daba miedo. Al final, aferró la lanza y la blandió. Frente a él, Menelao, mi primer esposo, acabó de colocarse las armas. Bajo los ojos de íos dos ejércitos avanzaron el uno hacia el otro, mirándose con ferocidad. Luego se detuvieron. Y el duelo empezó. Vi a Paris arrojar su larga lanza. Con violencia se clavó en el escudo de Menelao, pero el bronce no se partió, y la lanza se rompió y cayó al suelo. Entonces Menelao a su vez levantó la lanza y la arrojó con enorme fuerza contra Paris. Acertó de lleno en el escudo y la punta mortal lo partió, y fue a clavarse en la coraza, dándole a Paris de refilón, en el costado. Menelao sacó la espada y se lanzó hacia él. Lo golpeó con violencia sobre el yelmo, pero la espada se rompió en pedazos. Despotricó contra los dioses y luego, de un salto, aferró a Paris por la cabeza, estrujando entre sus manos el espléndido yelmo empenachado. Y empezó a arrastrarlo de aquella forma, hacia los aqueos. Paris caído, en la polvareda, y él estrujándole el yelmo en un abrazo mortal y arrastrándolo por ahí. Hasta que la correa de cuero que sujetaba el yelmo bajo el mentón se rompió, y Menelao se encontró con el yelmo en la mano, vacío. Lo levantó al cielo, se volvió hacia los aqueos y, volteándolo en el aire, lo lanzó en medio de los guerreros. Cuando se volvió de nuevo hacia Paris, para acabar con él, se dio cuenta de que había huido y desaparecido entre las filas de los troyanos.

Fue entonces cuando aquella mujer rozó mi velo y me habló. Era una vieja hilandera. Había venido conmigo desde Esparta, donde me cosía espléndidos vestidos. Me quería, y yo tenia miedo de ella. Ese día, allí arriba, en el torreón de las puertas Esceas, se acercó y me dijo en voz baja: «Ven. París te espera en su lecho, se ha puesto los vestidos más hermosos; más que de un duelo, parece haber vuelto de una fiesta.» Yo me quedé desconcertada. «Desgraciada», le dije, «¿por qué quieres tentarme? Serías capaz de llevarme al fin del mundo si allí hubiera un hombre que te fuera grato. Ahora, porque Menelao ha vencido a Paris, y quiere llevarme de regreso a casa, vienes hasta mí para tramar engaños… Vete tú a donde está Paris, ¿por qué no te casas con él o, mejor todavía, te conviertes en su esclava? Yo no iré, sería indigno. Todas las mujeres de Troya se avergonzarían de mí. Déjame que me quede aquí, con mi dolor.» Entonces la vieja mujer me miró enfurecida. «Óyeme bien», me dijo, «y no hagas que me enoje. Podría abandonarte aquí, lo sabes, y sembrar el odio por todas partes, hasta que perecieras de mala muerte.» Me daba miedo, ya lo he dicho. Los viejos, a menudo, dan miedo. Me sujeté sobre la cabeza el velo de blancura resplandeciente y la seguí. Estaban todos mirando abajo, hacía la planicie. Nadie me vio. Fui a las habitaciones de Paris y allí lo encontré. Una mujer que lo apreciaba lo había hecho entrar en Troya, por una puerca secreta, y lo había salvado. La vieja cogió un asiento y lo puso delante mismo de él. Luego me dijo que me sentara. Lo hice. No lograba mirarlo a los ojos. Pero le dije: «Conque has huido de la batalla… Me gustaría que hubieras muerto allí, derrotado por ese magnífico guerrero que fue mi primer esposo. Y tú, que te jactabas de ser más fuerte que él… Tendrías que volver allí, y desafiarlo de nuevo, pero sabes perfectamente que sería tu fin.» Y recuerdo que París, entonces, me pidió que no le hiriera con mis crueles ofensas. Me dijo que Menelao ese día había vencido porque los dioses se habían puesto de su parte, pero que quizá la próxima vez sería él quien venciera, porque él también tenía dioses amigos. Y luego me dijo: ven aquí, hagamos el amor. Me preguntó si recordaba la primera vez que lo hicimos, en la isla de Cránae, precisamente el día después de haberme raptado. Y me dijo: ni siquiera ese día te deseé tanto como ahora te deseo. Luego se levantó y se fue hacia el lecho. Y yo lo seguí.